¿Hay que tener principios?

Paco Soto

Pie de foto: El genio del humor Groucho Marx.

“Estos son mis principios. Si a usted no le gustan, tengo otros”. Groucho Marx

“Estos son mis principios. Si a usted no le gustan, tengo otros”. Es una de las mejores frases del genio del humor Groucho Marx. Groucho fue el cerebro, el artífice intelectual de los Hermanos Marx. Este grupo de agudos comediantes formado por el propio Groucho, Harpo y Chico encandiló en los años treinta del siglo pasado a Hollywood y medio mundo. En España, algunos políticos de la ultraizquierda como el jefe de ademanes falangistas de Podemos, Pablo Iglesias, intentan emular a Groucho Marx. Pero Iglesias carece de la inteligencia y la gracia del artista estadounidense. Iglesias es un trilero que en un mismo día es capaz de cambiar varias veces de opinión sobre el mismo tema.

Después de haber rechazado el referéndum de autodeterminación unilateral defendido por los independentistas catalanes y la independencia de Cataluña, ahora resulta que apoya la estrategia de los dirigentes soberanistas catalanes. Mañana no lo sabemos, Dios dirá. No es el único dentro de la izquierda radical. El caso de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, también  es paradigmático. Pero Colau es menos inteligente y graciosa que Iglesias, aunque se esfuerce jamás conseguirá ser tan cínica como el jefe del partido morado. Colau desaparecerá de la escena política catalana y española y dentro de unos años nadie se acordará de ella, nadie recordará a un personaje cuya mediocridad intelectual y vacuidad política es espantosa.

Pablo Iglesias es otra cosa. Es un mangante de la política que necesitó del dinero del régimen chavista venezolano y del Irán de los Ayatolas para salir adelante, sí, pero es muy listo y sabe en cada momento y lugar lo que tiene que decir y lo que es mejor callar. No le duelen prendas afirmar públicamente y sin que se le caiga la cara de vergüenza que los independentistas catalanes Jordi Sánchez y Jordi Cuixart son presos políticos. ¿Diría lo mismo del falangista encarcelado por haber atacado con una pandilla de matones el Centro Cultural Blanquerna, dependiente de la Generalitat de Cataluluna, en Madrid? Claro que no. Sin embargo, las motivaciones de los dos Jordis y del falangista son claramente políticas. Pero los tres están en la cárcel por haber cometido una serie de delitos y no por sus ideas políticas. Esto lo sabe Iglesias, que no tiene un pelo de tonto, pero se lo calla porque después de haber hecho sus cálculos políticos le interesa llegar a alianzas tácticas y estratégicas con el independentismo catalán.

Para Iglesias es una buena manera de desestabilizar lo que él denomina “el régimen del 78” y en Cataluña de ganar muchos votos. Pero si mañana Iglesias tuviera que cambiar de posición sobre lo que ocurre en Cataluña lo haría sin el menor problema de conciencia. Es, pensarán muchos lectores, como muchos políticos de la izquierda, el centro y la derecha. Miente y manipula la realidad en función de sus intereses partidistas, electorales y personales. Ahora bien, el caso del líder de Podemos, formación que arrastra las peores taras y defectos de la ultraizquierda antidemocrática y reúne formas, maneras de hacer política y discursos populistas y demagógicos que recuerdan el fascismo mussoliniano y el falangismo auténtico joseantoniano, es llamativo. Iglesias ha hecho todo lo contrario de lo que prometió cuando hace unos años llegó a la vida pública. Su oportunismo rastrero, su matonismo ideológico y su falta de principios le han jugado una mala pasada; ha dilapidado parte del capital político que consiguió acumular en poco tiempo y ha provocado graves problemas internos en su partido y en la relación con sus socios periféricos. Ahora bien, a Iglesias no le importa, porque solo le interesa el poder, y no nos engañemos: el jefe podemita llegó a la vida política española para quedarse.

Pie de foto: Pablo Iglesias, secretario general de Podemos. 

