Análisis social y político sobre el proceso colonizador en América Latina

La continua desigualdad en América Latina: ¿colonización o negativa aculturación política?

Atalayar_América Latina

América Latina padece una persistente desigualdad.

Las sociedades latinoamericanas vienen deflactando desde décadas la profunda desigualdad que azota a la región. Existe a la sazón un innegable esfuerzo desplegado por la sociedad civil, tribunales constitucionales e instituciones que han puesto en marcha un formidable aparato de emancipación y cambio social. Sin embargo, la desigualdad parece metamorfosearse, reciclarse y gozar de buena salud. ¿A qué se debe este fenómeno? 

La epistemología que se excluye

Daryush Shayegan dijo: “La luz viene de Occidente”. No quiero con esta afirmación parecer antropocentrista ni occidentalcentrista. Pero tenemos que saber que tenemos algunas singularidades que nos diferencian de los demás. Piensen que, cuando Descartes inicia su enorme anuncio sobre lo que existe lo hace epistemológicamente. Empieza a preguntarse: ¿qué tenemos que entender? y contesta: “Tenemos que entender nuestro propio entendimiento”. Es decir, crear una autorreflexión capaz de develar lo que está ahí que se ignora. Existen saberes, cierto que así es. Pero solo nuestro sistema de pensamiento se ha preocupado por la epistemología. Los “temas epistemológicos” siempre son temas para nosotros. Es la manera que hemos encontrado para poner espacio entre nosotros y los mitos. Para construir quiénes somos. Porque a diferencia de muchas culturas, en Occidente no nos limitamos a vivir el mundo, lo vivimos y entendemos. Esta última es nuestra gran novedad: ser una humanidad creada. Pero creada por si misma a lo largo de un proceso de tres siglos reflexivos y sumamente violentos de acción. Donde las innovaciones morales, políticas y técnicas son constantes. 

La epistemología y su relación con la histórica política son parte de la novedad de lo nuestro. Es quizás la característica más importante que hemos construido. Nietzsche, por ejemplo, fue el primero en presentarlas. La “conciencia histórico-política”, como llama Mary Beard a la epistemología política, es la articulación de las ideas para atacar con ellas el inmemorial pasado que se presenta reenvasado. Porque la epistemología política es valedora de la democracia. Nos ayuda a entender, desde la clave cartesiana y a veces hegeliana, como la justicia e injusticia; la desigualdad, opresión y precariedad; y el individualismo o formas sociales han dado forma a un momento de la humanidad que llamamos historia. Por lo tanto, sin la incardinación de la “colonización” en la perspectiva política de la epistemología, no entenderemos la importancia de haber superado esa etapa que hizo parte de nuestro proceso civilizatorio. 

Sin la epistemología política jamás lograremos entender que, aunque perdimos muchísimo en la fase colonizadora, aquella fue la condición de posibilidad que logró un posterior proceso de racionalización política. No mirarlo en esta perspectiva, es dar un salto a la regresión que en ocasiones nos ubica en un discurso esencialista y relativista cultural. Lo que implica desde Wellmer, rememorar la naturaleza de un “sujeto libre” que todavía se cree “esclavo”. De ahí que todavía entendamos la colonización como un proceso de construcción de una identidad perdida que debe ser completada por neorelatos. Así planteado, el estudio de la colonización no debe limitarse a la descripción de un tipo de injusticia que solo el sentido del tiempo hizo posible. Aunque tampoco debe ignorarse. La colonización y sus procesos deben ser comprendidos desde el marco de la epistemología política como etapa de la refundación del concepto de humanidad. Desde abajo del todo como afirma Marcela Lagarde.

La “colonización” y el mundo antiguo

Fijémonos por ejemplo en las preguntas cardinales de la ciencia ¿cómo es posible el orden de las ideas y de las cosas?, ¿cómo es posible conocer nuestras posibilidades en el orden de la naturaleza? Descartes hizo estas preguntas. La intención fue correcta. Porque en toda ciencia debe haber un discurso bien hilvanado de lo que parecen verdades que tienen que ser evidentes y, por lo tanto, en su orden, demostradas. Así funciona la razón, así han de funcionar el saber y la ciencia. Pues bien, el sentido epistémico acompañado de una gran acción humana permitió a Europa renunciar a los fundamentalismos tras la llegada de la Paz de Westfalia (1648). Y en algunos lugares de las Américas ha logrado irracionalizar la desigualdad social, política y económica. Chile viene siendo producto de esto. No obstante, cabe plantear otra pregunta cardinal ¿Analizamos el fenómeno de la colonización en el marco de lo epistémico-político? 

La actual hermenéutica latinoamericana brinda una respuesta distinta. Presenta como fenomenología explicativa un relativismo cultural denominado “teoría decolonial” cuyo centro epistémico está en autores como Spivak, Sousa Santos y Grosfoguel (entre otros). Para Grosfoguel “la descolonización es la superación de todas las jerarquías de dominación y la refundación de una nueva civilización originaria justa e igualitaria”. Es un orden teórico que no asume la colonización como un proceso de ruptura civilizatoria para la aparición de una autoconsciencia moral y política. Sino como un tipo de dominación que debe ser objeto de depuración constante. Es una válida explicación, pero preocupada por construir una nueva era que centra la decolonialidad en una criba cultural (con relación a las demás culturas) que no somete al tribunal de la depuración lo nativamente heredado. 

No es común ver en el discurso decolonial cuestiones referidas a ¿puede ser la desigualdad al interior de los pueblos y comunidades propias un mal uso inveterado que simplemente han heredado? No se “discuten las reglas de la tribu”, en palabras de Celia Amorós. Al mismo tiempo enfatiza en aspectos materiales del poder como si solo fueran inherentes al modelo occidental. El discurso decolonial transmite voluntariamente o no, una versión romantizada de las sociedades pre-coloniales. Desconoce o minimiza las jerarquizaciones y discriminaciones en el interior. Y puede enmascarar, en nombre de una “cultura autóctona no occidental”, rasgos de desigualdad.  La razón nativa escapa de cualquier posibilidad de diálogo, por citar la “ética discursiva” de Habermas. Y la única manera de estudiarla es aceptándola sin ningún tipo de interpelación. Se afirma que aquella es la expresión de “culturas puras” o formas de pensamiento superior. Pasando aseverar que hay “sujetos pre-colonizados/post-colonizados” y que la interpelación entre razón moderna y nativa es improbable. Es como si las personas nativas (entre otras) estuvieran fuera del consenso democrático por estar hechas de otra pasta. ¿Qué nos separa de los indígenas o pueblos nativos? Racionalmente nada. Somos genéricamente humanos. Solo nos diferencia un relato origen. 

