Un poema para la guerra: viaje por los últimos lugares donde resiste la vida
“Bajmut está sólo en nuestros corazones”, sentenció Zelensky a finales de mayo, cuando el líder del grupo Wagner, Evgeny Prigozhin, anunció la toma de la ciudad por parte de sus mercenarios. Tras 224 días de interminable batalla, parecía que se cerraba un capítulo en la historia de la guerra de Ucrania.
En aquel momento, los periodistas que cubrimos la invasión estábamos ávidos por anunciar el arranque de la esperada contraofensiva –que tantas expectativas había generado–, y ninguno de nosotros imaginaba que el propio Prigozhin se iba a declarar en rebelión contra el Ministerio de Defensa ruso, en un acto que pudo cambiar el curso del conflicto y adelantar su final.
Hoy nadie sabe dónde está Prigozhin, el final de la guerra parece estar aún muy lejos y la batalla por Bajmut se ha reavivado aprovechando que los mercenarios de Wagner se han quedado descabezados.
De la bella ciudad balneario que fue una vez Bajmut, sólo queda un amasijo de escombros medio calcinados –el resto, ya saben, está en nuestros corazones–. Pero tras esas ruinas humeantes, las tropas rusas no tienen una línea defensiva tan fortificada como en otros puntos del Dombás, y si el Ejército ucraniano logra sobrepasar este enclave, podría empezar la reconquista de Donetsk.
Sin embargo –y al margen de quién gane esta sangrienta jugada–, en ese tablero de ajedrez que son las guerras casi siempre pierden los mismos: la población civil que se ha quedado sin presente y sin futuro, aferrándose a los recuerdos de toda una vida en las condiciones más extremas que cabe imaginar.
Junto al frente de combate de Bajmut, resisten sólo unos cientos de civiles. Sus utensilios de cocina están desperdigados en la calle, sobre la hierba de los parques que sigue creciendo alrededor de sus casas –o de lo que queda de ellas–. Fogones improvisados con ladrillos de los edificios bombardeados y brasas, y peroles reposando encima.
También hay ropa tendida en los accesos a los sótanos –el único lugar seguro donde dormir–, junto a los baldes en los que lavan a mano, porque no hay agua corriente. Tampoco hay electricidad, ni gas, ni farmacias, ni supermercados. Estamos en Chasiv Yar, y lo único que hay es el incesante eco de los cañones que no descansan.
NUNCA ESTAREMOS AVERGONZADOS
“Hay muchos frentes abiertos, pero el principal problema es que no hay servicios básicos y la gente necesita absolutamente de todo”, reconoce Sergei Chaus, el jefe de la Administración Militar. “Hay que traerlo todo desde Konstantinivka”.
Y lo traen. Una vez a la semana, un grupo de 15 voluntarios se adentran en esta pequeña localidad ataviados con chalecos antibalas y descargan un enorme furgón en el que llevan bidones de agua, comida y ropa. Precisamente entre las cajas de ropa, y en mitad de un caluroso día de julio, destacan varios pares de robustas botas negras. Pero la gente las recibe de buena gana, tal vez pensando ya en el otoño y en que la contienda seguirá para entonces.
“Hemos conseguido instalar diez puntos para que la gente que no quiere irse pueda recargar el móvil, y no se queden incomunicados”, prosigue Chaus, que no se sobresalta cuando el sonido de la artillería suena más cerca de lo deseable. “Quedan 300 personas aquí, hacemos lo que podemos para que tengan lo que necesitan, dentro de las circunstancias”.
Puede que no haya electricidad, y que no puedan encender la radio ni la televisión, pero la narrativa de la guerra está presente mediante un sistema que lleva siglos empleándose en los conflictos: la cartelería al servicio de la propaganda patria.
En cada trozo de fachada que queda en pie en Chasiv Yar, hay un grafiti de Valeri Zaluzhny –el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas ucranianas– recordándoles que están en lucha. Como si no lo supieran. Debajo del rostro del general, también hay impresa una inscripción que reza: “No importa lo difícil que sea para nosotros, pero definitivamente nunca estaremos avergonzados”.
La frase no parece muy épica, pero desde luego recoge el espíritu de resistencia –y de resiliencia– que sigue teniendo el pueblo ucraniano después de 500 días de invasión rusa a gran escala, en los que no han logrado doblegarles. Tienen motivos para no sentir vergüenza.
¿Y DÓNDE VAMOS A IR?
Entre los vecinos que buscan algo útil en las cajas de ropa que acaban de llevarles, destaca una chica joven, que mira la escena con mirada triste y compasión infinita. “Creo que eres la persona más joven que veo viviendo junto al frente”, le digo. “Si, de hecho soy la vecina más joven de los aguantan en Chasiv Yar, tengo 25 años”, me responde. Se llama Irina.
“¿Por qué no te has ido?”, indago. “Porque aquí puedo ayudar, ellos no tienen a dónde ir. Mi familia está en Konstantinivka y yo voy de vez en cuando, pero los que se han quedado aquí no tienen otro lugar al que ir”, responde decidida. “¿El Gobierno no les ofrece albergues temporales?”, insisto. “Sí… temporales; para un mes, tal vez algo más, pero luego, ¿Qué? Esta gente no tiene dinero para comprarse una casa en otro lugar, todo lo que tienen está aquí, aunque esté bombardeado”, concluye.
