El amor ha sido mi única culpa
De especialmente acertada cabe calificar la elección de la escritora Małgorzata Nocuń por parte del Instituto Polaco de Cultura para inaugurar la I Edición de La Primavera Literaria Hispano-Polaca en la Biblioteca Nacional de España BNE. Como también lo es la decisión del editor Raúl Enrique Asencio al haber apostado por poner al alcance de los lectores en español la cuidada edición de este libro.
Compilación de relatos a partir de diez años de viajes por el inmenso territorio postsoviético, y de ponerse a la escucha de centenares de mujeres con experiencias vitales difícilmente igualables, Małgorzata Nocuń vino a España a presentar su última obra: El amor ha sido mi única culpa. Sobre las mujeres de la antigua Unión Soviética (Ed. La Caja Books, 237 págs). La excelente traducción de Agata Orzeszek y Ernesto Rubio mantienen el formidable pulso narrativo de una escritora sencillamente extraordinaria.
Su minucioso trabajo de campo, desplazándose hasta las ciudades y aldeas más recónditas de aquella inmensa federación que aglutinó a quince países bajo el imperio ruso, lo va coronando con las entrevistas a cientos de mujeres, a las que con grandes dotes de persuasión arranca las confesiones que siempre tuvieron que ocultar a lo largo de sus vidas.
Saca a la luz que existe otro fantasma, el que recorre la memoria de quienes vivieron en aquella Unión Soviética: el silencio de las mujeres que sufrieron el control patriarcal del Estado, la religión y la tradición. Su trauma lo arrastra el tiempo de una generación a otra hasta que un día alguien recuerda, habla y pone nombre a aquello que permanecía acallado.
Małgorzata Nocuń ha hecho de la escucha literatura, espléndida literatura. Ha recorrido el territorio íntimo en el que las hijas heredan de sus madres la memoria del hambre, la miseria, la muerte, y se ha convertido en testigo atenta de una constelación de conversaciones y testimonios que iluminan una cara del siglo XX que permanecía en penumbra. Insuperables sus descripciones del hambre, de la miseria y de la muerte, cuyas frases ahorman los relatos, no para retorcer las entrañas del lector sino, lo que es mucho más difícil, para hacerle copartícipe del conocimiento de las historias de tantas y tantos ciudadanos soviéticos, y que él mismo saque sus propias conclusiones.
Nocuń, que ha compuesto un libro de alta literatura, exhibe un estilo preciso e incisivo, heredero de maestras de la escritura de no ficción como Svetlana Aleksiévich o Hanna Krall. En El amor ha sido mi única culpa levanta un refugio en el que resuena la historia de cerca del millón de partisanas, conductoras y francotiradoras que combatieron en el Ejército Rojo, o de las mujeres soldado que hoy conforman casi un tercio de la milicia ucraniana. De las que atrapadas en el sitio de Leningrado (hoy de nuevo San Petersburgo), recitaban de memoria los versos de Anna Ajmátova para paliar el hambre. De las que ondearon la bandera roja seducidas por la utopía de los sóviets y de las disidentes que acabaron en los sótanos de la Lubianka, el putrefacto corazón del KGB. De todas las “enemigas del pueblo” que perdieron el nombre propio en el gulag o que pasaron su juventud en las fosas de la psiquiatría soviética. Aquí están las voces de un imperio que se desmorona y que tras su derrumbe ha dejado a la vista su estructura de violencia.
La autora no se conforma con interrogar solamente a las que, de una u otra forma, se desencantaron al comprobar la esquizofrenia entre la siniestra realidad que vivían y la propaganda que las anegaba y que muchas veces les obligaron a protagonizar como estandartes. Y encuentra respuestas a menudo tan sorprendentes como lógicas: “No puedo admitir -le dice una exheroína de la URSS- que siempre viví en la mentira y que, cerca ya de mi muerte, he de tirar todo aquello por la borda.”
Relatos dramáticos, a menudo trágicos, pero en donde aquellas mujeres lograron sobreponerse, donde la escasez de hombres provocada por las masivas carnicerías de la guerra, las llevó a compartirlos incluso para obtener la ansiada descendencia, acentuando de paso la ancestral superioridad en Rusia del hombre sobre la mujer, siempre obligadamente sumisa y obediente, desmintiendo de paso aquella falaz propaganda de la igualdad de sexos, plasmada en los uniformes unisexo. En su charla en la Biblioteca Nacional de España, Małgorzata Nocuń lo resume en “aquella gran científica que, tras una agotadora jornada de trabajo en el laboratorio, ayudar en las tareas a los hijos, preparar la cena, lavar los platos y limpiar la casa, le pide perdón a su marido por no haberle podido limpiar los zapatos…”
Y, por supuesto, la autora polaca recoge también la enorme decepción de las mujeres ucranianas, que lucharon codo a codo con los rusos, en la Gran Guerra Patria (nombre con que en la URSS se denominaba a la II Guerra Mundial), y ahora se han visto “invadidos y arrasados por ese hijoputa de Putin”.
Estamos, pues, ante un libro denso, de los que dejan huella, no exento tampoco de las grandes dosis de esperanza que insuflan esas mujeres que lograron sobreponerse a las adversidades más sobrecogedoras. Valga para ello esta cita de una de ellas: “…Antes de la guerra, estaba a punto de convertirme en mujer. Pensaba que tendría los pechos grandes como mi madre. Pero mis pechos se encogieron como si se hubieran secado. En su lugar quedaba una piel marchita coronada por pezones. El vientre era cóncavo y a los lados sobresalían las costillas. Llevaba siete meses sin que me viniera la regla. Había dejado de ser mujer. Después de la guerra me enamoré, pero nunca pude dejar de pensar en el sitio [de Leningrado]. No paraba de recordar los cadáveres congelados en las calles, las personas arrastrándose porque el hambre les había arrebatado la capacidad de andar… Hoy lo llaman depresión”.