Desde mi punto de vista quisiera señalar la existencia de cierta explicación relativista que presenta a otros seres humanos como la encarnación de sagradas prácticas proverbiales incapaces de ser interpeladas. Conducta que no es homologable por el sistema democrático universal. Porque se acepte o no la democracia es un racionalismo político. Así desde un total irenismo, la teoría decolonial acepta sin interrogación todo cuanto viene en nombre de la “identidad aborigen”. Esto no está mal. Nada hay de negativo en las “realidades otras”. Pero la ausencia del “factor interpelación” es un craso error en el análisis de las diferencias humanas. Porque ninguna ha nacido lo complemente deflactada como para presentarse como buen producto. No hay pureza en los orígenes. La pureza de los orígenes es un mito, dijo Nietzsche. Lo que siempre vamos a encontrar al comienzo histórico de las cosas no es la identidad aún preservada de su origen. Sino la discordia de las cosas, el disparate. Aida Hurtado lo afirmó: “Pretender descubrir en la raíz de lo que conocemos y de lo que somos la verdad y el ser, convierte el conocimiento en crítica y el mito del origen en una estrategia de autoafirmación identitaria”. Así planteado, pareciera que la teoría decolonial confundiera “identidad étnica” con “identidad étnica como ficción metafísica”. Por lo que es común analizar en todos los discursos decoloniales una fascinación por una “estética metafísica” pero cualquier crítica o interpelación hacia la “ética nativa” es inadmitida. 

La teoría decolonial no puede reducirse al discurso de la fascinación que sucumbe a lo extático. Que romantiza todo por un origen. Porque no habitamos un mundo exclusivamente metafísico. Somos instituciones, comportamientos, reglas y costumbres. Todo debe pasar por el tribunal de la razón. Y sabemos lo que es la razón porque la Modernidad nos ha hecho cargo de ese enorme monto reflexivo en que consistimos. Conocemos muy bien cómo se vive según los relatos legendarios porque son nuestro pasado directo. Los derechos que hoy llamamos “humanos”, por ejemplo, tuvieron que romper epistémicamente con su pasado “divino”. No somos súbditos ni adoradores. Y aunque oremos somos gentes de las ideas con culturas susceptibles de interpelar y convivir. En eso consiste el hábitat democrático. 

El análisis epistémico de la colonización debe ser entonces intelección del pasado y, por tanto, capacidad de comparación crítica. Es constatar cómo transcurrió el pensamiento-acción y cómo este ha modulado las pautas morales de quienes han vivido en un momento especifico de la historia. Es admitir que no somos tan distintos que no tenemos una extraordinaria dignidad metafísica. Sino que dejamos en el pasado un proceso de opresión que a nativos y “no nativos” nos permitió evolucionar hasta civilizadas maneras de habitar el mundo. Porque ninguna cultura del pasado, incluso la nuestra, es susceptible de ser reconocida como “abierta”. Eso jamás existió. Es como el mito del “matriarcado” de Bachofen. En un lugar como América Latina tenemos que desprendernos de esa idea que afirma que antes existieron “culturas puras”. Aunque no falta el que encuentra a las completamente “incluyentes”. Lo que con mala fe se oculta es que llevamos siglos depurando y deflactando la violencia entre grupos humanos. Porque nada de lo que vemos es consecuencia del “sentido común”. La modulación de nuestros tipos sociales es producto de nuestras formas racionales de habitar el mundo. De ahí que veamos en ciertas sociedades donde la irracionalidad es de tan pasmosa ferocidad, la barbarie del mundo antiguo. Piensen en la inmensidad de la violencia del Medio Oriente que no es ninguna broma. 

Lo nativo no es sinónimo de “avanzado” y lo avanzado no es “emancipatorio”. La conducta humana antes de que el pensamiento racional apareciera era mecánica. Son los excesos de la lógica de la identidad los que han conceptualizado, incluso desde planteamientos decoloniales, que las personas son entes metafísicos y no procesos relacionales. La identidad formulada como relativismo cultural siempre se opondrá a la moral ilustrada para plantear que aquella es un universal ideológico. Todo para negar que no ha sido la racionalidad la que ha logrado los avances igualitarios. Sino las identidades y sus relativismos. Piénsese por ejemplo en Fray Bartolomé de las Casas ¿no vindicó la igualdad indígena? pero ¿qué sucedió con su vindicación? Su adelantado igualitarismo no prosperó porque no encontró suelo fértil, la racionalidad política no era el discurso de develación. Sino que su semilla cayó en el duro suelo de bronce de una sociedad estamental. Lo mismo ocurrió con las mujeres antes de la Ilustración. Christine de Pizan lo vivió en carne propia. Hasta hace poco la esclavitud era un derecho y a los homosexuales los apedreaban, bueno, aún los estrangulan en ciertos tipos sociales. Antes de la Modernidad encontraremos la rebeldía de los oprimidos y en el caso que nos convoca, avances técnicos o sociopolíticos. Pero no un avance moral entendido como discurso articulador de cambio capaz de desactivar el régimen opresor. No ha sido la condensación de una identidad abstracta la que ha logrado romper las cadenas de la opresión. La racionalidad articulada como discurso de cambio y fines emancipatorios nos ha puesto de pie. 

No siempre un avance identitario va aparejado a la innovación moral. Por ejemplo, las innovaciones científicas occidentales pueden ser admitidas en casi todo el mundo sin problema. Las identidades musulmanas y judías pueden subirse a un avión, usar un iPhone o usar una tarjeta de crédito emitida por un banco latinoamericano. Así como también algunos pueblos nativos de África se inyectarán la vacuna contra la COVID-19 producida en Alemania y Estados Unidos. Pero eso no significa que aquellos acepten las bases morales en que la ciencia occidental se asentó para presentarse. Esto mismo sucedió en el mundo antiguo. Hubo avances socioculturales e identitarios, pero no necesariamente avances morales. Ninguna sociedad moralmente abierta, por citar a Popper, existió antes. De ahí que siempre deban depurarse. Más si se hacen en el marco de una cultura del reconocimiento. Es necesario revisar las jerarquías y los modos en que las incorporamos en la construcción de las nuevas identidades. Toda la desigualdad y misoginia que en algunos casos puede revelar nuestra contemporaneidad, son pervivencias del pasado del que jamás tendremos una memoria completa. Por lo que estudiar la colonización es atreverse a ejercer, con la metodología y cautela suficiente, la comparación crítica y epistémica. 

El sentido epistemológico de la colonización  

En la cabeza de cualquier cultura (nativa o contemporánea) bullen pensamientos que alguna vez se sumaron a un río enorme de opresión y discriminación. Y si se toman como puros, evitando el filtro de la razón, nos seguirán proporcionando la misma desigualdad de quienes nos precedieron o ¿cómo se explica que aquellos que defienden la «abya yala» sean los mismos que en un país como Ecuador someten a violencia a 6 de cada 10 mujeres indígenas? ¿Cómo explicamos que el 88% de las mujeres violadas en Guatemala sean todas indígenas? ¿Por qué Bolivia, donde el 40% de la población es indígena, es el país con más altos índices de violencia contra la mujer indígena (7 de cada 10)? ¿Está toda esta violencia machista abducida por Estados Unidos o Europa? O no será que, ¿la violencia y la misoginia son transfronterizas e interculturales y que, teniendo efectos moduladores, se manifiestan con la misma indolencia en todas partes? Este escrito no esta centrado en el feminismo, pero no puedo pasar por alto la realidad de la mujer indígena latinoamericana. 

