Reformas para el Mercosur: solución o nuevos problemas

Mercosur

Sergio Caballero, Doctor en Relaciones Internacionales y Profesor en la Universidad de Deusto

Pie de foto: Cumbre del bloque comercial del Mercosur en Montevideo, Uruguay, el 18 de diciembre de 2018. REUTERS/MARIANA GREIF

"Análisis Carolina", publicado por la Fundación Carolina

Pocos temas han generado más consensos y han sido más reiterados en el regionalismo sudamericano que la necesidad de una reforma del Mercosur. Ahora bien, tanto los diagnósticos como las posibles soluciones planteadas han sido de lo más variadas y divergentes, al tiempo que representativas, de los diferentes posicionamientos en relación con el regionalismo, así como con el papel específico que cada uno de los países miembros debe desempeñar en la región.

Desde el surgimiento formal del Mercosur en virtud del tratado de Asunción de 1991, este ha recorrido diversas etapas marcadas por los escenarios internacional y regional: desde unos antecedentes en los años ochenta signados por la consolidación democrática y la eliminación de la hipótesis del conflicto argentino brasileño, hasta el alza de los precios de las commodities durante una década bajo el ambicioso y multitemático regionalismo posliberal (2003- 2013), pasando por la creciente interrelación económica en el nuevo regionalismo de los años noventa. Al margen de los rotundos éxitos, escasamente reconocidos, tales como la generación de un espacio de resolución pacífica de controversias y de salvaguardas democráticas (Protocolo de Ushuaia, 1998), además de una agenda social cada vez más amplia —desde el Mercosur educativo hasta la cooperación en salud o las políticas redistributivas vía el Fondo para la Convergencia Estructural del Mercosur (FOCEM),— este proyecto regional siempre ha convivido con la percepción generalizada de su ineficacia y de su incapacidad para satisfacer las expectativas, principalmente las económicas.

Asimismo, otro foco de crítica y fuente de desafección recurrente ha sido el de los constreñimientos generados por un proyecto regional que, aunque netamente inter-presidencialista (Malamud, 2011) y carente de instituciones supranacionales con transferencia de soberanía, limita la capacidad de los Estados miembros para negociar acuerdos extra-regionales de comercio sin contar con el consenso intrabloque. Así, los socios menores y sus estrategias para vincularse con terceros se han visto tradicionalmente supeditados a las agendas y políticas comerciales de Brasil y de Argentina. En Paraguay y Uruguay, donde históricamente ha calado el relato sobre la irresolubilidad de las asimetrías estructurales entre los Estados miembros, se ha visto como una excesiva carga para Asunción y Montevideo estar “comercialmente atadas” a sus socios mayores por la Decisión nº 32/2000 y no poder concluir tratados de libre comercio con actores extrarregionales como el que Uruguay intentó con Estados Unidos en 2006.

Las principales propuestas de reforma

Entre el abanico de planteamientos de reforma en el discurrir del Mercosur han predominado dos posiciones antagónicas: la del reforzamiento institucional del proyecto y la de su flexibilización para su “acomodo” con otros procesos. Ambas propuestas merecen algunos comentarios. Ya desde los años noventa, algunos académicos convencidos de las bondades del regionalismo latinoamericano demandaban una mayor institucionalidad del bloque regional. Aunque el Protocolo de Ouro Preto de 1994 desarrollaba una incipiente institucionalidad, el recurrente rechazo a la supranacionalidad reforzó la percepción del regionalismo como instrumento de state-building más que de region-building, esto es, lejos de superar el ámbito estatal para transferir competencias, aspiraría a reforzar la estatalidad en países con instituciones débiles (Caballero, 2015).

Estas demandas de mayor identidad regional y de ampliación de las agendas a integrar se materializaron de la mano del regionalismo posliberal (Sanahuja, 2009) de principios del siglo XXI. Así, la redefinición del Mercosur (Caballero, 2012) a raíz del Consenso de Buenos Aires de 2003 y la sintonía entre Lula da Silva y Néstor Kirchner puso énfasis en la dimensión ideacional del proceso y aspiró a que la retórica integracionista se reflejara en mayores ámbitos a integrar y políticas a coordinar entre los Estados, e incluso en instancias de cariz intergubernamental, como el Parlamento del Mercosur.

