Por qué fracasan las instituciones

Felipe Gómez-Pallete. Presidente de la Asociación por la Calidad y Cultura Democráticas

"Nada es posible sin los hombres, nada es duradero sin las instituciones" (Jean Monnet)

El tipo de instituciones, inclusivas o extractivas, determina la prosperidad o el fracaso de los países, según la prestigiosa tesis de Acemoglu y Robinson. Sí, pero ¿por qué fracasan unas instituciones y otras no? ¿Por qué dejó de existir la Institución Libre de Enseñanza (1876-1936) mientras que, por ejemplo, los Hermanos de La Salle educan desde 1725? Y así podemos seguir preguntándonos, fuera y dentro de España, por instituciones económicas (Lehman Brothers, 1850-2008, y Banco Santander, 1857- ), o políticas (monarquía zarista, 1721-1917, y Transición española, 1976- ).

Tiene que darse algo en el proceso evolutivo de instituciones y organizaciones que explique su deterioro, algo que les dificulte crecer, madurar, permanecer; algo que provoque su eventual petrificación o, incluso, su extinción. En una palabra, algo que corrompa su desarrollo, por utilizar una palabra que hoy parece explicarlo todo.

Pero considerar la corrupción como problema y la transparencia como solución tiene serias limitaciones. Pues ambos, diagnóstico y tratamiento, no parecen estar produciendo los necesarios cambios culturales. Cambios en las instituciones, que son el marco normativo, las reglas de juego (formales e informales) y, también, cambios en los jugadores (individuales y colectivos: las organizaciones de personas reunidas en torno a objetivos compartidos), según la conocida analogía deportiva de Douglass North. ¿Cuáles son los factores que determinan la forma en que evolucionan normas y jugadores?

De puertas afuera, hablamos de factores exógenos, siendo el principal, especialmente hoy, la gran incertidumbre a la que las organizaciones humanas y los marcos normativos deben enfrentase (aumentando proporcionalmente su complejidad) si quieren permanecer adaptados al entorno y evitar el declive. Y de puertas adentro, son tres las causas endógenas más determinantes: el factor humano, los sistemas y la cultura organizacional. Veamos algunos ejemplos.

Las personas no se mueven solo por los incentivos (económicos, entre otros) que reciben del entorno. Compárese el comportamiento de quienes se negaron aceptar las tarjetas ‘black’ con el de quienes se las ofrecían. Y es que las personas actuamos también por motivaciones intrínsecas (el placer del trabajo bien hecho), incluso trascedentes (el compromiso con el bien común). Además, nos comportamos dentro de unas determinadas coordenadas éticas y, en fin, lo hacemos sujetos a rasgos de personalidad y carácter que distinguen a cada cual. Sostener que los incentivos institucionales son nuestro único motor es una simplificación insostenible.

En segundo lugar, compárese -siguiendo al citado premio Nobel North- el desarrollo histórico de las instituciones del Reino Unido con el español, en donde las relaciones personales de poder lo impregnan todo. Una excepción me permite ejemplificar lo que digo: ¿Se imaginan qué sería de nuestra mundialmente admirada Organización Nacional de Trasplantes si los favoritismos suplieran a los procedimientos? Personas, sistemas, organizaciones e instituciones están en permanente interacción; el fallo en una sola de estas categorías deteriora el conjunto.

Y, por último, ¿se imaginan que en lo profundo de la cultura de nuestras organizaciones se hubiera identificado el gen del perfeccionamiento continuo, ese elemento básico que nos impulsa a plantear que los principios de integridad y buen gobierno, las estrategias y los objetivos, las actividades y los sistemas que revisamos hoy, pensando en el futuro, deben ser mejores que los que habíamos establecido ayer? ¿Se imaginan que, no contentos con ello, sintiéramos la necesidad de publicitar nuestros avances y retrocesos colectivos en cada uno de esos frentes, comprometiéndonos así, libremente, ante la ciudadanía?

