De Túnez a Sevilla

Saleh Paladini

A lo largo de la historia los habitantes del Magreb han recibido nombres diversos. Para el antiguo Egipto eran los libu, que los griegos cambiaron por libios. Fueron los romanos quieren comenzaron a llamarlos africanos etimología que no está aclarada, pues puede proceder de la palabra latina aprica, soleado, o del griego afhriké, sin frío, referido al viento que sopla desde el continente oscuro en aquella dirección. Los árabes utilizaron en el siglo VII este término para distinguir entre los bizantinos asentados junto con los habitantes asimilados a la romanización y por tanto cristianizados a los que llamaron roum afrika, y el resto que fueron designados como los bereberes.

El origen de la palabra bereber es griego y deriva de barbaroi que significa "ajenos a la cultura clásica". Como puede comprenderse este concepto no es para nada peyorativo, sino un nominativo para otra manera de concebir el mundo diferente a la clásica griega de donde bebieron los árabes desde tiempos de Alejandro el Magno. Será el historiador musulmán Ibn Jaldún, precursor de la moderna sociología, quien acuñará para el futuro el término bereber, hasta el punto que los europeos llamarán al Magreb berbería y a sus habitantes berberiscos. Pero como siempre suele pasar, ellos tenían una forma peculiar de nombrarse, imazighen, y conocer su significado es útil para enmarcar el lienzo sobre el que se pinta el cuadro de esta parte del Mediterráneo que es Túnez. A sí mismos se apelaban " los hombres libres, los nobles". Ibn Jaldún, que nació en Túnez en el año 1.332, decía que la pedagogía es un arte con el cual hacer brillar los espíritus y esclarecer el pensamiento.

Sobre este fondo, como si de un plato exquisito se tratara para ser servido a sus visitantes, Tunicia ha sabido incorporar como propias las culturas más evolucionadas de los diferentes conquistadores desarrollando unas civilizaciones originales como la cartaginesa, la romano-africana y la árabe musulmana. En Túnez se recuerdan todas ellas en sus gentes, el paisaje y la arquitectura.

La llegada del Islam no provocó una ruptura brutal con la antigüedad sino que se inscribe una vez más en esa sucesión permanente de los géneros de vida y corrientes económicas. Túnez islamizada se vuelve a conectar con un milenio de predominancia púnica, de origen fenico, sepultados bajo ocho siglos romanos. Los modus vivendi, hoy en día, recuerdan los de la antigua África y prevalecen los mismos espacios con los trigales en el norte, los olivares casi ajardinados en el este y los oasis de palmeras datileras en el sur que enriquecen al país. En el núcleo de las ciudades, donde antes se encontraba el foro y sus templos, ahora se ubican las grandes mezquitas con sus funciones públicas, económicas y espirituales. Los baños o hamanes y las salas de ablución toman el relevo de las termas, se reanuda la tradición de las construcciones hidráulicas con acueductos, cisternas, estanques y norias y las casas mantienen el mismo esquema de patios, techos abovedados y utilización de materiales nobles. A pesar de los avatares políticos, las minorías cristianas y judías se benefician de una cierta tolerancia, sobreviviendo en el Túnez contemporáneo. La presencia de Andalucía es palpable y... ¡Cuanto no perdió España con las sucesivas expulsiones de moriscos y sefarditas!

Ya desde el principio, y hablamos del siglo VII, aparece un misticismo polular que se propaga por todo el Magreb, con hombres y mujeres a quienes el pueblo otorga el reconocimiento de la baraka, una gracia especial a modo de bendición que concede poderes milagrosos. Rodeados de discípulos se reúnen en zawuiyas, palabra que significa rincón, jugando un papel aglutinante incluso protector contra los abusos del poder establecido. Quedan vestigios de ribats donde se puede apreciar la cotidianidad de unos conventos-fortaleza cuya misión era defender las costas de los ataques invasores. Son bellísimos en Monastir y Sousa, y en sus puertas, en los cuerpos de guardia aún existen los nichos que se utilizaban como bibliotecas. Así eran los guerreros de la época.

Túnez es el Mediterráneo en su clama más azul. Un azul que la baraka de Sidi Abu Said ha mantenido en herrajes, puertas y ventanas de ese pueblo que se insinúa como uno de los más bonitos del planeta. Los olivos llegan a la orilla del mar, de lo que se concebía como el de la "mitad de la Tierra", para contemplar esa tranquilidad y se acompañan de cipreses, pitas, chumberas, viñas, cítricos, granados e higueras que parecen añorar aquellos tiempos en los que el viento en tempestad empujó a Ulises cuando abandonó Troya para ser conducido a la Isla de Yerba, en estas playas tunecinas, por un mar embravecido. Por razón de esa nostalgia dicen que en Túnez se encalan las casas como si quisieran hacer brotar en tierra adentro la espuma blanca del rompiente de unas olas marinas que nunca llegan a nacer, y así llamar la atención de los árboles y aliviar esa melancolía engañosa de deseos de marejadas. El jardín que resulta a la vuelta de esa mirada, por el engaño de la cal, guarda todos los tonos de verde que imaginar se pueda, verde que llega a rozar aquel azul en el envés de las hojas del aceite.