Pie de foto: El presidente de Chile, Sebastián Piñera, durante una conferencia de prensa en la Cumbre de Líderes del G20 en Buenos Aires, Argentina. AP PHOTO/SEBASTIAN PANI

Antagónicamente, desde que el entonces ministro y más tarde presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso promoviera en 1993 el Área de Libre Comercio de Sudamérica (ALCSA), se subrayó la prioridad de la agenda económico-comercial en el Mercosur, más aún en esa década imbuida del Consenso de Washington. De ahí las propuestas de reforma de los “escépticos” del regionalismo mercosureño, que propugnaban la flexibilización y reducción del bloque a un área de libre comercio, en una suerte de “sinceramiento” de los intereses nacionales de cada uno de los Estados miembros, con menos ambiciones y constreñimientos que los que un mercado común o una unión aduanera representaban en la práctica.

El caso paradigmático fue el de Domingo Cavallo, ministro de Economía del presidente argentino De la Rúa durante la crisis de 2001, cuya propuesta para el Mercosur implicaba indirectamente su desmantelamiento. Como es bien sabido, la redefinición del Mercosur a partir de 2003 bajo el paraguas del regionalismo posliberal alejó esa posibilidad de “desescalar” lo ya integrado en el bloque regional.

 El giro liberal-conservador: Macri-Temer

Frente a esta disyuntiva entre “más (y mejor) Mercosur” o “menos (y más flexible) Mercosur”, el último lustro ha traído una coyuntura novedosa. Después de más de una década de predominio de gobiernos progresistas en la región, en el lapso de menos de un año (desde finales de 2015 hasta mediados de 2016) llegaron a la Casa Rosada y al Palacio de Planalto nuevos inquilinos (Mauricio Macri y Michel Temer, respectivamente), quienes imprimieron un giro liberal-conservador a sus políticas exteriores y, por ende, a su forma de ver el Mercosur.

En este marco, la principal demanda de reforma del Mercosur que impulsaron el presidente argentino Macri, el presidente brasileño Temer, el Frente Amplio uruguayo —ya incluso desde la presidencia de Mujica— y el presidente paraguayo Horacio Cartes fue el establecimiento de vínculos más estrechos con la Alianza del Pacífico. En ese clima se materializó, por ejemplo, el acercamiento entre Mauricio Macri y Michelle Bachelet como respuesta a la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca.

Se reeditó así la aspiración de un área sudamericana, dada la percepción generalizada de que la Alianza del Pacífico es una plataforma económico-comercial exitosa y muy beneficiosa para sus integrantes. El hecho de configurarse como una estrategia exportadora hacia Asia Pacífico se tornó especialmente deseable en la región, debido a la crisis económica por el fin de los precios altos de las commodities, además de otros factores coyunturales y estructurales.

Pie de foto: El presidente de Argentina, Mauricio Macri, pronuncia un discurso durante la apertura de la Segunda Conferencia de Alto Nivel de las Naciones Unidas sobre la Cooperación Sur-Sur en Buenos Aires, Argentina, el 20 de marzo de 2019. AFP/ JUAN MABROMATA

En este sentido, hay que subrayar que, a partir de 2015, el escenario regional (e internacional), impregnado a su vez de las lógicas proteccionistas del presidente estadounidense Trump, reforzó unas políticas exteriores reduccionistas, economicistas y pragmáticas, focalizadas en “surfear” la crisis aumentando las exportaciones, y presentándose como Estado fiable para recibir inversiones extranjeras.

Ese fue el intento de Macri de “reengancharse al mundo como si fuera un Estado normal” y también el deseo de Uruguay y Paraguay, al solicitar ser miembros observadores de la Alianza del Pacífico y liberarse del corsé de la Decisión nº 32/2000 del Mercosur. Por su parte, en Brasil, la todopoderosa Federación de Industrias de Sao Paulo (FIESP), que siempre había ejercido su función de lobby sobre las políticas comerciales brasileñas y promovía políticas más o menos proteccionistas según la competitividad de las empresas brasileñas, adquirió un papel aún más significativo.

Como señaló un prestigioso académico tras conversaciones con diplomáticos brasileños, la diplomacia de Itamaraty se convirtió bajo Temer en un tentáculo de la FIESP, esto es, en una forma de proyectar al sector económico en el marco de las relaciones internacionales. Así pues, el escenario que se perfiló en 2016, más allá de las voces que seguían apostando por una mayor integración del Mercosur, se resume en la gestación de una suerte de consenso entre los tomadores de decisión que apuntaba a generar “geometrías variables” y explorar las sinergias entre el Mercosur y la Alianza del Pacífico para estrechar lazos y, con el tiempo, explorar la idoneidad de algún tipo de fusión. Esta apuesta, en cierta manera, implicaría la flexibilización de los constreñimientos que llevaba implícitos el Mercosur.

