Los cadáveres del Mediterráneo: Jóvenes sin rostro, sin identidad

Noor Ammar Lamarty

Sostiene con sus dos manos la foto de un joven y llora sin sollozar, llora para dentro, para sí misma, como quien sufre una desgracia prohibida para el público. Se seca las lágrimas conforme van cayendo por su mejilla, escondiendo la vergüenza de su lamento, y aun así no puede pararlas, no puede evitar que caigan en sus manos, que le inunden la cara, que le recuerden que siente, los días que siente, y los que no, también. Intenta reincorporarse para que no parezca que está más rota de lo que ya está. Y todo su cuerpo es un burdo intento de estar bien cuando en realidad ni sabe estarlo, ni puede estarlo, ni recuerda ya haberlo estado nunca antes. Habla a regañadientes con más dolor que claridad, con más rabia que elocuencia, y sostiene cada vez más fuerte esa foto, ese trozo de papel que parece ser la única prueba de su sufrimiento.  

Supongo que te estás imaginando el dolor de cualquier persona que esté sufriendo por una ruptura, un accidente, una enfermedad, una muerte. Sin embargo, lejos de todo ello, también hay tragedias sin nombre ni apellido, que no son ni la x ni la y de una ecuación, que simplemente representan un vacío extremadamente desesperante. Y una de esas lagunas de tragedias humanitarias la viven los familiares de quienes cruzan medio continente africano y, posteriormente un estrecho diariamente a la espera de encontrar una vida mejor en la soñada Europa. 

AP PHOTO/ DOCKO BANDIC 

Sabemos que tan crueles son las fronteras, podemos imaginar lo tormentoso que puede llegar a ser un viaje tan largo, sin recursos y prácticamente ilegal, sabemos cómo llegan, algunos heridos, con hipotermia, enfermos, cansados, angustiados, o en la peor de las maneras, muertos. Pero sabemos poco o nada de todos los que naufragan en el mediterráneo con la fe y la esperanza a flor de piel que tienen cuando deciden montarse 60 en una lancha en la que caben 7 personas.

AP PHOTO/ DOCKO BANDIC 

Lo que sí que tienen hoy los centros forenses son las cartas, las notas, y en algunos casos incluso los boletines escolares. Así, hace poco leí sobre la conmovedora historia de un niño procedente de Malí que murió ahogado junto a mil personas más cuando intentaba llegar a Europa en una barca que naufragó frente a Libia y en cuya autopsia los forenses descubrieron que el pequeño llevaba cosidas en su ropa las notas escolares que probablemente imaginó que le iban a valer para tener un futuro mejor, y antes de acabar de leer, me acechó una sensación de rabia de la que no pude desprenderme. 

¿Cuán aferrado hay que estar a tener un futuro prometedor para traerse las notas al otro lado del mundo? 

¿Pensaba que algún colegio francés o italiano le abriría sus puertas para estudiar y así poder labrarse un futuro?

 ¿Creía que Europa le valoraría por sus notas del instituto y así lograría que le acogiesen? 

¿Qué le hubiesen dicho de haber llegado y entregado su boletín de notas como garantía de buena persona, buen alumna, civismo y ética? 

¿Realmente Europa hubiese ayudado a este niño a tener la vida que quería tener con sus buenas calificaciones en Física o hubiese sido un buscavidas por sus orígenes y falta de documentación para vivir regularmente? 

REUTERS / HANI AMARA 

La realidad es que nunca sabremos que podría haber ocurrido porque lo único que ocurrió fue que perdió su vida en ese trayecto a su prometida Europa y sus sueños son papel mojado, de él sólo queda el borrador de unas hojas en las que fantaseaba con ser ingeniero, junto con un boletín de notas que destacaba por sus sobresalientes en las ciencias. Parece ser que ahí donde no llegan los medios y los recursos, hay sueños hirviéndose en la falta de recursos, miseria y falta de oportunidades que rebosan de talento, capacidades en sus niños y jóvenes, pero sobre todo predomina la conciencia de que ningún precio es tan caro si el futuro es valioso. Por eso son muchos los que se van siendo alguien y desaparecen como si siempre hubiesen sido “nadie” y crean esas lagunas de lo incierto a quienes los quieren y viven el infierno de no saber dónde están, ni si siguen vivos, ni qué comen, o si han sufrido cualquier tragedia. Son esas familias rotas por la inercia y por la incertidumbre de no poder hablar con el vivo, de no poder enterrar el muerto. 

El miedo y el anhelado alivio a amanecer cada mañana con la más dura, pero la más necesaria de las noticias. Sin embargo, sólo tienen silencio, ausencia, olvido. Sus muertos y desaparecidos son menos importantes que los del primer mundo, son negros, no blancos, nadie se apresura a saber quiénes son, de donde vienen o porque se van, sencillamente dejan que ocurra porque lleva tanto tiempo ocurriendo que nos hemos acostumbrado a cadáveres sin rostro ni identidad. Son los propios forenses los que dicen que es posible identificar los cadáveres y darles si no el futuro que esperaban, al menos dignidad, para ellos, pero sobre todo para los suyos. Para que sean quienes sean puedan llorarlos, enterrarlos, visitarlos, para no romper más con el dolor a esas familias que ya están consumidas. 

Si bien la inmigración irregular se cobra la vida de miles de personas anualmente, y es un problema que no tiene una fácil solución también debemos ser conscientes de que con la ayuda de los países, medios que ya existen y la buena voluntad de todos, se puede dar identidad a quienes han corrido a riesgo de perderla por salir de la más absurda desesperación en sus países y querer abrirse camino en el mundo. No es tan difícil ayudar, basta con querer que se ayude, con pedir que suceda.

FP PHOTO / ALBERTO PIZZOL

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