El Reino alauí celebrará elecciones legislativas, regionales y locales el próximo 8 de septiembre en las que probará su firmeza institucional ante la inestabilidad regional

Las elecciones marroquíes, una oportunidad para reivindicar el papel regional de Rabat

Ballot boxes in Morocco

Marruecos afronta el próximo 8 de septiembre una triple celebración electoral por primera vez en su historia. Cerca de 18 millones de marroquíes están llamados a las urnas para escoger a sus representantes a tres niveles: local, regional y legislativo. Toda una conquista atendiendo a la región en que se produce, el Magreb, marcada a fuego por los múltiples obstáculos contra el aperturismo democrático. En esa senda se encuentra la sociedad marroquí, que, aunque tímidamente movilizada, tratará de poner nombre y cara a los encargados de ocupar las instituciones para los próximos cinco años.

La correcta celebración de los comicios constituye todo un reto para el Reino alauí, pendiente de desplegar una organización a la altura para albergar tres votaciones simultáneas y ofrecer una imagen de vigor institucional. Para ratificar el proceso estarán presentes cerca de 4.600 observadores acreditados pertenecientes a más de 70 organizaciones internacionales, repartidos a su vez por las 12 regiones en las que se divide el país norteafricano. En juego, 395 plazas en el Parlamento y 31.000 cargos públicos diseminados por distritos y provincias.

Tres formaciones políticas combatirán por acceder al Ejecutivo. Los islamistas del Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD), liderado por el actual primer ministro Saaeddine Othmani y respaldado por las clases medias de las zonas urbanas, ostentan el cartel de favorito. Siguiendo su estela, la Agrupación Nacional de Independientes (RNI), de centroderecha, y el Partido de la Autenticidad y la Modernidad (PAM), de tendencia izquierdista, tratarán de aglutinar el sentir mayoritario del electorado. No obstante, el escenario previsible pasa por la formación de un Gobierno de coalición similar al surgido de las urnas en las elecciones de 2016.

Hasta 32 partidos se presentarán a las próximas elecciones, una muestra de la aparente permisividad del sistema. El Parlamento es, por su parte, una mezcla heterogénea, un mosaico ideológico donde conviven un total de 12 formaciones políticas de distinto signo político. Desde islamistas hasta liberales, pasando por nacionalistas. De nuevo, un reflejo del amplio sentir de la sociedad marroquí y la eliminación definitiva de la dualidad reinante entre autocracia y parlamentarismo, aún presente en la política regional. En este sentido, la atomización partidista que experimenta la Cámara baja tenderá a acrecentarse después de la aprobación en marzo de una controvertida ley electoral que regirá los próximos comicios.

Aprobado por mayoría en la Cámara de Representantes ante las duras críticas de los partidos mayoritarios, el nuevo decreto modifica ostensiblemente el método de cálculo electoral. Antes, los escaños conseguidos por una formación dependían del total de votantes que ejercían su derecho a voto, sin embargo, ahora lo harán en función al número de votantes inscritos para la votación, introduzcan o no la papeleta en la urna. Una medida que favorecerá el reparto igualitario de escaños alimentará la dinámica de fragmentación política y debilitará la autoridad del Parlamento.

Los defensores de la nueva ley electoral alegan que esta dará pie a un avance democrático mediante el bloqueo de los grandes transatlánticos políticos que obstruyen, en muchos casos, el correcto funcionamiento institucional y carecen de un proyecto de país a largo plazo. Los ejemplos que corroboran esta tesis, según esta versión, recaen sobre Túnez y Egipto, dos países que hicieron frente a la Primavera Árabe y trataron de importar el modelo de las democracias occidentales, dando como resultado un sonado fracaso. Uno hizo frente a un golpe de Estado; otro atraviesa horas críticas tras el viraje del presidente Saied.

El ecosistema revolucionario de 2011 también influyó en la política marroquí. El rey Mohamed VI propuso una nueva Carta Magna. Finalmente aprobada mediante referéndum, la Constitución otorgó amplias prerrogativas al Parlamento y al poder ejecutivo, sin embargo, el monarca mantuvo el grueso del poder. Tanto es así que Mohamed VI tiene la potestad de disolver la legislatura, gobernar por decreto y destituir o nombrar al primer ministro y sus miembros del gabinete. Además, el monarca se erige como “Comandante de los fieles”, líder espiritual, y jefe de las Fuerzas Armadas, líder militar.

Mohamed VI traza las líneas de la política nacional y dirige con mano de hierro el papel exterior del Reino alauí, difuminando de esta forma el poder de las instituciones. Aunque la Constitución sitúa a Marruecos como una monarquía parlamentaria donde, sobre el papel, impera la separación de poderes, voces internas respaldan el fuerte liderazgo que reivindique el buen funcionamiento institucional de Rabat para poner de relieve el oasis de estabilidad que representa en una región minada. El Hirak en Argelia y crisis constitucional en Túnez contrastan con la quietud de su vecino marroquí. Un papel desde el que debe hacerse fuerte.