Así, con un deliberado énfasis economicista, se concluía que el Mercosur debía configurarse como una plataforma para impulsar relaciones económico-comerciales para cada uno de los Estados miembros y no como un ámbito de construcción identitaria regional. Un claro ejemplo de esto fue el renovado impulso de los gobiernos del Mercosur a las inconclusas negociaciones con la Unión Europea a lo largo de 2017 y 201817, a pesar de los infructuosos resultados obtenidos.

La irrupción de Bolsonaro

No obstante, la creciente desafección político-institucional que generaron las demandas insatisfechas de las clases medias y los casos de corrupción manifiesta abocaron a un nuevo escenario de incertidumbre donde el proyecto original del Mercosur pasó a desempeñar un papel, si cabe, más marginal, en la medida que el foco no está ya en la región como sujeto político, sino en las estrategias y prioridades estatales emanadas desde cada cancillería. La victoria de Jair Bolsonaro en las elecciones presidenciales brasileñas de 2018 removió el terreno de la política no solo brasileña, sino también regional.

Frente a la apuesta de sus tres socios del Mercosur por un proyecto inclusivo, liberal y multilateral, desde Brasilia se subrayó la importancia de la prioridad nacional, la cruzada ideológica y el despliegue de un bilateralismo selectivo en la agenda exterior del nuevo inquilino de Itamaraty, Ernesto Araujo. La onda expansiva de Bolsonaro llegó incluso a otros socios como Chile, donde el propio presidente Sebastián Piñera giró de una posición más matizada y prudente respecto al ascenso de Bolsonaro a una creciente “derechización” de su discurso en consonancia con el mandatario brasileño.

Por otra parte, más allá de las tensiones internas en el Ejecutivo brasileño, se adoptaron decisiones que erosionaron el tradicional vínculo Buenos Aires-Brasilia, como el hecho de que el primer viaje oficial no fuera a Argentina, sino a Chile, con la intención de mostrar el fervor del ministro brasileño de Economía, Paulo Guedes, por las recetas de los Chicago boys implementadas desde Santiago durante la dictadura pinochetista y que él mismo conoció in situ. En la misma línea, el ministro Guedes ya afirmó que “el Mercosur no era prioritario” —aunque posteriormente tuviera que desdecirse—, lo cual implica no tanto una acción de reforma como una suerte de jerarquización de la importancia de las relaciones exteriores brasileñas con otros socios, donde los vínculos con Argentina, Uruguay y Paraguay quedan en un escalón inferior.

Pie de foto: El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, en el Palacio de Planalto en Brasilia, el 9 de abril de 2019. AFP/EVARISTO SA

No obstante, el Mercosur es lo suficientemente importante para las exportaciones brasileñas como para que Bolsonaro recientemente consensuara con el presidente paraguayo, Abdo Benítez, la necesidad de flexibilizarlo durante su encuentro de marzo de 2019 en Brasilia. Asimismo, también el ministro Guedes manifestó su intención de flexibilizar el Mercosur, prescindiendo de la Decisión nº 32 que, como se ha apuntado, es una pretensión que gozaba ya del beneplácito de los socios menores.

Así pues, aunque por motivaciones diferentes, se acercan a un consenso sobre cómo reducir los constreñimientos económico-comerciales que genera un proyecto que en su origen, de hecho, aspiraba a ir más allá de lo estrictamente económico-comercial. En esta dirección de desmantelamiento y de priorización comercial, el presidente Bolsonaro en su reciente visita a Estados Unidos prometió el acceso de trigo estadounidense libre de aranceles mercosureños.

El hecho de prescindir del arancel común del 10% siquiera sin informar a Argentina, su principal proveedor de trigo intra-Mercosur, no solo implica una falta de tacto diplomático y un mensaje de su prioridad hacia Estados Unidos en detrimento del proyecto subregional, sino que en última instancia corrobora que las normas del bloque solo se respetan si son funcionales para los intereses nacionales y, en caso contrario, las obligaciones son susceptibles de ser ignoradas. Al mismo tiempo, la percepción de mayores riesgos con el nuevo inquilino de Planalto también ha modulado las posiciones y perspectivas de los otros actores implicados. Así, un Macri otrora impulsor de la flexibilización del Mercosur en conjunción con Temer (como se indicó), ha matizado últimamente este entusiasmo, y subrayado más la necesidad de la asociación estratégica entre Argentina y Brasil, que la necesidad de imprimir intensidad a las reformas del bloque.