Cuando el discurso explicativo de la mujer se apoya en un identitarismo de la “diferencia femenina” pasando solo a revelar el corte cultural con las blancas o no indígenas y, la violencia machista permanece inerte, es una muestra de que la vindicación está distraída o ha sido puesta en otro lugar. No necesariamente hablar de mujeres y sus derechos es sinónimo de feminismo. Hay relativismos culturales-mujeriles que se confunden con el feminismo. El feminismo no parte de una merma “esencial” de las mujeres. Todo lo contario. Se opone a todo esencialismo. La única teoría epistemológica que el feminismo admite es el nominalismo más estricto. La idea nominalista establece que no existe ningún tipo de esencia. Que cada “ser” es en sí alguien, y por lo tanto plantear un enunciado esencialista es impreciso para su definición. El feminismo lleva 300 años atacando los “universales cargados” de las mujeres (esencias) porque todas las esencias se han usado como constructo cultural para mantener su estado de subordinación. Porque para subordinar a alguien real debes tener un enorme aparato teórico que justifica la esencia sobre la existencia. Solo hace falta visitar la tradición feminista de tres siglos para constatar la pretendida desactivación del “sexo” y las “esencias mujeriles”. 

El feminismo parte de una construcción política vindicativa para que se exprese un “individuo libre” no “la esencia de las mujeres” como lo afirman Amelia Valcárcel y Marcela Lagarde. No es una teoría que sirve para que haya más mujeres “mujerizadas” en el mundo. Eso lo hará el mujerismo, si es que queda mucho de eso por ahí. El feminismo es una teoría política de la igualdad. Que entiende a la mujer como “individuo humano” sin la mediación de ninguna sobrecarga identitaria como lo afirmó Celia Amorós. En ciertos sectores de América Latina hay un evidente discurso de la diferencia a veces esencialista a veces mujerista. Pero concisamente repitiendo, como sucedió en el feminismo estadounidense, la vindicación cultural de la “esencia mujeril”. Un tipo de feminismo, que, por su herencia relativista, hace una fuerte crítica a la razón ilustrada y a todas las antecesoras. Pero con poca fuerza señala al patriarcado oculto en las prácticas nativas o propias. Un feminismo empeñado en justificar, por ejemplo, que Mary Wollstonecraft nada tiene que ver con las mujeres latinoamericanas. Y que tampoco tiene continuidad discursiva con Millán, Maffia, Segato, Lagarde, Femenías, etc. Aspecto que está lejos de ser verdad. Y centrándose en probar la existencia de un “feminismo blanco colonizador” no plantea una invectiva contra la opresión de miles de mujeres indígenas que ya hubiera querido Wollstonecraft haber vindicado in situ. Si hay un feminismo latinoamericano de la igualdad. Sin embargo, viene siendo sustituido por un discurso de las esencias. Uno que excluye a muchos sujetos de la militancia feminista y que asume que las mujeres latinoamericanas son mónadas con relación al resto de mujeres. Es la nueva retórica que sube la espuma, pero que no deflacta al patriarcado ni mucho menos hace caer la violencia machista. Paradójicamente, la exaltación de la autoctonía cultural, incluso la que rodea a las mujeres, tiende a invisibilizar el hecho de que la lógica del dominio rige también las relaciones interétnicas y religiosas en el interior de las culturas. Por tanto, solo a partir de un examen cuidadoso se pueden desarticular las intricadas vinculaciones entre diferencia, jerarquía, dialéctica uno-otro, norma, identidad y exclusión. 

Pues bien, jamás hay que perder de vista que los pensamientos que están vivos en nuestras culturas mantienen entre ellos los amores y aversiones de sus primeras fábricas. De ahí que el cuadro explicativo que los definan sea capaz de analizarlos sin ningún tipo de romanticismo. Porque la crítica no es irrespeto, la interpelación no es supremacismo y la construcción conjunta no es subordinación. Es irrefutable que América Latina fue sujeto de “colonizaciones imperiales”. Pero a diferencia de los relatos que victimizan a la sociedad latinoamericana, me inclino a pensar que fue el encuentro de dos sociedades premodernas y preilustradas. Por lo que descarto toda explicación escatológica que a la fecha presenta a la América Latina como la infortunada sociedad a la que le sorprendió “lo inesperado”. La América Latina de aquellas épocas era una sociedad organizada. Tenia formas de pensamiento pivotando en lo místico y un robusto sistema de distribución social. La España Imperial, en buena medida también mítica porque usó el relato judeo-cristiano para autoproclamar lo que por herencia le pertenecía, tenia las mismas condiciones. Sin embargo, las fortalezas de ambas eran distintas. Pero estas sociedades tenían algo en común: se creían la única humanidad. 

Desde Karl Jaspers sabemos que jamás nos hemos creído una “misma humanidad”. Es más, el concepto “humanidad” es moderno. Se inauguró con un gran ontólogo de la Modernidad, Spinoza, y posteriormente con Linneo. De ahí que existan “pueblos originarios” cuyos nombres traducidos significan “humano/gente” donde nosotros somos los extraños. El judío, por ejemplo, proviene del hebreo «yehúda», que significa “hijo legítimo de Jacob” y define que solo estos son los únicos escogidos. Es decir, otra forma para autoreferenciarse como única humanidad. Así mismo, la cultura arahuaca (Colombia) con su «ley kunsamü» asevera que solo ellos son el centro de la administración del cosmos, de todo lo natural que existe y los demás debemos seguir tal ley. Estas diferencias han existido desde los sistemas de organización iniciales que establecieron los sumerios y los pitagóricos. Hubo Adán y Eva en los Sumerios y también en las religiones del Libro. 

Digamos que, de alguna manera y por cierto racionalismo, los distintos pueblos partieron de su propio nacimiento dando por hecho que ellos eran lo único que existía. “Adanismo puro”. De ahí que podamos comprender al estudiar los procesos de colonización, que el reconocimiento de una “sola humanidad”, aunque siendo una construcción moderna, jamás existió. Porque en ningún tiempo nos hemos creído “uno”. Y por ello hemos utilizados distintos relatos para justificar nuestra preeminencia sobre otros o, ¿acaso no apelamos todavía al exotismo para llamarnos extraños o extranjeros? Entonces ¿qué sucedió en las Américas con relación a España? La colonización fue un proceso de derrota moral de una cultura de referencia que creyéndose única fue engullida por otra. Pero no en los términos de victimización. Fueron dos culturas que se encontraron, ambas se leyeron como extrañas y una logró vencer a la otra usando una extraordinaria ventaja que otra no tuvo. Así era la eticidad del mundo antiguo. Porque la rapacidad a diferencia de la horizontalidad racional era la base que sustentaba la acumulación de riqueza y poder. Tampoco es que haya cambiado mucho esto. Pero por lo menos, ahora nos pensamos más de una vez declararnos la guerra. 

