Sara y Eva en el transiberiano
Un ojo humano dentro de un pequeño tarro de cristal. Desde luego, no es habitual sorprender a la persona por la que sientes una atracción especial con semejante regalo. Pero así fue cómo la doctora asturiana Sara Gutiérrez demostró su interés a la periodista aragonesa Eva Orúe. Ambas vivían en Moscú, la primera trabajando en el Instituto de Microcirugía Ocular Fiódorov; la segunda, como corresponsal de prensa, un destino que también desempeñaría en Londres y París. Era 1994 y presidía Rusia Boris Yeltsin, el hombre que obligó a dimitir a Mijail Gorbachov, que paró un golpe de Estado y que terminaría por erigir en sucesor a Vladímir Putin, una decisión que él mismo calificaría de “grave error” poco antes de morir.
Con aquel inesperado regalo, Sara le mostró a Eva la limpia belleza de un cristalino. Ambas se descubrieron y Sara decidió proponerle a Eva un viaje imposible de rechazar entonces: recorrer los 9.288 kilómetros (la línea de vuelta tiene 10 kilómetros más) que separan Moscú de Vladivostok, en el tren concebido por el zar Alejandro III, inaugurado en 1916 y solamente electrificado por completo en 2002.
“En el Transiberiano” (Ed. Reino de Cordelia, 413 págs.) y sus correspondientes largas paradas de varios días en Ekaterimburgo, Irkutsk, el lago Baikal, Jabárovsk y Vladivostok transcurre un doble relato entrecruzado: el de la novela de la relación entre ambas mujeres, en un momento en el que tal amor no podía vivirse a la luz del día, y el de la historia misma de Rusia.
Sara escribe esa historia personal aprovechando las propias conversaciones entre ambas, llenas a menudo de anécdotas y chascarrillos divertidos, aprovechando la descripción de los paisajes, del ambiente del tren y de las estaciones, además de la manera de resolver los frecuentes problemas burocráticos, con las correspondientes visitas a comisaría y las habituales amenazas policiales.
Al hilo, Eva se encarga de explicar la historia del tren que vertebró el Imperio. Así lo entendieron los zares Alejandro III y Nicolás II, antes de que durante la Primera Guerra Mundial, tras la Revolución de Octubre y la guerra civil subsiguiente, la línea se convirtiera en campo de batalla. Convierte su narración en un auténtico y documentadísimo reportaje, en el que explica cómo los bolcheviques hicieron del tren una herramienta de propaganda, pero también un medio de castigo y un instrumento de progreso. La red ferroviaria siberiana creció con la construcción del segundo transiberiano (el BAM, Baikal, Amur Maguistral) y de otras líneas más allá de los Urales. Otro zar, Nicolás I, ya había comprendido la importancia de los caminos de hierro para que Rusia se incorporara a la descarnada carrera de la industrialización, inaugurando el primer ferrocarril ruso en 1837, entre San Petersburgo y Tsárskoie Seló, seguido del que uniría Varsovia, parte entonces del Imperio ruso, con la frontera entre Austria y Hungría en 1848.
Treinta años después de aquel viaje, en el que Sara y Eva decidieron unir sus destinos, ambas quisieron repetir el mismo recorrido con ánimo de comparar el estado de aquella inmensa Rusia, recién salida del comunismo, con el actual. No pudo ser. Cuando ya lo tenían todo preparado, el presidente Putin decretó la invasión de Ucrania, “una operación especial para desnazificarla”. Las fronteras se cerraron, tanto para que no entraran observadores extranjeros incómodos como para impedir la salida de las decenas de miles de rusos que no querían ser reclutados para reducir a escombros las ansias de libertad de los ucranianos. La invasión y bombardeo masivo de Ucrania es especialmente doloroso para Sara, que había residido largo tiempo y escrito su tesis doctoral en Járkov, la segunda ciudad del país.
El libro, pues, no ofrece esa hipotética comparativa, pero a cambio muestra una visión muy completa de una Rusia, que entonces estaba sacudida por la caída de la URSS y el desmoronamiento del comunismo. Sus habitantes -reconocen ambas autoras- siempre les manifestaron un arraigado sentimiento de simpatía por España y los españoles, basado sin duda en la convicción de que ambos extremos de Europa, España y Rusia, fueron los que detuvieron en su momento las ansias expansionistas y hegemónicas de Napoleón.
La edición está particularmente bien cuidada; no era de esperar otra cosa de la actual directora de la Feria del Libro de Madrid, Eva Orúe. Cabe resaltar que las autoras escriben lugares, instituciones o expresiones en ruso cirílico, acompañadas de inmediato por su grafía latina y su significado en español, lo que sacia a los lectores más exigentes y anima a los más ansiosos de saber a profundizar en la lengua de Pushkin y Dostoievski.
Como complemento enriquecedor, la amplia selección de fotografías, acompañan tanto el relato sentimental como los principales hitos y lugares por los que el Transiberiano ha marcado la historia de Rusia. “Vladivostok tendría que ser la verdadera capital de Rusia”, declaran ambas en la presentación que hicieron de la obra en la librería madrileña La Mistral.
La razón que arguyen es que ya en 1994 encontraron fascinante y muy avanzada la ciudad de destino final del Transiberiano. “Su proximidad a China, Japón y Corea del Sur -subrayan ambas- muestran una vitalidad y una visión de futuro muy por delante de Moscú o San Petersburgo, ancladas al fin y al cabo en una Europa que pena por seguir el paso de las urbes y mentes más vanguardistas”.