Sin embargo, al igual que se señalaba con el presidente Piñera, también Macri ha “bolsonarizado” parcialmente su discurso en temas como Venezuela donde ha “sido más enfático que su homólogo brasileño al calificar a Maduro de ‘dictador’”. Como señalaran algunos economistas, en otros periodos la discusión sobre las reformas se centraba solo en alguna de las carencias del Mercosur.

Hoy, en cambio, se plantean todas a la vez: la imperfecta unión aduanera que no favorece el desarrollo competitivo, las limitaciones a la hora de negociar con socios extraregionales, y las deficiencias propias del comercio intrarregional. Además, el ramillete de opciones planteadas es lo suficientemente amplio como para poder oscilar entre posiciones individualistas y rupturistas y posiciones más tenues y reformistas. Eso sí, en cualquier caso “el mantenimiento del statu quo no parece ser una opción plausible ni sostenible”, aunque en última instancia la dirección adoptada dependa más de las estrategias integrales de política exterior de cada país que de la agenda estrictamente comercial.

Reflexiones finales

La recurrente reivindicación de la necesidad de reformar el Mercosur puede interpretarse como prueba de su ineficacia, pero también denota que los sucesivos presidentes han entendido que era un esquema regional útil y susceptible de tomarse en cuenta. En este sentido, sobran los ejemplos de proyectos regionales que directamente se han desechado o han padecido el intento de crear nuevas estructuras que se superpongan y “entierren” los logros de experiencias previas, como pudiera ser el caso del Foro para el Progreso y Desarrollo de América Latina (Prosur) en contraposición a Unasur.

Sin embargo, el hecho de que desde distintos enfoques e ideologías se apueste por reformar el Mercosur prueba tanto su resiliencia como el reconocimiento implícito de la razón de ser de este proyecto de regionalismo sudamericano, a partir del eje Buenos Aires-Brasilia que aspira a irradiar al resto del Cono Sur o incluso a toda la región sudamericana. Dicho lo cual, y más allá de las altisonantes declaraciones de Bolsonaro, pareciera que se ha gestado una suerte de consenso sobre “para qué” sirve el Mercosur en la coyuntura actual. Desterrado el ciclo progresista y las ambiciones de construir una identidad regional fuerte y un sujeto político regional con actorness, el escenario político mundial de cuestionamiento de la globalización (Sanahuja, 2017), en el marco del cual surgieron personajes como Donald Trump, también ha repercutido sobre la idoneidad y funcionalidad de estructuras como el Mercosur.

En esta nueva situación, se adivina cierto consenso en la reforma del Mercosur hacia una plataforma de proyección de política exterior reduccionista y de cariz netamente económico donde, lejos de generar ataduras o compromisos regionales, actúe como una arquitectura desde la cual desplegar un bilateralismo selectivo para exportar y comerciar con los socios extrarregionales más atractivos desde las lógicas del mercado.

En este camino, lo que quizás olvidan estos impulsores nacionalistas de miras estrechas es que la capacidad de negociación internacional no es la misma cuando se habla en nombre de “un solo Estado” (por grande que sea Brasil, por poner un ejemplo), que cuando se representa a una región y se cuenta con una mayor legitimidad y representatividad (a la par que un mercado más amplio). En otras palabras, la razón de ser y la idoneidad del regionalismo precisamente descansa sobre la asunción de que estar unidos (negociar conjuntamente) es un medio para ser más fuertes en el entorno internacional y actúa también como mecanismo defensivo para generar desarrollo en un mundo con una economía globalizada.

A pesar de atravesar tiempos de creciente incertidumbre, pudiera ser que el regionalismo fuera el último baluarte frente al riesgo de creciente irrelevancia de estos países en el hipotético caso de que un escenario de fragmentación político-comercial y multilateralismo selectivo se fuera consolidando. Ante esa hipotética tesitura, habría que volver a revisitar entonces hacia dónde y bajo qué premisas se reformaría el Mercosur.

Referencias bibliográficas

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