No obstante, antes de la Modernidad la rapacidad era la única categoría social existente. “Tomar lo que creías que era tuyo” era la única verdad y a diferencia de lo que se cree, era el lenguaje compartido entre los pueblos del antiguo mundo. Fue este tipo de pensamiento el que inspiró, por ejemplo, a la bula papal que entregó el mundo a España y Portugal. De ahí el chiste: “El Rey de Francia preguntó ¿dónde está el testamento de Adán que fija que el mundo le pertenece solo a los portugueses y españoles?” En aquellas épocas ni el imperativo categórico de Kant ni los derechos humanos como códigos de justicia, definidos así por María José Fariñas, habían aparecido como limites.  Toda rapacidad estaba permitida. La colonización, no es solo el melancólico registro de objetos perdidos, tampoco un lugar aristotélico de desertores. Fue la asunción hegemónica de una cultura que ganó una posición de poder y logró marcar sus pautas para imponerse como la mejor forma de existencia. Pero esto lo pudo haber logrado cualquiera de las sociedades enfrentadas. No creerlo así es dar por hecho que ya éramos inferiores o subdesarrollados desde aquellas épocas. Aspecto que está lejos de ser verdad. Lo afirmo así porque en nuestros sistemas civilizatorios tenemos evidencia de que algunos pueblos indígenas se impusieron sobre otros utilizando la lógica de dominación que, con extraordinaria ferocidad, impuso posteriormente la Corona Española. 

Habrá que entender que, la dominación ni nació en Europa ni tampoco tiene su origen en las Américas. Es una invariable socioantropológica presente en todos los sistemas sociales y tipos civilizatorios del planeta. Hace mucho que Margaret Mead lo explicó. No obstante, la colonización como proceso histórico cerró. Nadie puede justificar hoy que América Latina está sometida al “yugo europeo”. Porque, por ejemplo, de los primeros países que obtuvieron el voto para las mujeres (antes que Europa) fueron los latinoamericanos ¿estaban abducidos por Europa? Porque no dar por cierto que la colonización es un proceso cerrado, es tanto como decir, que la democracia no llegó como discurso de develación de todo lo que existe. Después de todo, América Latina adquirió su postcolonialidad en el siglo XIX y, en sentido estricto, cuanto menos lleva más de un siglo de vida independiente. Ha constituido una cultura sincrética, con rasgos propios y diferenciados, donde los problemas étnicos son más complejos que las relaciones de los países entre si. Toda la desigualdad que padece la región no se debe solo a un abierto “proceso colonial” que incide sobre las salas de máquinas del pensamiento latinoamericano, es otra cosa.

El sesgo político-epistemológico

Fijémonos en este ejemplo. Rousseau mantenía que las mujeres no podían estar en el espacio de lo público porque ellas se dejaban llevar por “las emociones”. Mantenía que las mujeres ciudadanas eran “anomalía pura” y por tal motivo debían estar fuera del contrato social. Cuando triunfa la revolución iraní de Jomeiní lo primero que hace este es sacar a las mujeres juezas, porque como Rousseau, pensaba que no eran objetivas y tal contexto era un peligro para la administración de justicia. Pueda que Jomeiní haya leído a Rousseau, aunque lo dudo, pero llámese Jomeini o Rousseau, la misoginia se comportó de la misma manera en Francia e Irán. Ella trasciende y adquiere modulaciones, pero es la misma, así se pronuncia de la misma forma en cualquier lugar. Pues bien, la desigualdad como la misoginia, es exactamente acomodaticia. 

La desigualdad que nos llegó a las Américas tras la colonización fue “otra cepa” que se logró acomodar. Pero no excluye a la nativa. Punto que nadie enfatiza por temor al despropósito. De verdad que vamos a creer ese relativismo que afirma cosas como: los “negros fueron negros cuando aparecieron los blancos”, ¿cómo se explica que había segregación negra antes que la raza blanca politizara la exclusión de estas personas en los Estados Unidos? ¿Acaso, no votaron todos los varones negros primero que cualquier mujer negra o blanca? ¿Olvidaremos el favor político que los varones blancos hicieron a los varones negros en detrimento del sufragismo de las mujeres blancas? El colonialismo no es un sistema que se inspira en la “raza” aunque se vale de ella como mecanismo de exclusión. Es una forma de opresión que justifica la subordinación multinivel. Como en su momento lo explicaron Harriet Tubman y Gloria Steinem. Por lo tanto, la desigualdad estructural que hoy padecemos adquirió modulaciones latinoamericanas, es inerte y no es la clásica colonizadora. Es un giro de pensamiento donde la regla de jerarquía y subordinación es propia. Rita Segato lleva décadas diciéndolo. 

No obstante, coexiste en la región un tipo explicativo parecido al de Sophie Bessis que niega la anterior interpretación adaptativa de la desigualdad. Desde ciertos sectores se hace una impecable crítica a la civilización occidental y de como esta no puede interpelar a la “nativa”, asumiendo que la propia es adalid. Es un pensamiento que insiste en las “incongruencias” entre los valores universales y los principios abstractos que proclamó la Ilustración Europea del Siglo XVIII. Señalando que existen “prácticas colonialistas” que siguen ejerciendo presión sobre los pueblos latinoamericanos. Pero, lo interesante de este discurso que se identifica como “decolonial”, es que parte de una autotrascendencia que es impropia. Sousa Santos, Lugones, Spivack, “the subaltern studies”, etc., que sirven a la censura colonizadora en la región, están adscritos a teorías críticas de la raza de Kimberlé Crenshaw (UCLA); Alice Walker (Spelman Collage), etc. Por ejemplo, la noción “racismo epistémico” o “epistemicidio”, son derivaciones conceptuales de la “violencia epistémica” de Foucault. La “teoría de los indignados” de Sousa Santos se remite a la “dialéctica del amo y el esclavo” de la Fenomenología del Espíritu de Hegel y a los estudios críticos de la Escuela de Frankfurt. Así mismo, su “epistemología del sur” es un especial acomodo del sociologismo marxista-bourdieuano a la realidad latinoamericana. Los discursos decoloniales asumen como centro epistémico la crítica de la “razón instrumental” al mejor estilo frankfurtiano. De ahí que gran parte de este discurso, por un lado, vindique la abolición de la dominación y por otro, señale un sujeto averiado por la peripecia instrumental. En suma, la raíz conceptual y pulsional de la razón decolonial es la autoconciencia contrahegemónica que surgió en Europa. Presentan una luz mesiánica de emancipación acompasada a teorías producidas en el continente que señalan como máximo opresor. Plantean la diatriba desde las mismas razas conceptuales que son objeto de sus críticas. Que curioso.