Viene a cuento lo que digo sobre el líder de la formación morada, porque en esta España inculta políticamente, débil moralmente y volátil éticamente, tener principios se ha convertido en un defecto, en una cosa de carcas y antiguos. Los pocos políticos que no renuncian a ello son tachados por sus adversarios, periodistas y ciudadanos de a pie de dogmáticos y rígidos. En el caso del conflicto catalán, si no comulgan con las monsergas independentistas y las terceras vías de los timoratos y apuestan por la aplicación del Estado de derecho hasta las últimas consecuencias, son calificados de representantes de la extrema derecha, fachas o anticatalanes. Yo defiendo que el Estado de derecho debe aplicarse con rigor en Cataluña. Durante años, el Estado ha estado prácticamente ausente en Cataluña y ha dejado solos y sin protección a muchos catalanes que no son independentistas y no desean romper con España. Tengo serias dudas sobre la capacidad del Gobierno del PP por aplicar la ley en Cataluña, caiga quien caiga y vaya a prisión quien tenga que ir. Además, pienso que en este momento el diálogo entre el Gobierno español y la Generalitat es imposible, porque los jefes soberanistas no quieren dialogar con el adversario; quieren simplemente ganar tiempo, acumular fuerzas e imponer sus tesis y engañar a la opinión pública catalana y española. Para dialogar, previamente, se tiene que encontrar un marco político y jurdíco adecuado, y éste, hoy por hoy, es la Constitución y el Estatuto de automomía. Todo lo demás sería perder el tiempo y marear la perdiz.

Pie de foto: Movilización callejera a favor de la independencia de Cataluña, en Barcelona.

Nadie está obligado a compartir mi opinión, por supuesto, ni yo considero que una persona que no esté de acuerdo conmigo sobre la naturaleza de la crisis catalana sea un malvado. En absoluto, sé que no estoy en posesión de la verdad absoluta, y estoy dispuesto a valorar argumentos contrarios a los míos si las personas que los planteen lo hacen con honradez inntelectual. Trampas ninguna. Ahora bien, lo que me parece asombroso es que todos aquellos que no compartimos la cháchara del diálogo sin condiciones -¿y sin principicios?- seamos tachados automáticamente de nazis, fascistas o defensores de Franco. Me parece inquietante para la salud democrática del país, pero también insultante en mi caso, porque no soy ninguna de las tres cosas.

Se hace muy difícil polemizar inteligentemente con personas que ven en ti a una especie de monstruo con siete cabezas que odia a los catalanes, porque no estás de acuerdo con la independencia de Cataluña, e intentas argumentar que el movimiento secesionista que irrumpió con fuerza tras la adopción por el Parlamento autonómico del nuevo Estatuto de autonomía, en 2006, ni es democrático, ni es progresista, ni es pacífico. Decir que, en el fondo, este movimiento es reaccionario, clasista y xenófobo es casi un crimen de lesa humanidad para muchos catalanes independentistas que ya no pueden vivir sin el enemigo exterior, que no es otro que España. Y España, para muchas de estas personas, solo puede ser facha, franquista, intolerante.

 En fin, queridos lectores, vivimos en un país complejo y complicado, un país que después de cuatro décadas de democracia no se ha sacudido de encima muchos complejos; un país donde demasiados ciudadanos se niegan a ser precisamente ciudadanos libres e iguales y prefieren ser subditos de demagogos y embaucadores profesionales, adoptan dogmas petrificados y románticos en lugar de utilizar la razón y encarar los problemas con inteligencia y valentía para solucionarlos. En un país de esta naturaleza, tan dado al griterio y el insulto, mantener principios elementales, conservar la cabeza fría en momentos delicados y apostar siempre y en todo momento por la democracia representativa y la aplicación del Estado de derecho, no es una tarea fácil. Para los periodistas es un ejercicio especialmente complicado.

Es más fácil dejarse arrastrar por los lugares comunes, los tópicos, las frases hechas, y decir que somos buenos y queremos dialogar. Los políticos tendrían que ser un ejemplo para la ciudadanía. Desgraciadamente muchos no lo son. Empecé este artículo refiriéndome a Pablo Iglesias. Pero quiero ser justo con este señor, porque él no es el único que bebe de las aguas putrefactas del engaño, la manipulación, la desvergüenza y la falta de principios. Nos encontramos con muchos especímenes parecidos en las filas del PP, el PSOE, Ciudadanos, IU y los nacionalistas periféricos de diversas tendencias políticas. Pero no nos desanimemos, porque como escribió el gran poeta Antonio Machado: “Hay dos clases de hombres: los que viven hablando de las virtudes y los que se limitan a tenerlas”. 

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