Nos quieren muertos
El 4 de junio empieza oficialmente la campaña electoral para las presidenciales de Venezuela, que tienen fijada fecha el 28 de julio para su celebración.
Después de todos los obstáculos y prohibiciones interpuestos por el régimen chavista para evitar la concurrencia de un candidato con posibilidades de desalojar del poder a Nicolás Maduro, éste aceptó finalmente enfrentarse en las urnas a Edmundo González Urrutia, candidato unitario de la oposición antichavista, amadrinado por María Corina Machado, la triunfadora de las primarias, pero inhabilitada y excluida por un régimen que ha proclamado mil veces que nunca permitirá la alternancia en el poder.
Cabe por lo tanto una buena dosis de escepticismo respecto de que tales comicios lleguen por fin a celebrarse, y en tal caso que tengan un mínimo de limpieza democrática.
He seguido la recomendación del Premio Nobel Mario Vargas Llosa, que aconseja leer la novela “venezolana” de Javier Moro a quienes quieran tener una aproximación del drama atroz en que está sumido el país antaño más rico y con la mayor renta per cápita de América Latina.
“Nos quieren muertos” (Espasa, 571 págs.), es efectivamente un gran libro, en el que, a través de la tragedia vivida por Leopoldo López, el principal líder político de la oposición en 2014, se da cumplida cuenta del progresivo hundimiento del país. El autor de obras tan reveladoras como “Era medianoche en Bhopal” (2001), “El sari rojo” (2008) o “El imperio eres tú” (2011) con la que consiguió el Premio Planeta, pisa un terreno que conoce bien, la asombrosamente exuberante, feraz y esplendorosa Venezuela, vivida y recorrida muchas veces desde su infancia y adolescencia.
Moro arranca con un prólogo en el que describe concisamente la lucha política que ya sostuvieron a lo largo del siglo XX antepasados directos de Leopoldo López, páginas breves pero intensas para contextualizar cómo se llegó a lo que las élites venezolanas pensaron que nunca llegaría a suceder en su país: la instalación de una dictadura implacable bautizada como “revolución bolivariana”, cuyos resortes de seguridad serían confiados a la Cuba de Fidel Castro. Los observatorios de derechos humanos cifran en más de seis mil las ejecuciones extrajudiciales realizadas por los sicarios chavistas, además de las torturas que por sistema llevan a cabo los diferentes servicios de policía e inteligencia.
Creyó no obstante Leopoldo López que, entregándose voluntariamente a las autoridades tras una multitudinaria manifestación en la que serían asesinados varios jóvenes por colectivos presuntamente al servicio del chavismo, podría defenderse eficazmente en los tribunales. Por supuesto, eso no fue posible, y la propia fiscal general del régimen confesaría, tras salir ella misma del país, que había sido presionada hasta el extremo para fabricarle pruebas falsas.
El libro, que describe con todo detalle la salida de la prisión, su acogida en la Embajada española y la huida de Venezuela, establece también su eje narrativo en torno a la aparentemente frágil Lilian Tintori, la esposa de López, antigua y famosa presentadora de programas de supervivencia en televisión. Quienes la seguían en la pequeña pantalla conservan en la retina la imagen de una Lilian decidida a que el equipo de su programa no pasara hambre, de manera que tras capturar a una enorme anaconda le secciona la cabeza antes de poner su carne en la parrilla y saciar el hambre de sus compañeros de aventura.
El régimen sabía que, eliminando a López, su tiranía se asentaría sin mayores problemas, bastaría mantener el miedo a base de cercenar cualquier protesta, y derramar con gran despliegue de propaganda una paguita entre los cada vez más numerosos pobres de solemnidad. Son las bolsas denominadas CLAP (Comités Locales de Abastecimiento y Producción), cada vez más reducidas de contenido y donde la carne se sabe que existe pero nunca la han visto. No contaban con la resistencia de Lilian Tintori, de Antonieta Mendoza, la madre del propio Leopoldo, y de su marido. Lilian y su suegra viajaron a todas las cancillerías de países democráticos, muchos de cuyos dirigentes hubieron de recibirlas y saber de sus propios labios la realidad de lo que estaba y está pasando en Venezuela. El padre de Leopoldo López ha sido asimismo la voz del disidente pueblo venezolano en el Parlamento Europeo, en donde su testimonio ha tenido que enfrentarse a los eurodiputados de la extrema izquierda neocomunista, defensores sin tapujos de las dictaduras latinoamericanas siempre que sean de izquierdas.
El exilio forzado de los López lo es también de los más de siete millones de venezolanos que han tenido que huir de la miseria y de la persecución política. Los personajes principales del libro de Javier Moro encarnan el heroísmo de todo el pueblo venezolano. Suponen al mismo tiempo la esperanza en que la pesadilla termine algún día, y que lo sea por procedimientos democráticos. Ojalá fuere así, aunque hay serios motivos para desconfiar de que ello se produzca. Dice el proclamado candidato de la oposición venezolana, Edmundo González, que Maduro exige “garantías” para abandonar eventualmente el poder. No es difícil adivinar que tales supuestas garantías serían las de gozar él, su familia y entorno de total impunidad por los crímenes cometidos, además de gozar sin ser molestado de las colosales fortunas amasadas en estos años de saqueo de las arcas públicas y privadas.
No sólo Venezuela, también por supuesto Cuba y Nicaragua, las dictaduras latinoamericanas son cada vez más difíciles de derrocar. Ya ni siquiera hablan de “revolución”, conscientes tal vez del ridículo que supone seguir prometiendo ese supuesto bienestar revolucionario cuando la gente, sumida en la miseria, se muere literalmente de hambre mientras contempla los excesos de una minoría despiadada y corrupta. Y, como reza el título de la novela de Javier Moro, tales regímenes no dudan en eliminar a cualquiera que amenace su poder totalitario.