Entonces, ¿cómo logra la teoría decolonial reparar la avería del sujeto latinoamericano si constituye su identidad desde los conceptos del sujeto emancipado que produjo la ilustración europea? Los mismos que no se preguntan esta contradicción son los que afirman cosas como: “(…) Es que tal contexto no se puede interpretar desde Europa…”. cuando el concepto de base que se usa para explicar o defender la diferencia es la fenomenología europea. Pueda que quien lo diga desconozca tal dato lo que demuestra un colosal reduccionismo fáctico. Sin embargo, aún desconociéndose, la raza conceptual está ahí. Porque por mucha o poca memoria que se tenga de los bisabuelos cierto es que los tuvimos. No aparecimos por generación espontánea. Y esta última también es una hipótesis obsoleta. Lo mismo ocurre con las teorías explicativas, tienen una genética epistémica. En igual medida la pomposa retórica neohistoricista de la decolonialidad ignora entre otras cosas, que disquisiciones como el multiculturalismo, tan de moda en Latinoamérica por estos días, surgieron en Canadá (first nations) y Europa (realismo nativo). Siendo estas sociedades las primeras en el mundo en adoptar el multiculturalismo como política de Estado. Pues los relativismos culturales son una realidad planetaria no una monadología. 

Los estudios decoloniales logran señalar “lo otro” inscribiéndose en los mismos linajes teóricos que señalan de “universales o negacionistas de la diferencia”. Pero al mismo tiempo y de manera sisífica presentan la peor cara de Europa. Su primera versión: premoderna y preilustrada. Es decir, la que no liberó de la tiranía a los pueblos latinoamericanos. Pero esto no es una contrariedad. Es una crítica. Los estudios decoloniales son hijos del poestructuralismo y este es una crítica a la Ilustración. De ahí que se evidencie desde la decolonialidad un “ataque” constante a las bases mismas de la razón pues aquella es hija del discurso ilustrado. Pero, el discurso decolonial/periférico o postcolonial a diferencia de otras críticas posestructuralistas, si confirma lo que Wellmer dijo: “Descubre al otro dentro de la razón ilustrada”. En otras palabras, los estudios decoloniales no logran construir por fuera de la plantilla racionalista de “sujeto” que construyó la Ilustración, otro concepto explicativo porque tal mediación conceptual no existe y de momento no hay otra disponible. Y lo que termina haciendo es una manera especial de acomodo de la teoría emancipatoria del sujeto ilustrado, al “sujeto invisible latinoamericano”, para hacerlo emerger como autónomo. Es decir, se vale de un sistema operativo construido en Europa para programar un ordenador acoplado en la América Latina. No es un mal método. Sin embargo, es bastante inconexo plantear una crítica al utillaje teórico que se usa para pensar en el “otro generalizado” que es en últimas un sujeto emancipado ¿no? 

La decolonialidad es también “exterioridad radical” afirma Alejandro Vallega. Y esto no es más que el “subalterno silenciado” que en su día fue presentado por Edward Said. Lo que demuestra no solo un frágil sentido positivo, sino que reproduce el mismo incorrecto registro de la filosofía de Kant-Hegel-Marx para explicar lo injustificable: afirmar que aquellos no pensaban en los subalternos. Cosa que está bastante lejos de ser verdad. Solo falta visitar a los fundadores de la decolonialidad para constatar de quienes han bebido, a quienes se parecen y además citan. Sin dejar de señalar que este discurso también se hunde en Foucault, Derrida, Deleuze, Guattari y Butler. Autores anglosajones y europeos que están como música de fondo en toda la plantilla del decolonialismo latinoamericano ¡que decolonial raza conceptual! La decolonialidad tiene su vinculo relacional con toda la técnica sociológica europea de los ‘70s. De ahí que la “epistemología del sur” como ruta empírica sea “relacional” ¿lo habían pensado? Spivak, como otros seguidores de tendencias decoloniales, cuentan a veces con bastante procacidad, una historia sin intelección que es fácil de comprar: “la mala conciencia”. Porque en estas épocas nada es mas fácil que convencer a la progresía de una sociedad abierta, que debe parte de su bienestar a la maldad o rapiña de sus antecesores, más si esa rapacidad tiene apellido “eurocentrista”. Pues Europa, para algunos académicos y académicas, parecer pervertir como discurso hermenéutico. Pero no para vivirse o visitarse. Hoy es más fácil convencer a las sociedades progresistas de que los problemas que viven se remontan a sus orígenes premodernos y no a las realidades que día a día experimentan. 

En tal sentido, ¿no será que el discurso decolonial plantea una crítica al pensamiento europeo que ya no existe? Y si es así, ¿cuál es la razón de criticar lo que ha sido deflactado por Europa? Es que hay enormes diferencias entre el Imperio Español y la Unión Europea, entre el despotismo borbónico y el pensamiento de unidad de Schuman. Ojalá no estén confundiendo “categorías históricas” con la modulación de las “categorías políticas” de la Modernidad. A nadie se le ocurría afirmar que el primer modelo de Estado/Sociedad que importó Simón Bolívar, un decidido rousseano, correspondía al modelo acrisolado de sociedad que surgió en Europa después de las polémicas ilustradas. Es ilegitima la interpretación que afirma que el recurso reflexivo que trajo la colonización a las Américas fue el discurso europeo universalizado y emancipador que se logró, por ejemplo, por el feminismo de De la Barre, Wollstonecraft, Auclert, Stuart Mill o Tristán. Europa para llegar a declarar la igualdad que vive necesitó radicalizarse social, política y filosóficamente. El feminismo, por ejemplo, es una radicalización de la Ilustración. La sociedad europea tuvo que construir la “ciudadanía sin exclusiones” valiéndose de la filosofía política barroca, el preciosismo y la gran Madame de Staël (entre otros). Ciudadanía a la que Rousseau se opuso y que Wollstonecraft usando la artillería de De la Barre combatió polémicamente. 

Europa necesitó (entre otros) de las filosofías antirracistas de De Gouges; de la denuncia de la ginofobia y misoginia de Condorcet, Montesquieu, Víctor Hugo; del repudio de la doble moral de Fourier; de la “dialéctica del amo y el esclavo” de Hegel y de una Fanny Raoul señalando la injusticia económica de las mujeres. Todo esto y más fue necesario parar llegar a los grandes clásicos del pensamiento igualitario, como Beauvoir y Sartre que, por ejemplo, denunciaron los crímenes civilizados de Francia en la colonia argelina y repudiaron la colonización francesa. La Ilustración y con ella todos los conceptos emancipadores tuvieron que ser refinados para que pudiera emerger el tipo civilizatorio que impera en la Europa de este siglo. Solo la muerte a esta retícula de pensamiento permitió la aparición de las filosofías y teorías políticas que hoy inspiran a los mismísimos estudios decoloniales/periféricos a construir el sujeto identitario. Tal perspectiva no llegó a las Américas con Colón ni con ningún otro antes.

