Opinión

Cinco respuestas a la imperiofobia que vuelve

Víctor Arribas

Pie de foto: El presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, con el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, hace menos de dos meses durante su visita al país azteca. 

Siempre que alguien recurre a la leyenda negra contra España y su pasado estamos ante una operación propagandística. Siempre que lo hace el populismo ideológico hispano, busca titulares. Siempre que se hace al otro lado del Atlántico, el objetivo de los ataques es un reforzamiento interno de quien defiende esta manoseada tesis según la cual los españoles no conquistaron América, sino que masacraron y sometieron aun continente nuevo. AMLO no iba a ser menos, ahora que empieza a caminar su gobierno apoyado en propuestas que más vale no sean realizables por el bien de sus conciudadanos. Como López Obrador comienza a ser consciente de esa empresa irrealizable, tanto como la de erradicar el narcoterrorismo dentro de sus fronteras, busca al eterno enemigo exterior: el imperio que les conquistó. Ocurre que aquello ya no es un imperio, que México es independiente, y que la historia no se puede reescribir por mucho que se lo propongan líderes como él, ya vengan de aquí o de allí en las queridas tierras aztecas.

El presidente mexicano juzga una vez más hechos históricos de varios siglos atrás con el prisma de la sociedad del siglo XXI. Una estrategia muy a mano para copar minutos de televisión. Lo que ha hecho con su carta es equivalente a que algún pueblo europeo exigiera hoy disculpas al gobierno italiano por los abusos de las conquistas del Imperio Romano. Peregrino y patético. Puestos a revisar las culpabilidades en genocidios, será casualidad o mala suerte, pero nunca jamás se buscan esas culpas en el genocidio cometido por los gobiernos soviéticos durante décadas, cifrado en cien millones de muertos. O el causado por la invasión musulmana de la península. Tanto da. Ya que las interpretaciones son odiosas según quién las haga, vayamos a los hechos incontrovertibles.

·     La mayor parte de las muertes que se produjeron durante los años de la conquista del Nuevo Mundo tuvieron origen en las epidemias de nuevas enfermedades que los indígenas desconocían. Eran biológicamente puros. Lo cual no esconde las decenas de miles de muertes por las armas, aunque para Voltaire en su Ensayo sobre las costumbres, esas cifras siempre fueron exageradas. 

·     Según Vargas Llosa, “el Descubrimiento es el más importante acontecimiento de la Historia de América y Europa". Guerreros aztecas, compatriotas y ancestros de AMLO, combatieron al lado de los españoles en Tenochtitlan, y fueron según su discurso parte de  los genocidas. Los españoles fundaron misiones, levantaron catedrales, implantaron un sistema educativo y universidades allá donde llegaron los conquistadores. 

·     Jesuitas y franciscanos españoles dictaron leyes de Indias y normas en ultramar que protegían a los indígenas, primitivos moradores de las tierras conquistadas. La Reina Isabel II dictó órdenes para que los nativos no fueran considerados esclavos, sino que su consideración fuera igual a la de cualquier súbdito de la Corona española. Sucesivas leyes, en especial las de Burgos de 1512, abolieron y consideraron prohibida la esclavitud indígena. 

·     España fundó ciudades en el Nuevo Mundo que distaban unas de otras como mínimo cinco mil millas. Más de trescientas había siglo y medio después del Descubrimiento. Había, en palabras de Pedro Insua (1492: España contra sus fantasmas. Ariel, 2018), un plan civilizador. Apoyado, claro está, una idea cristiana que puede explicar parcialmente las fobias que hoy genera. Pero como ideal evangelizador que era, no impuso el aniquilamiento sino el mestizaje. Y, claro, hubo guerras. Y en las guerras mueren seres humanos. Dramático, pero real como la Historia misma. Pero el deseo del conquistador español fue mezclarse con la población nativa, a diferencia de la conquista del Oeste en América del Norte donde sí existieron intenciones de exterminio.  

·     Los gobernantes mexicanos que se dejan seducir por la imperiofobia deberían repasar, sin ir más lejos, el siglo XIX en sus propios confines. Tal vez entonces, en alguna de sus diatribas y exigencias de perdón ante monumentos mayas, encuentren en el también invasor francés un motivo para sus quejas identitarias. El Segundo Imperio y Maximiliano, el archiduque nacido en Viena y encargado de gobernarlo con mano de hierro, no han sido recordados por López Obrador todavía. Ni Napoleón III, por cuyas afrentas bélicas contra los mexicanos el presidente no ha exigido disculpas públicas a Emmanuel Macron.   

Aquí en España estamos cansados ya de este intento de debate polémico que siempre nos asalta cuando llega el 12 de octubre, la Fiesta de la Hispanidad. Nada que celebrar, dicen los antiespañoles mientras meten en sus hatillos ropa para tres días de puente festivo. España no merece existir, se nos dice desde esos sectores más radicales que han crecido al amparo de postverdades (mentiras) como éstas. Y por esa hartura la mención de AMLO al demonio español nos suena a algo extemporáneo y aburrido, por mucha indignación electoral impostada que haya causado. España ha superado ya esos fantasmas que se alientan de forma periódica, como programados por una alarma virtual. Estamos incluso acostumbrados, y hasta disfrutamos con ellas, de las obras artísticas que ridiculizan el imperio español (véanse películas recientes sobre la presencia en las colonias y reticencias malhabladas a financiar proyectos cinematográficos a mayor gloria de héroes de la patria).

Con tanta obsesión por denunciar matanzas, resulta chocante que ni una sola voz aquí se haya alzado contra el recibimiento que el presidente del Senado de la República mexicana, Martí Batres Guadarrama, ha dado hace unos días al líder de la izquierda proetarra Arnaldo Otegi.