Aquí están las mezquitas más antiguas de África. En Kairouan la gran mezquita data del 670 y desde el exterior da la sensación de fortaleza cuyo patio conserva un enorme aljibe con un agua que suaviza las gargantas de los fieles ofreciéndose en jarras bajo las arcadas de la sala de oración. Columnas de mármol y pórfido romanas y bizantinas se complacen de verse vivas, no en ruinas ni en museos muertos, sino como troncos de palmeras que acarician la poesía del árabe para devolverla en frescor a las esteras de sus naves.

En la capital, Túnez, la blanca, como resultado de una imaginaria y permanente ola del mar reventada en espuma que se esparce junto a una laguna salada donde se alimentan flamencos entre algas de color rosa, la gran mezquita se llama la Zaituna, la del olivo, y es del siglo VII con más de 200 columnas y capiteles que proceden de la vecina Cartago. Fue y es una universidad de conocimiento. Tras la oración de la tarde, decenas de hombres sentados en círculos recitan oraciones de la tariqa mística de los Tiyani, que ya conocí en Mauritania. A la salida, en una pequeña perfumería como si fuera el centinela de un castillo, un místico que parece salido del esplendor del recinto, nos invitó a una noche de Dikra, una noche de recuerdo, en una versión de los derviches de Rumi pero con aires del Magreb. Se llama Sami, que quiere decir algo así como cielo, lo más elevado. Nos invitó a una noche para los fuqará, una noche para los pobres en Allah, los ricos ante el mundo de las formas. Una noche para aquellos a quienes el mundo reclama consideración y no obtiene a cambio más que el silencio.

En Túnez, el sufismo, la mística del Islam, con mi asombro, se puede decir que está en la calle. Se capta en las mezquitas, pero luego sale a los mercados y te vende dulces con agua de azahar, te da de beber un té con piñones o te explica el diseño de las alfombras bereber con una sabiduría profunda y a la vez sencilla de comprender. Para aquella noche del jueves, tuve que renunciar a otra invitación de los tiyani en otra zawiya, pues ya me había comprometido con Sami. Esta vez la invitación llegó en una simple confitería del bazar cubierto en los alrededores de la Zaituni.

Sidi Ammar, el maestro de Sami me dijo: " Si las montañas quisieran encontrarse no podrían. En cambio mira como los seres humanos nos encontramos y nos reconocemos. Con facilidad. Por eso estáis aquí con nosotros. ¿Has tenido algún sueño en Túnez?" Yo le respondí que no y que duermo de maravilla y no me entero de nada hasta el amanecer. Pero añadí: "¿Para qué quiero soñar por las noches, sí lo que estoy viviendo es un sueño en plena vigilia y parece mejor que lo que puede ofrecerme la luna y las estrellas? ¿Acaso no es un sueño este viaje inesperado como el regalo del mejor amigo?"

Túnez es limpio como una Suiza en el Magreb. Y la gente afable, sabiendo tratar con respeto a sus huéspedes a quienes permite transitar sin ser molestados y si acaso se saluda es para participar en una grata conversación. Quien quiera emborracharse pisando mosaicos romanos que venga al museo del Bardo. Perderá la noción del tiempo.

En cada ciudad hay una estación de taxis para enlazarse con otras urbes. Cuando se llenan las cinco plazas del vehículo disponible, sale a su destino de inmediato y nosotros no tuvimos que esperar ni siquiera unos minutos cada vez que decidíamos visitar algo especial, como el Jem, ese inmenso Coliseo que dicen es mayor que el de Roma, aislado en una inmensa llanura de olivares. Es un transporte barato y permite conocer a sus habitantes con naturalidad, escuchando música, sus voces, sus acentos. Visitar Tunicia no defraudará a nadie. Lo aseguro.

Y a la vuelta, Sevilla plena en primavera. Cerca del río grande, en el muelle de la sal, ensayan al aire libre los aspirantes a bailar en tablaos flamencos, marcando a golpes de taconazos el compás unas bulerías que no se cantan, mientras una banda de cornetas se prepara para la semana santa que llegará dentro de casi un año. Al atardecer, pasando el puente de Triana, ese rumor se pierde en el cielo, pero se guarda en el interior de tus oídos. Quien diga que en Andalucía no se trabaja y que sólo se piensa en la Fiesta, está mintiendo, porque no es así. Andalucía trabaja y se esfuerza desde siempre, sólo que sabe disfrutar de este regalo que es vivir.

Y las carretas se fueron al Rocío. Y allí me encontré que las casas están abiertas para acoger a los romeros y un magma de sensaciones que vienen desde los tartesos, cruzando el tiempo por todas las miradas de Iberia. Algo maravilloso que he podido conocer estando ahí, siempre tan cerca.

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