El proyecto ilustrado, entendido como emancipación del sujeto racional, fue depurado en Europa para incluir a los otros, por ejemplo, “a las mujeres”, quienes, por Hobbes, Locke, Pufendorf, Rousseau y Maréchal, habían quedado fuera del contrato social. Afirmar que la decolonialidad jamás ha existido en el pensamiento europeo no deja de ser un dato revelador de profundo desconocimiento de lo que en el viejo continente se llama “el proceso de construcción europea” que aún sigue abierto. La Ilustración dio la condición de posibilidad para que todas las teorías y filosofías políticas de la Modernidad presentaran las “crisis de fundamentos” y como afirmó Collin, enterraran la desigualdad moderna ¿ignoran los discursos decoloniales toda esta liberación del sujeto de la modernidad? Autores como Spivack, entre otros, parecen no comprender esta autoconciencia y epistemología histórica. Negar todo esto es desconocer el origen de la innovación que sirvió de resorte a la emancipación. Es confundir “origen de la innovación emancipadora” con “adaptación o apropiación selectiva de la emancipación” como lo explicaron Elster y Nussbaum. En 1776 estalló la independencia de los Estados Unidos, en 1789 la Revolución Francesa, en 1810 el movimiento independentista en la América Española y en 1812, la Guerra Británico-Estadounidense ¿que las puso en el mismo contexto y que condición de posibilidad facultó sus apariciones? La Ilustración. 

¿No fue acaso la revolución francesa hija de la americana? ¿No fue el movimiento independentista en la América Española un especial acomodo del pensamiento de la revolución francesa? y ¿no inspiró la Ilustración británica el pensamiento del gran maestro Andrés Bello dada su cercanía a Stuart Mill? Desconocer todo esto es ignorar la historia misma del pensamiento político. Una cosa es que hayamos iniciado el proceso de acomodación del pensamiento ilustrado a nuestra sociedad y otra muy distinta es que la decantación de aquel, no se haya completado por lo que la corona española hizo a nuestros pensadores y por lo que posteriormente, nuestra dirigencia ha hecho a nuestros Gaitán, Garzón, entre otros y otras. Siendo así las cosas ¿qué es lo que vindica el decolonialismo latinoamericano? Lo que presenta es una reedición del relativismo cultural. Un tipo de autodeterminación que pretende la purificación del pasado que es imposible. Y que desde ciertas posturas no logra entender que los “horrores del ayer” fueron producidos por sociedades precívicas que hay que recordar sólo en el marco de una memoria histórica correctiva. Porque el presente civilizatorio es nuestro, no de Europa ni de los Estados Unidos. Es una autodeterminación identitaria que pretende encontrar en el pasado las razones que justifican la desigualdad del presente pero la pregunta por el “hoy” es exigua. La decolonialidad es un marco teórico que pretendiendo depurar lo “europeizado” pretende cambiar el “ayer” inmediatamente anterior por un nuevo relato que se remite a los esencialismos conocidos. 

A menudo se olvida lo que Kierkegaard dijo: “Cada generación tiene que aprender a ser humana”. Es decir, que por muchas viejas y malvadas cosas que la humanidad hubiera llegado a saber hacer, eso no compromete a los que ahora existimos a tener que repetirlas o recordarlas como parte de un discurso vindicativo de cambio social. Nunca he visto a Israel culpando a Alemania de sus actuales inexactitudes. Sin negar que el Estado Nazi generó una negativa aculturación que “hitlerizó” (por no decir colonizó) numerosísimas conciencias judías. Desde el cambio de nombres y apellidos hasta el extermino físico y cultural. En América Latina todavía vivimos en el “trauma de la colonización”. Es frecuente, quizás por cliché, la necesidad de recordar a Europa y otras latitudes un pasado que parece no haberse superado como si estuviéramos atrapados en ese curso de la historia. No hacemos memoria histórica de la colonización para revisitar críticamente un periodo. Sino que vamos a ella para abrir antiguas venas que, por efecto del cambio histórico, deben permanecer cerradas. Es un extraño fetiche que nos hace conmemorar y asumir que todo lo que nos ocurre es por las pasadas causas. Como si el fantasma colonizador fuera ese tormento que asegura que jamás superaremos la desigualdad y la pobreza. Como si hubiéramos olvidado que, aunque el pasado fue oscuro tal humanidad no existe. Y que son las nuevas humanidades del siglo XXI las garantes de la “no repetición histórica”.

El oculto paradigma

El pensamiento colonial desde los “estudios de subalternidad y los estudios postcoloniales” que se conformaron en Inglaterra en los ‘70s, gracias al impulso de académicos indios (Spivak, entre otros), tiende a centrar su análisis en la identificación de una universalidad opresora que instala un fenómeno discursivo y político que usurpa las identidades sociales, políticas y epistémicas. Tal perspectiva centra su vindicación en la existencia de la “lógica del dominio”. Desde tal lógica se construye un sistema de pensamiento expansionista que elabora estrategias entorno a: poder, emancipación, subalterno, hibrido o mestizo. Todo para resignificar la identidad de los “colonizados”. Esta, por ejemplo, fue la misma perspectiva que sirvió a grandes procesos emancipatorios que se produjeron a inicios de los ‘60s. La “lógica de dominación” fue pertinente. Permitió que se regularizaran en la misma explicación epocal la subordinación de los “otros silenciados”. Centrando el análisis en el lenguaje, la cultura y la identidad, la plantilla socioantropológica de la que vienen los estudios decoloniales, creó conceptos tales como “comunidad”, “identidad” o “decolonialidad” que definieron a las “personas otras” como actores del ecosistema social. Aunque lo “otro/subalterno” como en su momento lo afirmó Seyla Benhabib, es una concepción más antigua que la decolonial. Hay referentes en De la Barre (1673), Wollstonecraft (1792), Condorcet (1794), Hegel (1807), entre otros. Sin dejar de lado que la incardinación decolonial responde a un discurso “contrahegemónico” en los términos de Gramsci con grandes matices foucaultianos y bourdieuanos, como se explicó. 

Pero, la lógica de la dominación siendo una explicación válida presenta una indeterminación epistémica ¿cómo la justificamos hoy? si vivimos en la era de la no polaridad de Richard Haas ¿dónde reside hoy la dominación? o ¿que es el centro de la dominación en este siglo? Este centro fue claro en la época imperial o colonial. Porque existía la periferia y el centro de poder. Sin embargo, la globalización como proceso de internacionalización ha generado redefiniciones culturales y de poder no localizadas. Hay concentración capital en multinacionales dentro y fuera de occidente, en el norte y sur global. También la emergencia de culturas no atadas a un suelo. En efecto, indígenas de las amazonas podrían vivir en Madrid y Españoles compartir la cultura boliviana, aunque no vivan en el territorio originario. Es más, producto de las amplificaciones identitarias, caracterizadas por una fuerte incardinación posestructural, hoy se predica una conceptología que afirma que se puede pertenecer a una cultura solo por el hecho de expresar un “deseo”. Aspecto que, por ejemplo, defienden los estudios queer que afirman que ni la biología ni el origen identitario son necesarios para hacerse “mujer/varón” o fluir entre los géneros. Que todo puede ser susceptible de asumirse desde una cultura de la performatividad y el deseo.  Pues bien, estas “redefiniciones posmodernas” ya no refuerzan identidades basadas en la lucha emancipatoria por un espacio de articulación fáctica (localizado). Sin negar que los territorios nativos están protegidos legal o constitucionalmente. Hoy el deconstruccionismo, en palabras de Celia Amorós y Nancy Fraser, ha generado la “sustitución de la emancipación del espacio por el yo deseado (yoes)”. Asistimos entonces a una “política completamente otra” como dirían Santiago Nino y Katte Millett, donde la dominación ya no es sobre una identidad física sino sobre el pensamiento. 

