El principio del fin de Donald Trump

Imagen de Donald Trump, presidente de Estados Unidos, y Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representates

A la vista de cómo se están desarrollando los accionamientos después de que Trump decidiese publicar una transcripción de su conversación con el nuevo presidente de Ucrania, Volodymyr Zelenskiy, tal parece que el ocupante de la Casa Blanca se ha precipitado al vacío desde lo alto de su ego al huir hacia adelante. Posiblemente sintiéndose inmune después de haber evitado in extremis el enjuiciamiento cuando Robert Mueller se negó, contra toda evidencia,  a presentar cargos contra el presidente por obstrucción de la justicia o financiación irregular de campañas en relación con la investigación sobre la injerencia rusa  en las elecciones de 2016; Trump bajó la guardia mientras seguía llevando a cabo sus peculiares tratos con mandatarios de países terceros (justo a partir del día siguiente de ser exonerado) ofreciéndole a Zelenskiy un trato que no podría rechazar, tal y como trasluce en las notas de la conversación telefónica entre ambos hechas finalmente públicas, en lo que ya parece un espectacular caso de efecto Streisand, en el que un intento de censura acaba por multiplicar la divulgación de lo que se quería ocultar; en este caso mediante rebuscados subterfugios y sistemas de paralelos de almacenamiento informático. 

En el fondo del escándalo en curso está la misma motivación que llevó a Nixon a encontrar su Némesis en Watergate; obtener información de manera subrepticia para dañar a sus adversarios políticos. Y es posible que esta vez la historia se repita, o que al menos rime, como decía Mark Twain; si bien es dudoso que el proceso de impeachment iniciado por Pelosi culmine su trayectoria, dado que el Senado está en manos republicanas; y ésta es la instancia judicial que ha de dirimir el procesamiento del presidente, en esta ocasión es probable que la implicación en el ‘affair’ del fiscal general William Barr y del abogado particular de Trump, Rudolph Giuliani, en las maniobras para perjudicar la reputación de la familia Biden, con la ayuda de la fiscalía ucraniana, despierte el instinto de supervivencia del Partido Republicano y que sus patricios decidan no hundirse con el barco de Trump y le abandonen a su suerte en un año marcado por las elecciones. Algunos senadores republicanos, como Mitt Romney, y otros cuya reelección está cogida con pinzas, como Susan Collins, Martha McSally o Cory Gardner, ya han marcado distancias con el culto a la personalidad que aún pervive entre los votantes republicanos, y es esperable que a estas voces discordantes se unan las de algunos senadores republicanos al borde de la jubilación, que afrontan un voto que definirá el legado de sus dilatadas carreras políticas. 

Por otra parte, Donald Trump ha acumulado una impresionante lista de cadáveres políticos durante su presidencia, algunos de ellos con perfiles tan notables como James Comey, ex director del FBI. Y no hemos de pasar por alto que un impeachment es un juicio político que se desarrolla bajo las dinámicas propias de la contienda política. La ristra de confusas declaraciones y jeremiadas con alusiones a "cazas de brujas" proferidas por Trump después del anuncio de Pelosi sugieren que barrunta una situación de la que le será difícil zafarse con sus habituales salidas de tono, porque el relato de la transgresión de la seguridad nacional y los repetidos intentos de medrar en las elecciones con la complicidad de otros países es fácilmente comprensible por su patriótica base electoral, una parte de la cual puede empezar a cuestionarse su incombustible lealtad a Trump y la polarización a la que está llevando su guerra cultural, unida a un estilo político irresoluto que se asemeja más a la mala gestión de un negocio familiar que al liderazgo de un hombre de Estado.

Sin embargo, el órdago del Partido Demócrata está lejos de tener asegurado su éxito sin un cierto grado de respaldo bipartidista, lo que podría indicar que en los cálculos de Pelosi el daño que la pulsión de Trump por destejer el orden global establecido que fue el estandarte de los presidentes demócratas desde 1945 haya tenido cierto peso. La retórica del Trump ha socavado la confianza de los aliados de EEUU, al situar la política del Departamento de Estado en clave transaccional; juegos de suma cero en los que los que las economías de la Unión Europea (UE) y Japón, así como las emergentes de Brasil, Rusia, India y China (países BRIC) deben perder para que gane América.  El verdadero peligro de la diplomacia de Trump no son sus incoherencias verbales, sino sus actuaciones coherentes, como en el caso de las guerras comerciales.

Lo que los ideólogos del ‘Trumpismo’ como Banon parece que no supieron entender al reinventar el aislacionismo norteamericano de los años 30, encapsulado en el lema  “America First”, es que los intereses estratégicos de EEUU dependen en gran medida de la existencia de las redes de élites desarrollados por la diplomacia norteamericana para operar en las instituciones internacionales difundiendo conocimiento, influencia y comercio a nivel mundial para preservar el orden internacional liberal en un mundo poscolonial, en el que EEUU ya no juega un papel hegemónico, sino de ‘primus inter pares’. 

Confiar en que estas élites de la sociedad civil constituidas por ‘think-tanks’, fundaciones filantrópicas, universidades y medios de comunicación global, que están profundamente arraigadas en la ‘intelligentsia’ norteamericana, y que se ubican entre los demócratas y los sectores más liberales del partido republicano, se iban a quedar cruzadas de brazos mientras se demolía su obra y razón de ser, es cuanto menos ingenuo. Casi tanto como creer que estas redes de élites no tendrán capacidad efectiva para ejercer presión sobre los miembros del Senado. Los demócratas sólo necesitan el voto de 20 senadores republicanos díscolos.

 

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