El Sahel está inquieto

Chema Caballero/mundonegro.com

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Pie de foto: Oxfam Internacional.

La vasta región que se extiende desde Mauritania hasta Sudán, en el borde del desierto de Sáhara, que se conoce como Sahel se caracteriza por sus fronteras porosas, la escasez de población y la casi nula presencia de la autoridad de los estados entre los que está dividido. A medida que Libia se desmoronó y el grupo terrorista Boko Haran ha ido ganando protagonismo, sobre todo en torno a la cuenca del lago Chad, distintas redes criminales de tráfico de armas, droga y personas empezaron a conseguir cada vez más poder en la zona. Esto lo han logrado, principalmente, corrompiendo funcionarios, forjando alianzas con comunidades locales y, a veces, trabajando mano a mano con los grupos yihadistas asentados en el área. Se calcula que el comercio ilícito que se mueve a través del Sahel produce unos 3.800 millones de dólares al año; además está en crecimiento y es muy apetitoso.

En las últimas décadas, el  número de habitantes del Sahel, aunque siga escasamente poblado, se ha disparado al mismo tiempo que las tasas de paro, especialmente entre los jóvenes. Los distintos grupos y clanes que habitan en la región han visto en la alianza con las redes criminales y los grupos yihadistas una fuente de ingresos, y no han dudado en aprovecharse de ella.

Desde entonces, la región se ha convertido en una fuente clave de,  y punto de tránsito para, los migrantes que procedentes de África subsahariana tratan de llegar a Europa. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) calcula que hasta mediados de junio, más de 106.000 habrían llegado a Europa desde el inicio del año. Unos 57.000 habrían alcanzado las costas italianas casi exclusivamente a través de Libia. Mientras, funcionarios de la ONU calculan que entre 80.000 y 120.000 migrantes pasarán a través de Níger durante este año.

Estas mismas rutas son utilizadas para el tráfico de drogas, que procedentes de Sudamérica desembarcan en algunos países más al sur, y de armas.

La respuesta, tanto regional como internacional, a la situación de inestabilidad en la que se encuentra sumergido el Sahel se centra, casi exclusivamente, en la acción militar para luchar contra el terrorismo y el crimen organizado. Hasta el momento, esta se ha demostrado claramente ineficaz e insuficiente. En ningún momento se está proponiendo un plan de intervención realista que se base en el desarrollo de la región. Sin este, cualquier acción está destinada a fracasar y a favorecer que las ya muy arraigadas redes criminales, el mal gobierno, el subdesarrollo y, consecuentemente, la inestabilidad se propaguen y afiancen, lo cual traerá una mayor radicalización política y un aumento de la migración. Además, existe un claro peligro de que la inestabilidad se extienda a otros países vecinos y de que el Estado Islámico siga ganando terreno en el continente.

Esta es la advertencia que lanzaba el International Crisis Group (ICG) el pasado 25 de junio cuando presentaba su último informe sobre la región: El Sahel central: la perfecta tormenta de arena.

El informe acusa a los gobiernos occidentales de haber optado por un enfoque centrado en la seguridad ante las amenazas criminales y yihadistas. Esto ha llevado a un aumento de sus operaciones antiterroristas en la zona y a una mayor contundencia de los esfuerzos para asegurar las fronteras del sur de Europa y la lucha contra las mafias que controlan el tráfico de personas sin tener en cuenta la realidad de pobreza, abandono y explotación a la que están sometidos los habitantes del Sahel desde hace décadas. Por eso mismo, estas medidas adoptadas por la comunidad internacional, con la complacencia de los gobiernos locales, no resuelven los problemas del Sahel, que tienen raíces mucho muy profundas y donde el asentamiento de bandas criminales y grupos yihadistas no deja de ser una consecuencia de la eterna falta de voluntad para afrontarlos.

Afirma el informe de ICG que nunca se conseguirá estabilizar la región si no se reconoce que las políticas que se están implementando actualmente no se encaminan a corregir las verdaderas causas de la inestabilidad, que son: la pobreza profunda, el subdesarrollo, especialmente en las periferias, y una creciente población juvenil con escaso acceso a la educación o el empleo y con ninguna lealtad al Estado. Muchos ven la migración como su único futuro. Otros descargan su frustración contra los gobernantes corruptos y los estados “secularizados” y “occidentalizados” con la esperanza de que un gobierno moralmente más puro y de corte islamista cambie su suerte.

Por su parte, los gobiernos de la zona también optan por las acciones militares de mano dura y la criminalización de la oposición política, negándoles el espacio público para discutir. Abusan al etiquetar a grupos islamistas no violentos de potenciales yihadistas y se lanzan a su persecución y disolución, lo cual también puede empujar a estos a la radicalización. La tradicional negligencia de las periferias por parte de los gobiernos centrales, la falta de voluntad para hacer frente a los conflictos locales y el basar la organización del estado en redes clientelares, que a veces son auténticas redes criminales, en vez de desarrollar instituciones democráticas que permitan la participación del total de la población, aumenta la sensación de marginalización, en particular en las zonas rurales.

La distancia de los gobiernos centrales de sus ciudadanos, su debilidad e incluso su papel represor en la zona han propiciado formas alternativas de organización: la autoridad tradicional, estructuras basadas en la comunidad, movimientos islamitas o las redes criminales. Los grupos llegados de fuera, tanto criminales como yihadistas, tienen bastante éxito al explotar estos sistemas de gobierno aliándose con los caciques locales.

En los últimos años se ha experimentado que las batallas por el control de las lucrativas rutas del tráfico de drogas y personas son cada vez más numerosas y visibles, quizás fruto de los altos intereses que mueven y de la cada vez mayor cantidad de grupos que quieren ser parte de este lucrativo negocio, lo que, posiblemente, ha despertado antiguas disputas entre distintos grupos étnicos o clanes de la zona.

Para contrarrestar la creciente amenaza yihadista, los poderes internacionales, encabezados por Francia, han desplegado tropas y aviones y apoyan a las distintas fuerzas de seguridad nacionales. Las poblaciones locales, no muy faltas de razón, a menudo ven la presencia militar occidental como impulsada solo por el deseo de proteger los intereses de los yacimientos de hidrocarburos y minerales de la zona sin importarles demasiado la situación y problemas de la población local. Occidente también tiende a tildar de yihadismo cualquier forma de islam político, lo cual está creando una reacción en contra de los gobiernos locales y occidentales por igual, en el Sahel.

Para cambiar la situación del Sahel, ICG propone que tanto los gobiernos nacionales como los actores externos abandonen sus políticas actuales que están pensadas a corto plazo para centrarse en otras a más largo plazo. Esto pasaría por cambiar la óptica de la intervención militar por la de desarrollo de Sahel. Para ello deberían comprometerse con los esfuerzos necesarios para restaurar la autoridad de los estados mediante la promoción coherente y transparente de la gobernanza democrática e impulsar un desarrollo sostenible, inclusive y duradero, sin olvidar la resolución de los conflictos existentes y abordar sus consecuencias humanitarias.

Difícilmente los gobiernos locales y occidentales van a abandonar la respuesta militar que les resulta más provechosa y satisfactoria, aunque ello implique el fomentar el odio entre la población local y seguir manteniendo el sistema de explotación y abuso que lleva afincado en el Sahel desde hace siglos.

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