El cambio de paradigma consiste en que hemos pasado de la colonización a la negativa aculturación política. Un tipo de aculturación que, aunque no genera el borrado de la condición de ciudadanía, si impone una cultura de pensamiento que atrapa la emancipación que aquella debe perseguir. Logrando injertar una hegemonia progresista que, aunque no rechaza la identidad diferencial, no supone la abolición del orden injusto. Y todo esto se gesta desde centros de poder ubicados en distintos puntos del planeta. La gran diferencia con la colonización es que aquella era hegemónica, céntrica y universalizadora. Pero la aculturación es diversa, apolar y deslocalizada. La colonización usó la fuerza para imponerse.  La aculturación se recibe consciente e inconscientemente. Hoy la lógica del dominio no es estar “abducidos imperialmente” sino acompasados a culturas cuyas alianzas predican la ruina moral y política. Esto puede explicar porque América Latina siendo formalmente libre e igual, aún no goza de una liberación moralmente avanzada.

La negativa aculturación política

La aculturación es un proceso en el cual un grupo humano recibe una nueva cultura. Los individuos se adaptan a nuevos cánones asumiendo comprensiones de un “nuevo sujeto” que, por tradición, es impropio. Produce, por ejemplo, la yuxtaposición que potencia la instalación de un sistema que en algunos casos pueden llegar a coexistir benévolamente. Aspecto que no sucedió jamás en la colonización. La negativa aculturación no consiste en marcar una dominación física como la clásica colonización. Pretenderá sustituir la narrativa igualitaria del sujeto sin alterar su identidad social. Para que éste logre aprehender un discurso/pensamiento ajeno al significado social de su emancipación. Esto justificaría porque tenemos comunidades y grupos abrazando una textualidad que, aunque no niega la existencia de su ser (mujer, indígena, etc.,) si cambia la versión y misión de la liberación en trámite. 

La negativa aculturación, sobre todo la que se produce en América Latina, está construyendo nuevos sujetos que, aunque nativos, borronean las fronteras del pensamiento emancipador para asumir una historia que creyéndose especifica, ni es igualitaria ni mucho menos emancipadora. Así, por ejemplo, tenemos comunidades y personas abrazando relatos que implican el exterminio de su patrimonio social y natural. Este fue el caso de “postneoliberalismo boliviano”. Apuntó a una transición postcapitalista, no obstante, no logró diferenciarse del modelo previo, así como tampoco pudo llevar a Bolivia a una transformación completa. Según PNUD, para el 2019 el 37.2% de la población boliviana vivía en pobreza, es decir que, menos de cuatro de cada diez personas teniendo ingresos, no necesariamente cubrían otros servicios como vestimenta, servicios o transporte. Y así mismo este país es según ONU, el lugar de América Latina donde más mujeres son asesinadas. Es meritorio preguntarnos ¿cómo se justifica la coexistencia de un discurso decolonial con la posibilidad de un neoliberalismo emergente? Una primera respuesta sería porque gran parte de la decolonialidad se ha centrado en defender un discurso relativista cultural que ignora las alianzas ruinosas. Apenas mira la aculturación trasplantada por los miembros de las mismas culturas que pretenden, por ejemplo, abrazar al “neoliberalismo” como afín a la liberación anhelada. Es lo que acaba de suceder en Ecuador. Los universales que denuncia la decolonialidad ya no tienen los “poderes mágicos” de subyugación como en épocas históricas. La factibilidad de aquellos depende de las prácticas, usos, adaptaciones selectivas y resignificaciones, que se alcanzan gracias a la implementación de la desigualdad por medio de la aculturación política. Puede sonar como un oxímoron, pero la aculturación impulsada por la ultraderechización, los neoliberales progresistas y especulativos se está asumiendo como apropiación en la región.

En Latinoamérica tenemos, por un lado, las corrientes liberales dominantes (liberalismo clásico, neoliberalismo, etc.) capaces de acompasarse a los movimientos sociales y, por otro, sectores de la economía dinámicos y de producción industrial que, en apariencia, han migrado al discurso de la distribución y reconocimiento, casi en los mismos términos de la justicia distributiva. Hay sectores ecologistas en pro de la autonomía económica basada en la extracción (explotación); sectores feministas vindicando la autonomía económica desde la esclavitud sexual (instrumentalización neocapitalista) y grupos indigenistas enfilados en movimientos neoconservadores (ultraderechización); etc. Todo lo anterior ¿es colonización? Es por muchas razones una decisión de estar ahí. Esta aculturación construye un tipo social y político de discurso que gana batallas en nombre de la diversidad, el multiculturalismo y los derechos de las mujeres. Tal como lo hizo Bill Clinton y en estos días el exbanquero Guillermo Lasso. Es una peligrosa episteme que utilizando la clave del progresismo condorceteano, instala en la región otra “retórica del cambio”. Por lo que no podemos hablar de forma exclusiva de una lógica de dominación colonial. Sino de la reducción de la igualdad a la “meritocracia fatídica” y a la “progresía postcapitalista”. Ocurrió en Brasil con Bolsonaro, en Colombia con Duque y ahora en Ecuador con Lasso. La progresía no es sinónimo de “new deal” ni tampoco de espíritu emancipador. Un programa neoliberal, por ejemplo, no pretende abolir las jerarquías sino “diversificarlas” utilizando el falso “empoderamiento” de las clases sociales.

La variante diferencial con relación a la colonización, es que en la aculturación el “empoderamiento” es la nueva dominación. La “ética del empoderar” es devuelta como discurso a los movimientos sociales para que estos acepten un tipo de pensamiento en el que la igualdad no está prevista. ¿No lo hizo Trump en los Estados Unidos? Hoy no tenemos la clásica hegemonia. Ha sido reemplazada por un concepto trofeo la “diversidad”. En América Latina la diversidad, gracias a la aculturación, viene siendo entendida como “capacidad de mezclar todo por el hecho de todos” uniendo bajo el mismo toldo epistémico realidades quiméricas. Diversidad es por estos días la unión de: extractivismo con indigenismo; prostitución con autonomía económica y feminismo con esencialismos. Todos estos sincretismos se vienen haciendo en nombre de una falsa interseccionalidad que no es más que una “ventana de overton” por la que se cuelan antiguas formas de dominación. Hay una “mercancía averiada” que está pasando por el canal de la diversidad. Y esa mercancía son las distintas formas de acción y pensamiento que por “diverso” entienden la posibilidad de racionalizar la producción neocapitalista, la objetualización de los cuerpos y la instrumentalización de la naturaleza.

