Túnez, entre el progreso y la violencia

Por Luis de la Corte Ibañez.                                           Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y Director de Estudios Estratégicos e Inteligencia del Instituto de Ciencias Forenses y de la Seguridad.

Pie de foto: Un manifestante contra el terrorismo en las calles de Túnez solidario con una de las víctimas españolas en el atentado del Museo del Bardo

El 17 de diciembre de 2010 la policía tunecina confiscaba a un joven vendedor ambulante el carrito de frutas y verduras con el que mantenía a su madre y sus seis hermanos. Tras presentar una inútil queja ante las autoridades, Mohamed Bouazizi se plantó frente a un edifico público de Sidi Bouzid y tras rociarse con pintura inflamable se prendió fuego infligiéndose quemaduras que acabaron ocasionándole la muerte varias semanas más tarde. Con la reacción inmediata suscitada por la inmolación se activaba un movimiento de protesta que habría de convulsionar gran parte del mundo árabe y que, a tenor de sus primeros efectos institucionales (caída de los dos longevos presidentes de Túnez y Egipto), la prensa internacional no tardó en bautizar con la optimista etiqueta de primaveras árabes. Pero muy pronto esas primaveras subirían de temperatura hasta poner al borde de la desestabilización a varios países: Bahrein (intervenida por los saudíes), Egipto (antes de caer Mubarak y otra vez cuando el ejército encarceló al presidente islamista Morsi), Yemen (donde también se acabaría forzando la salida del presidente Saleh, con consecuencias progresivamente desestabilizadoras como venimos viendo en los últimos meses). Aunque otras naciones aún involucionaron más hasta desembocar sus procesos de cambio en auténticas guerras civiles no exentas de injerencia internacional, como ocurrió en Libia y Siria, a la vez catástrofes políticas y tragedias humanitarias con nocivas repercusiones para otras naciones próximas como Mali, Líbano e Irak.   

A la vista de tales evoluciones, Túnez quedó como único país árabe donde la corriente de cambio impulsada por las revueltas de 2010-2011 lograron canalizarse hacia un prometedor proceso de transición democrática sin deriva a la inestabilidad o el caos. Antes bien, en Túnez la victoria electoral de un partido islamista (Ennhada) no se desvió hacia ninguna dinámica ulterior de concentración del poder (ni por parte de los nuevos gobernantes ni del ejército), posibilitando así el acuerdo de una nueva constitución incomparablemente avanzada dentro del mundo árabe y la sustitución serena del primer gobierno posterior a Ben Alí por otro de concentración al frente de una fuerza política laica, elegido en comicios celebrados en octubre y diciembre de 2014. No obstante, el atentado terrorista perpetrado en la capital de Túnez el pasado 18 de marzo ha suscitado nuevas dudas sobre el futuro del país.

El ataque al museo del Bardo, con 22 muertos y un más que probable perjuicio en los ingresos procedentes del turismo, ha venido a confirmar una tendencia que venía ganando impulso desde 2012, cuando una turba radicalizada intentó quemar la embajada de Estados Unidos y dos importantes líderes de la oposición política fueron asesinados. Pero ya en 2011 había aparecido en escena Ansar al Sharia, fundada gracias a la excarcelación de Abu Iyadh (entre otros muchos terroristas amnistiados), conocido líder radical con importantes vínculos internacionales que ya en los noventa fundó en Afganistán el hoy desaparecido Grupo Combatiente Tunecino. Ansar al Sharia pudo extender rápidamente su influencia ocupando numerosos espacios públicos a base de proselitismo misionero y asistencial y una coacción vigilante ante la que se prefirió no actuar desde un principio, erróneamente. Hasta que la progresión violenta de algunas de sus facciones a lo largo de 2013 acabó forzando su ilegalización. Para entonces el flujo de voluntarios desplazados a Siria e Irak (cerca de 3.000, el más numeroso entre los países de su entorno), así como a Libia (unos 4.000), dejarían claro que Túnez no había logrado inmunizarse ni mucho menos contra el virus yihadista. Así lo demostrarían también los indicios acumulados sobre el asentamiento de otras organizaciones terroristas: entre otras Al Qaeda en el Magreb Islámico, DAESH (Estado Islámico) y Okba bin Nafa, falange de Ansar al Sharia a la que las autoridades han atribuido el atentado del Museo y que tiene conexiones con las dos grandes estructuras anteriores. Por último, 2014 fue ya un año muy preocupante, con varios atentados, más de una veintena de muertos entre las fuerzas de seguridad por yihadistas y 30 yihadistas eliminados por aquéllas, múltiples células desmanteladas, sobre mil sospechosos detenidos y diferentes planes terroristas interrumpidos, algunos de gran envergadura.

Con semejantes antecedentes lo difícil es que Túnez pudiera esquivar una acción criminal como la culminada el pasado mes de marzo (como será difícil que no padezca ninguna más en el futuro). Pero ¿estamos con ello ante un punto de inflexión en el proceso democratizador? Quizá sea pronto para contestar. Sea como fuere, por ahora el panorama presenta tantas luces como sombras. La eficacia con que el país mediterráneo haga frente a la amenaza dependerá, desde luego, de las acciones emprendidas por sus autoridades y organismos de seguridad (que piden profundas reformas), de la respuesta ciudadana (que de momento parece esperanzadora) y de la evolución de sus políticas internas (con graves problemas en el plano económico). Pero con ello no bastará. Algunas vulnerabilidades han sido generadas fuera de sus fronteras, todavía demasiado porosas en algunos tramos críticos (colindantes con Libia y Argelia), y sólo podrán resolverse mediante una decidida y adecuada cooperación internacional que incluya actuaciones decididas en el marco de una política integral orientada a incrementar la estabilidad y la seguridad en todo el Mediterráneo sur. Se requiere voluntad y recursos pero también una visión amplia y de largo plazo. Naturalmente, la tarea compete tanto a los países del Magreb y el mundo árabe como a la Unión Europea. También es de nuestro interés que un modelo de transición como el tunecino, con sus tendencias antiautoritarias y pluralistas y su tradición de apertura al mundo occidental, no se vea truncado ni colapse por el efecto combinado de la pasividad y del extremismo más corrosivo.

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