“¿Podéis dormir por las noches?”, le pregunto cuando nos sacude el estruendo de un nuevo impacto de artillería. “¡Te acostumbras!”, exclama mostrando por fin una sonrisa, aunque sea efímera.
También sonriente se acerca Antonina, de 71 años. “Yo estoy en YouTube”, nos explica. “Y he aprendido algunas palabras en inglés”. Y es que, además de acostumbrarse al sonido de los bombardeos, los vecinos que aún resisten en Chasiv Yar también se han acostumbrado a la presencia de los periodistas, que les preguntamos –uno tras otro– por qué no han evacuado de ese infierno.
LA VERDAD Y LA GLORIA
Dejamos Chasiv Yar y nos encaminamos al norte, hacia otro de los puntos más castigados de la retaguardia de Bajmut: la ciudad de Siversk. Para llegar allí hay que rodear varias posiciones militares ucranianas, hasta tomar una carretera llena de socavones que parece no tener fin.
Delante del coche en el que viajo, circula una furgoneta pintada de verde mate –como casi todos los vehículos que los ucranianos han tuneado para la guerra–. En la luna trasera también hay un grafiti, esta vez con la cara de Taras Shevchenko, considerado el padre fundador de la cultura ucraniana. A su lado, uno de sus poemas:
Y gloria a vosotros, montañas azules,
La escarcha y la nieve os protegen
Y a vosotros, héroes de corazón,
Dios no os olvidara
¡Sigue luchando y triunfa!
¡Que Dios te ayude!
A tu lado luchan la verdad y la gloria
¡Y la voluntad es santa!
Taras Shevchenko, “Cáucaso”, 1845
Al entrar en Siversk, la furgoneta se pierde por uno de los caminos y el sonido de los cañonazos ucranianos que repelen los ataques rusos te saca de los versos de Shevchenko. Incluso en los días en los que se produce el reparto de ayuda humanitaria, la guerra no se detiene.
“Los rusos han cometido un genocidio en esta parte de Ucrania, no hay palabras para expresar lo que han hecho, la muerte y la destrucción”, se queja Oleksi Vorobiov, el jefe de la Administración Militar de Siversk, que nos concede una entrevista a regañadientes –y sin fotos– para explicarnos cómo está la situación.
“No te voy a dar el número exacto de personas que quedan, pero te diré que traemos todo lo que necesitan: agua, comida, medicamentos; además hay médico y dos enfermeros”, añade. La doctora de la que habla Vorobiov se llama Alla, y la encontramos también saliendo del edificio de la Administración Militar.
“Me preocupan las dificultades añadidas de vivir sin agua ni electricidad en verano, es aún más duro. Pero los seres humanos pueden acostumbrarse a casi todo”, sentencia la doctora. Es la única médica de toda la comarca, y tampoco tiene intención de irse y abandonar a sus vecinos.
NOSTALGIA SOVIÉTICA
Alla continúa su camino, y dos hombres mayores se acercan al edificio de la Administración para preguntar si han llegado los víveres. “Me siento muy mal, porque la gente está sufriendo por culpa de los políticos; todo está destruido, ¿Cómo me voy a sentir?”, se lamenta uno de ellos.
“Rusia y Ucrania tienen que ser hermanos porque somos vecinos; los americanos están muy lejos para ser nuestros hermanos, y no saben ni señalar Ucrania en el mapa”, prosigue el hombre. “Los políticos tienen sus intereses, y lo pagamos nosotros”, apostilla su amigo, al que le han bombardeado la casa y tiene que vivir en la de otra vecina del pueblo.
Son muy pocas las personas que aún creen posible una reconciliación entre Ucrania y Rusia, pero algunas de ellas resisten en las ciudades más cercanas a los frentes de combate del Dombás porque no tienen miedo de que las tropas rusas avancen hasta ocupar sus casas, y convertirse en sus nuevos vecinos.
En el Dombás la guerra empezó en 2014, una guerra de baja intensidad que poco tiene que ver con la actual, pero con un fuerte componente propagandístico. La propaganda rusa –que niega la existencia de una Ucrania independiente y su identidad como nación– va dirigida en muchos casos a las personas mayores que vivieron buena parte de sus vidas siendo parte de la Unión Soviética.
Los dos hombres de Siversk que aún esperan que Rusia y Ucrania sean hermanos probablemente desconocen lo que las tropas rusas le están haciendo a los civiles ucranianos en los territorios ocupados, donde a las detenciones arbitrarias y las torturas ahora también se suman los trabajos forzosos cavando trincheras para sus propios captores.
“Creo que antes no entendíamos esta obra de Taras Shevchenko”, reflexiona en voz alta Katerina, después de traducirme el poema que estaba escrito en la furgoneta verde mate. “Es increíble que algo tan horrible como una guerra despierte algo que estuvo dormido y borrado durante mucho tiempo”.
Y es que, para las nuevas generaciones de ucranianos –que crecieron más alejados de los ecos de la antigua URSS– lo que la guerra ha despertado no es la nostalgia imposible de volver a ser parte de algo más grande y glorioso, si no la promesa de ser libres para elegir su destino.