Una diversidad adornada con la retórica del futuro que hace creer a los descendientes de la nueva izquierda que la instrumentalización (hoy reenvasada como empoderamiento y autonomía) es emancipación. Presentando “teorías vanguardistas” que no dejan de ser vástagos rizomáticos que destruyen desde adentro la posibilidad de avance social. Gran parte del concepto de diversidad que se está presentando en la América Latina lejos de vindicar la igualdad, es un nuevo parámetro para crear el moderno bloque hegemónico: los aculturizados. Los excesos multiculturalistas desde los que se asume la perspectiva decolonial en ese intento por construir un identitarismo puro, ignoran que la desigualdad pareciendo blanca, heterosexual o extranjera que también, es tan solo un perfil genérico de un modelo que ya no es el único. La perspectiva decolonial se centra desde décadas en los “meros modismos” subliminales de las culturas mayoritarias y no en el poder de la negativa aculturación que ya no se ejerce sobre identidades físicas. Sino sobre la infraestructura del pensamiento de la emancipación. 

La decolonialidad privilegia todavía la sincronía sobre la diacronía. El espacio físico sobre la sistémica del poder. Prioriza la coherencia entre los elementos simbólicos más que el análisis de como se adapta un pensamiento sobre otro. Colonización y aculturación son procesos de apropiación distintos. Por estas razones la decolonialidad no debe centrarse solo en la “multiculturalidad” y tampoco debería significar “multiculturalismo”. La lógica de la dominación no puede solo vindicar que somos cautivos. No puede ignorar que nuestras culturas son dinámicas y que hace rato la hegemonia es sinónimo de aculturación. Desde hace más de 200 años dejamos de ser identidades facciosas: indígenas, afros, etc., ninguno de estos pueblos, son incapaces de construir una voluntad general de cambio. Nadie puede justificar tal impostura. Pero aún emancipados son desiguales y en algunos casos, siguiendo lógicas contrarias a su propias vindicaciones y reivindicaciones.

La colonización que había colocado sobre nosotros un estatuto precívico dejó de existir. Sin embargo, la sobrecarga postcolonial con la figura del “latino puro” “perla no perforada” y capaz de proteger su identidad cual “fósil viviente”, ignora que la desigualdad de este siglo no le interesa usurpar los sistemas socio-identitarios. Sino que, con síntoma morboso, pretende atravesar el pensamiento por explicaciones que están produciendo “apropiaciones selectivas”, que, aunque no niegan la ciudadanía, destruyen el sistema de pensamiento emancipatorio. Esto es mucho peor. La epistemología decolonial sigue miope con relación a esta perspectiva. Evita el estudio y la mención de la negativa aculturación y da por hecho que las neolenguas culturalistas son la única vindicación. Persigue un centro de dominación que desde décadas no está ubicado en la cultura europea o anglosajona. Sino que reside en grandes poderes políticos y económicos deslocalizados, incluso entre nosotros mismos, pero con capacidad de provocar desajustes, puntos de quiebre y disensos para hacer lo mismo: destruir la cultura emancipatoria.  

Dijo Wellmer, que “ninguna cultura escapa de los procesos de aculturación”. Tuvo razón. Hay buenos procesos de aculturación política. Por ejemplo, en Colombia la apropiación voluntaria de la cultura anglosajona que llamamos “precedente constitucionalista” (Common Law) que ha sido capaz de coexistir con nuestro sistema legal (Civil Law). Y en toda América Latina, la apropiación selectiva de la cultura interamericana de protección de derechos como sistema complementario de nuestras tradiciones constitucionales. Sin embargo, no pasa lo mismo con los sistemas de pensamiento político. Estos deben darse desde la interpelación racional porque jamás parten de consensos comunes. 

A manera de conclusión

Para identificar la marginación social debemos romper con los malos proceso de aculturación que son el mecanismo de trasplante y continuación de la desigualdad en esta contemporaneidad. Así mismo, es necesario renunciar a la obsesión con la colonización. Tenemos que poner en el centro a la epistemología histórica, la genuina, capaz de mostrarnos que, aunque dos razas conceptuales vayan juntas no significan que han salido del mismo árbol y que eso tampoco es diversidad progresista. Debemos entender que la dominación dejó de ser espacial y está deslocalizada. La América Latina debe abandonar el “etnonacionalismo” que es la música de fondo del relativismo cultural que llaman decolonialidad. Porque solo se agudiza una miopía epistémica que nos impide señalar los caballos de Troya que nos consumen desde adentro. 

Solo desde una robusta política igualitaria de distribución unida a una de reconocimiento sustantivamente incluyente entre culturas, podremos construir un verdadero bloque contrahegemónico que nos lleve mas allá de los identitarismos. A un mundo mejor. Donde los negativos procesos de aculturación no sean el esquema de captura de una sociedad que, como la nuestra, está atrapada entre la progresía, el postcapitalismo y los identitarismos. En apariencia nos hemos “descolonizado de todo”, menos de la desigualdad. Es el grito de independencia irresoluto de nuestros pueblos. 

Por eso, tratándose de apropiaciones selectivas para lograr el cambio, necesitamos apelar a esa escala de interacción habermasiana cuyos principios para lograr una “situación ideal de habla” son: la no limitación, la no violencia y la seriedad. Donde la simetría entre participantes en el diálogo debe ser la condición de mayor relevancia. Solo desde este buen método, ensayado en sociedades con democracias consolidadas, podremos hacer coexistir sistemas de pensamientos sin la posibilidad de dominación. Así mismo, hay que trascender en la explicación y entender que todo lo que nos sucede es por nuestra propia causa. Porque, aunque Europa y Estados Unidos sigan importando procesos de aculturación lo anterior no es colonización. Esa cerró. Si dejó heridas que hay sanar y superar. No obstante, hoy, vivimos el momento de las “apropiaciones selectivas”, que bien o mal asumidas, pueden hacer avanzar o atrasar a la América Latina.

Luis Miguel Hoyos, profesor de Derecho Constitucional, Filosofía Moral y Política.

Exsubdirector Nacional del Instituto Nacional para sordos - INSOR (Colombia). Investigador en Derecho Constitucional Económico, Feminismo y Justicia Constitucional. Filósofo del Reina Valera College (USA). Abogado por la Universidad del Norte (Colombia). Máster (LL.M) en Derecho de la Universidad de Harvard y Máster en Derecho Constitucional del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (España). Doctorando (PhD) en Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid. Miembro ATITLAN-CEPC (Madrid, España). En 2019, Visiting Research Professor en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea—TJUE (Luxemburgo), el Instituto de Bienes y Políticas Públicas—IPP del Gobierno de España (Madrid) y el Instituto de Estudios de Género de la Universidad Carlos III de Madrid. Youth Leadership Award 2020 por la Academia de Política de Washington (USA)

*Parte de la Investigación: “Crítica a la Razón de la Desigualdad en América Latina” (2021) original del mismo autor.