Cuando sostenemos que la corrupción es un problema que está destruyendo nuestras instituciones estamos faltando a la verdad. Con esta deliberada exageración quiero contribuir a que la venda deje de tapar nuestros ojos. Porque la corrupción, además de problema, es también, y, sobre todo, síntoma inequívoco de las malformaciones identificadas en nuestras creencias básicas, tres de las cuales acabo de enunciar: 1) el dinero como símbolo del éxito, 2) la preeminencia de las relaciones personales de poder sobre los sistemas y 3) el afán por inaugurarlo todo, siempre, en lugar de empeñarnos en mejorar, día a día, sistemas e instituciones.

Y también estamos mintiendo por omisión cuando sostenemos que el mejor antídoto contra la corrupción es la transparencia. Porque, siendo las organizaciones humanas espacios tanto de sucesos acaecidos como de compromisos a cumplir, únicamente transparentamos lo primero, el pasado (lo que podemos denominar ‘Transparencia 180°’), y lo hacemos, eso sí, sin freno: democracia-espectáculo, democracia-desnuda. Pero omitimos lo segundo, el futuro (‘Transparencia 360°’); es decir, la información adicional relativa a cómo vamos acercándonos a las metas propuestas para perfeccionar, paso a paso, cada uno de los ámbitos mencionados. No de otro modo transitó Japón desde Hiroshima hasta hoy.

He aquí un buen ejemplo de la distancia que separa la ‘Transparencia 360°’ de la transparencia ‘exhibicionista’. En Reino Unido, allá por abril de 2016, la BBC lanzó un ambicioso plan de mejora continua para los próximos 5 años en determinados aspectos organizativos. En julio de 2017, la propia BBC publicó los sueldos de sus directivos y presentadores estrella. Lo primero pasó desapercibido en los medios españoles, mientras que el dinero que “se embolsa” fulano fue motivo de envidia, y la notica fue considerada “un acto de transparencia sin precedentes”. Diríase que nos importa más denunciar salarios que envidiamos que envidiar ejemplos ajenos: el compromiso público de mejora institucional.

Las así llamadas leyes anticorrupción y la Ley 19/2013 de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, inspiradas, respectivamente, en la corrupción como problema y en la Transparencia-maquillaje, no parecen estar produciendo el necesario cambio en las creencias básicas que animan la conducta de ciudadanos, la orientación de las organizaciones y la vigencia del tejido institucional; antes al contrario, parecen argumentos ad nauseam que refuerzan el statu quo político y económico.

Para romper este círculo vicioso es condición necesaria instaurar la práctica del perfeccionamiento continuo de instituciones y organizaciones, así públicas (políticas y administrativas) como privadas. Empresa difícil por tener que enfrentarse a resistencias al cambio tan poderosas como vulgares: “Eso que usted propone ya lo tenemos nosotros”, refiriéndose con ello al portal de Transparencia donde publican el pdf de los presupuestos, lo que no es sino la versión digital de los planes estratégicos que, encuadernados en piel, exhibían en sus despachos los ministros y presidentes ejecutivos del siglo XX.

En resumidas cuentas, cuando los líderes se creen fines en sí mismos y niegan la necesidad de mejorar permanentemente, entonces, sucede lo que sucede; por ejemplo, esto: habiendo sido pioneros en la creación de universidades (entre otras, Salamanca, 1218), hoy nos vemos expulsados del grupo de las 200 mejores del mundo. Y, claro, ahora hemos de emprender un hercúleo (¿y viable?) proceso de transformación de conductas y valores universitarios.

El fracaso o la prosperidad no depende sólo del tipo de instituciones, extractivas o inclusivas. Depende, también, del compromiso libre, y no solo por coerción, con el que mejoremos de forma participativa los criterios de buen gobierno, las estrategias y objetivos, los roles y sistemas, los servicios y bienes producidos. Día a día: esta es la mejor forma de evitar el fracaso de las instituciones, especialmente en momentos de alta incertidumbre. La vía, en suma, para dotarnos de unas reglas y un gobierno de lo común que aspiren a crecientes cotas de equidad social.

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