La democracia en Oriente Medio: game over?
En 1881 el gran reformador musulmán Muhammad ‘Abduh publicaba en la gaceta egipcia Al-Waqāʾiʿ al-Miṣriyya una editorial que podría haber sido escrita hoy. Reflexionando sobre el sistema de gobierno democrático, puso como ejemplo a dos países que consideraba polos opuestos: Estados Unidos y Afganistán. Tras alabar la democracia estadounidense por velar por los derechos de sus ciudadanos, ‘Abduh se manifestaba en contra de implantar tal sistema en el país asiático, puesto que los votantes afganos solo pensarían en el interés de su familia y su tribu, y no en el bien común. Y explicaba: “Tal es la condición de las naciones que se han acostumbrado a que las riendas del poder estén en manos de un rey, un príncipe o un visir al que no le preocupan los intereses de la nación. … Para que los afganos alcanzasen el nivel [político] de los estadounidenses, harían falta siglos a fin de popularizar las ciencias, domesticar las mentalidades, someter los apetitos y propagar los ideales, de modo que se formase en el país lo que se denomina ‘opinión pública’. Sólo entonces sería adecuado para Afganistán lo que es adecuado para los Estados Unidos”.
Podemos objetar a la idealización de la democracia estadounidense – el cual, por otra parte, ha tenido sus propias dificultades en tiempos recientes –, pero los sucesos de las últimas dos décadas parecen dar la razón a las dudas de ‘Abduh sobre la viabilidad del sistema democrático en países en los que no surge de forma orgánica.
Comencemos nuestro repaso por Afganistán e Irak, dos notorios ejemplos de exportación de la democracia por parte de EEUU. En el primero, el resultado ha sido una cleptocracia sin legitimidad que, además, podría no sobrevivir sin el apoyo militar de su patrocinador, como hemos estado viendo estas últimas semanas. En el segundo ha surgido un sistema político casi tan corrupto como el afgano y marcadamente sectario, cuya opresión de la minoría suní alimentó la emergencia de Daesh, e incapaz de proporcionar electricidad y agua a sus ciudadanos, que en la actualidad soportan temperaturas que pueden superar los 50 grados.
Continuemos con la Primavera Árabe, que inspiró tantas esperanzas en 2010-11. El pueblo egipcio se deshizo Hosni Mubarak y se apresuró a celebrar elecciones que, ante la desorganización de los revolucionarios de izquierdas, otorgaron una victoria aplastante a los Hermanos Musulmanes. Estos gobernaron de manera autoritaria, negándose a dialogar con fuerzas políticas no religiosas, e imponiendo una nueva Constitución que no garantizaba los derechos de las mujeres ni las minorías. Tras un año en el poder, los islamistas eran tan impopulares que las manifestaciones en su contra excedieron en su tamaño a las que derrocaron al dictador, permitiendo que otro hombre fuerte, el general Abdel Fatah al-Sisi, asumiese el mando.
A pesar de su brutal represión de cualquier voz discrepante, Al-Sisi obtuvo la aquiescencia de muchos egipcios apuntando al cruento desenlace de la revolución en Libia y Siria. Los libios se alzaron contra Gadafi, que murió linchado por su propio pueblo, pero el país no tardó en sumirse en una guerra civil alimentada por potencias regionales y mundiales con agendas contrarias que lo dividió y pauperizó. Los sirios no consiguieron derribar el régimen baazista, y la interferencia de las mismas potencias mantuvo a Bachar al-Asad en el poder y convirtió un proyecto político inclusivo en una sanguinaria yihad.
Más recientemente en Túnez, considerado el único éxito de la Primavera Árabe, meses de bloqueo institucional y la crisis económica y sanitaria provocaron manifestaciones multitudinarias que culminaron en la destitución del primer ministro y la suspensión del Parlamento. El presidente Kais Saied invocó la Constitución, que le otorga poderes extraordinarios en caso de emergencia, y su decisión ha sido popular. Sin embargo, la mayoría de los partidos tunecinos y algunos observadores han calificado su acción de golpe de Estado, comparándola a los sucesos en Egipto.
Otro caso a recordar es el de Líbano, que vive lo que el Banco Mundial ha calificado como una de las peores crisis económicas en los últimos 150 años. La lira ha perdido el 90% de su valor en los últimos dos años, y casi la mitad de los libaneses vive bajo el umbral de la pobreza. La explosión en el puerto de Beirut que devastó gran parte de la ciudad hace un año, dejando centenares de muertos, miles de heridos y cientos de miles sin hogar fue un síntoma particularmente dramático de la ineptitud y falta de escrúpulos de una clase política que se mantiene en el poder desde hace décadas gracias a un sistema “democrático” basado en cuotas sectarias.
Con frecuencia, las elecciones en países no occidentales no resultan en gobiernos interesados en la prosperidad de sus ciudadanos. Ya sean elegidos democráticamente o no, los gobernantes tienden a usar el poder para enriquecerse, alimentar el clientelismo y, a menudo, favorecer a un segmento de la población sobre las demás. Poder votar cada cuatro años significa poco para quienes carecen de trabajo, seguridad y servicios esenciales. La consiguiente frustración de la ciudadanía debilita la legitimidad del sistema democrático, identificado con la corrupción, la arbitrariedad y la ineficacia.
Las elecciones libres no garantizan la buena gobernanza en ausencia de otras instituciones necesarias: Partidos políticos que ofrecen alternativas ideológicas y se reconozcan mutuamente como legítimos, en lugar de populistas que pretenden hablar en nombre de Dios y/o se erigen en el representante legítimo de una comunidad étnica o religiosa, convirtiendo la política es un juego de suma cero. Una sociedad civil desarrollada, abierta al diálogo y a la conciliación. Tribunales imparciales que velan por el Estado de derecho. Medios de comunicación independientes y responsables que gozan de libertad de expresión. Y una población mínimamente instruida.
Hablar de educación puede sonar despectivo y paternalista, sobre todo cuando muchos sistemas educativos occidentales no parecen prevenir la hostilidad hacia la ciencia o la popularidad de teorías de conspiración. Sin embargo, debemos recordar que cuando el ejército estadounidense invadió Afganistán e Irak, la tasa de analfabetismo alcanzaba los dos tercios de la población adulta en el primero, y una cuarta parte, en el segundo. Esta última cifra es similar a la de Egipto en 2011, mientras que en Siria uno de cada cinco adultos no sabía leer o escribir. E incluso para la población alfabetizada, la educación en la región se basa en la memorización y la repetición y no promueve la creatividad o el pensamiento crítico.
Los países con bajos niveles de educación tienden a ser más pobres, más desiguales y más violentos, es decir, un ambiente que hace difícil la existencia de un sistema político sano. Por este motivo, ‘Abduh cerró su editorial centrándose en este tema: “Nuestros intelectuales, que quieren que nuestro país imite a Europa, fracasarán. ... Pasará el tiempo y la nación continuará en su estado anterior, aunque podría haber alcanzado un estado mejor si se le hubiera permitido seguir su evolución natural. Quien quiera el bien del país sólo tiene que perfeccionar su educación; después de eso, vendrá el resto”.
En conclusión, interferir en los asuntos de otros países o, peor, tratar de imponer una determinada forma de hacer las cosas no solo no funciona, sino que es contraproducente. Por el contrario, ayudar en el desarrollo de la educación y el acceso a las tecnologías de la información y la comunicación moderna puede ser un medio eficaz de contribuir al surgimiento orgánico de un sistema democrático.