Líbano, entre la crisis económica y la amenaza bélica

El primer ministro libanés Saad al-Hariri

Las recientes refriegas que han tuvieron lugar en Líbano fueron causa de gran alarma para las autoridades financieras del castigado país de los cedros. Tanto Fitch como Moody rebajaron hace poco las calificaciones crediticias de Líbano y situaron sus perspectivas de solvencia económica en terreno negativo.

En esta tesitura, las tensiones en la frontera entre Hizbulá e Israel colocan al país en una situación particularmente sombría, al punto de que sus gobernantes se vieron en la necesidad de declarar una situación económica de emergencia después de una reunión urgente destinada a encontrar salidas a la crisis que asola al país.

Líbano tiene una de las deudas públicas más elevadas a escala global, llegando al 150% de su PIB, mientras que el crecimiento está en 0,2% y sigue su tendencia bajista, al tiempo que el déficit presupuestario alcanza ya el 12% del PIB, como consecuencia de la pronunciada desaceleración económica y una caída drástica de la entrada de divisas que se ha emparejado con la fuga de capitales, todo ello en el marco de un alto grado de corrupción sistémica y elevados niveles de desempleo. Adicionalmente, el país es refugio de cientos de miles de desplazados sirios y palestinos.

Todo esto obliga al primer ministro libanés, Saad Hariri, a adoptar con el apoyo del presidente Michel Aoun un conjunto de impopulares medidas de austeridad para reducir el déficit presupuestario, como la congelación del empleo en el sector público y la reforma del sistema de jubilación y pensiones, además de la llevar a cabo la privatización parcial de algunos servicios públicos, y el aumento del IVA y las tasas a los combustibles.

Esta coyuntura ha perjudicado, asimismo, la paridad de la moneda libanesa en relación al dólar estadounidense, con el que está vinculada, acentuando aún más las penurias económicas del país, que ya ha alcanzado una inflación superior al 6% que se ha empezado a situar en zona de quiebra, una amenaza que se vería sensiblemente magnificada si el país se convierte una vez más en el campo de batalla de Israel y Hezboláh.

Pese a ello, el primer ministro Hariri rechaza por ahora plantearse un rescate por parte del Fondo Monetario Internacional que llevaría a que las autoridades libanesas dejaran de tener el control efectivo de su política monetaria, cuya soberanía se percibe en el país como una cuestión de orgullo nacional.

Pero incluso si las medidas de choque del Gobierno libanés tienen éxito, al menos parcial, mitigando los efectos de la profunda crisis actual, la amenaza que suponen los problemas estructurales relacionados con los conflictos internos y regionales atan las manos de Saad Hariri: una nueva edición de la guerra que asoló el país en 2006 sería con toda probabilidad aún más dañina para Líbano, habida cuenta de la experiencia de combate que Hizbulá ha adquirido en el conflicto Sirio -donde un importante contingente combatió al lado de las tropas de Bachar al-Asad- aunque su participación contra las milicias sunitas en Siria e Irak desincentiva su interés actual por elevar la tensión con Israel, al haber situado las prioridades de su actividad militar contra los intereses de Turquía y Arabia Saudí.

Por su parte, la preocupación inmediata de Israel se centra en contener la amenaza potencial que supondría la consolidación de bases de misiles balísticos con capacidad para alcanzar territorio israelí, por lo que es presumible que su ejercito focalizará mientras pueda su actividad en actuaciones quirúrgicas selectivas, antes que en operaciones militares a gran escala, aunque esto dependerá en buena medida de quién sustituya al malogrado John Bolton, y de la sintonía que haya con Trump después de las elecciones en Israel en relación a la contención de Irán.

Este impasse de conveniencia podría presentar a Saad Hariri una ventana de oportunidad para que tratase de aprovechar el cambio coyuntural en las dinámicas bélicas entre Hizbulá e Israel para acometer reformas políticas de calado, con el objetivo de rebajar el grado de sectarismo institucional que restringe la existencia de una oposición política y contrapoderes, mediante una reestructuración progresiva del sistema político que obligue a la rendición de cuentas de las élites gobernantes, y promueva un pluralismo partidista que pueda servir para poner trabas a la corrupción generalizada que, a día de hoy, goza del amparo tácito o activo de los principales partidos confesionales, y que supone el principal factor que limita la capacidad de Líbano para progresar económicamente.

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