Una naturaleza en guerra, como siempre
La escritora leonesa Marta del Riego Anta acaba de sacar a la luz su última novela, “Cordillera” (AdN Editorial, 411 págs.), una historia salvaje y oscura, pero que al mismo tiempo lo es de belleza y destrucción, además de un canto de amor a la naturaleza y especialmente a la montaña, que en este caso es la brutal orografía asturleonesa en la Cordillera Cantábrica.
Esa montaña está en guerra contra el oso y el lobo, contra los que vienen de fuera y contra sí misma. Del Riego arma una trama original, en la que demuestra el profundo conocimiento que tiene de la zona, de sus gentes, de las luchas intestinas y ancestrales que se libran en unos paisajes tan asombrosamente bellos como de una peligrosidad absorbente.
Ha escogido tres personajes principales: Nidia, la última pastora trashumante de su estirpe; Darío, un biólogo que, hastiado de su centro de investigación en Madrid, llega a la aldea para investigar al oso pardo; y la osa con sus crías que habita en lo alto del valle.
El choque entre humanos y no humanos es inevitable, como lo lleva siendo desde hace siglos, pugna que en los últimos tiempos se ha agravado entre los propios humanos: de una parte los habitantes de siempre de aquellas tierras a las que cuidan, y cuyas reses que también cuidan y pastorean constituyen su medio de vida; de otra, los conservacionistas, en su inmensa mayoría habitantes de las ciudades, que consideran al lobo o al oso verdaderos propietarios de un territorio supuestamente arrebatado, cuando no usurpado, por el hombre.
El campesino, concepto en desuso pero que, a mi juicio, sigue definiendo como ningún otro al que vive en y del campo, y que en principio no se opone a que oso y lobo vivan también su vida siempre que no le arruine, se desata cuando le matan no una sino varias cabezas de sus rebaños, y a menudo con ensañamiento y reiteración. No son propietarios de granjas intensivas sino de explotaciones familiares de toda la vida, en las que han llegado a poner y conocer por sus nombres a los animales que les proporcionan el sustento. Esa relación cuasi personal, con denominación individualizada, es la que no se arregla con la escueta indemnización por cabeza degollada, parche paliativo que tampoco suele llegar con la presteza y prontitud debidas.
Dice el también escritor leonés Julio Llamazares que cada vez con mayor frecuencia se encuentra novelas con tramas bien construidas, pero faltas de las emociones que proporcionan las descripciones de los entornos en que se desarrollan.
No es el caso de Marta del Riego Anta, que despierta los sentidos del lector para transmitirle todas las sensaciones. “No hay afirmación más falsa que la de que en el campo todo es silencio”, dice la autora. “Está lleno de vida, de sonidos, tanto los que producen todas las especies animales como el menos notorio de las plantas y la tierra; ver, oír, oler, gustar y tocar todos los elementos que la naturaleza pone a nuestro alcance es algo tan difícil, y al tiempo tan extraño, que no todos lo aprovechan. En realidad, estamos tan acostumbrados al fragor estridente de la ciudad que ya hemos perdido la capacidad de escuchar los innumerables sonidos del campo”.
La autora, que se escapó de su pequeño apartamento en Madrid a su casa y majada de La Bañeza durante la pandemia, para escribir en seis meses la novela, nos cuenta el entusiasmo con el que no pocos urbanitas decidieron también entonces marcharse de sus pisos en la ciudad para comprar o alquilar una casa en el campo, pero también cómo, pasada y olvidada la pandemia, y constatado que su concepción del campo no se correspondía con la realidad que habían encontrado, retornaron y no han vuelto a aquello que incluso calificaron de “experiencia idílica”.
También subraya su empeño en que dos de los tres personajes principales de la trama sean femeninos: la pastora y la osa. Esta última le parece a Marta del Riego mucho más fascinante que el oso. Es ella, la osa, la que hiberna durante tres meses en la cueva que ha escogido, y en ese tiempo ni come ni bebe ni orina ni defeca, hasta que alumbra a su camada, que no siempre es toda ella del mismo padre oso, lo que la escritora estima es una reafirmación de su libertad y autonomía. Traza así un paralelismo con la pastora trashumante, que además de trabajar y desenvolverse como lo haría cualquier hombre, reclama su propia sexualidad, que explota cual fuerza desbocada de la propia naturaleza que la rodea.
Esta novela, que sucede a otras de la misma autora, como “Sendero de frío y amor”, “Mi nombre es Sena” y “Pájaro del noroeste”, suscitará múltiples evocaciones en las generaciones que nacieron o vivieron en los pueblos y aldeas en su niñez y adolescencia, pero también ayudará a los urbanitas a entender, o al menos intentarlo, un mundo del que carecen de recuerdos, y al que los más osados tratan incluso de imponer su supuesta superioridad intelectual y cultural.