Rusia y Bielorrusia, vecinos y actualmente aliados, afrontan una difícil etapa en la que pueden redefinirse sus relaciones de cara a las próximas décadas

Juego de poder entre Putin y Lukashenko

PHOTO/SERGEY BOBYLEV,TASS/SPUTTNIK,KREMLIN via AP - El presidente bielorruso Alexander Lukashenko (izquierda) y el presidente ruso Vladimir Putin (derecha), durante una reunión en Minsk

El Tratado de la Unión es el camino que define las relaciones entre la Federación de Rusia y la república de Bielorrusia. Actualmente atraviesa una de las etapas más pedregosas de su historia reciente. El proyecto común que une ambos Estados cumple dos décadas y afronta un periodo de crisis marcado por la necesidad de Putin y Lukashenko de permanecer en el poder. Como derivada de esta pugna han aflorado tensas relaciones comerciales durante este último año, unidas a la instrumentalización de voces nacionalistas por parte de ambas partes. Con la continuidad de sus mandatos en entredicho, Putin y Lukashenko juegan sus cartas para afianzar su posición y consolidar sus intereses geoestratégicos. En este contexto, los dos presidentes se han reunido recientemente en la ciudad rusa de Sochi para abordar el futuro de sus lazos bilaterales. 

Tras el colapso de la URSS, Alexandr Lukashenko, que apenas alcanzaba los cuarenta años, aspiraba a liderar un producto político surgido de las cenizas del gigante euroasiático. La aparente tibieza de Boris Yeltsin daba campo al mandatario bielorruso para encabezar el aparato estatal que pretendía ser heredero del legado soviético. Sin embargo, desde la llegada al Kremlin de Vladimir Putin, las aspiraciones de Lukashenko han disminuido considerablemente.

El Tratado de la Unión entre Rusia y Bielorrusia de 1999 constituyó un arma estratégica para Moscú, que contaba con un Estado tapón ante la deriva atlantista de los países centroeuropeos, pocos años antes adscritos a su órbita. Este pacto miraba hacia la integración política y militar, pero fundamentalmente se redujo al terreno comercial. En este escenario, Rusia ha disfrutado de un país satélite comunicado con Polonia y afín a sus intereses frente a Occidente, mientras que Minsk se ha beneficiado de jugosos descuentos arancelarios, especialmente en la importación de hidrocarburos. 

Con el desafío de la continuidad muy presente en la agenda política de ambos líderes, tanto Putin como Lukashenko han estirado de la cuerda hacia su propio terreno a lo largo de los últimos meses. La denominada "maniobra fiscal" que Moscú ha emprendido, suprime las ventajas comerciales de las que gozaba el régimen de Minsk, al que el Gobierno ruso reclama más voluntad de integración. Sin embargo, frente al miedo de caer en desgracia, Lukashenko ha abierto la puerta a las voces que claman por el resurgimiento de la identidad nacional bielorrusa, a través del lenguaje y la cultura perdida a causa de una centenaria rusificación. 

A pesar de ello, nada apunta a que Vladimir Putin pueda servirse de una presidencia supranacional para salvar el obstáculo de su fin de mandato en 2024. No obstante, el presidente bielorruso transita áreas pantanosas al haber recurrido a elementos prácticamente considerados como enemigos del Estado, para tomar distancia del Kremlin. Lukashenko afronta unos comicios generales en 2020 y su preocupación principal es evitar la bancarrota del país, unida irremediablemente a su popularidad. 

Putin y Lukashenko

Mientras el Gobierno de Putin hace lo propio y trata de sanear las cuentas rusas con el mismo fin, la posición de Bielorrusia en el panorama internacional tiende a la neutralidad, como ya se observó en su papel de mediador en los acuerdos de Minsk, para tratar de solucionar el conflicto en Ucrania. Si bien Minsk no parece tener intención de apoyar -al menos a corto plazo- los movimientos de Rusia en el este de Ucrania, Moscú continúa presionando para instalar bases militares, sugiriendo compensaciones a cambio de avances provechosos en el Estado de la Unión. 

El declive económico de ambos países urge a las dos administraciones a buscar fórmulas que revitalicen sus mandatos. Rusia, por su parte, mantiene varios frentes abiertos y dispone de un mayor espacio para actuar, pero Bielorrusia se debate entre ceder ante las imposiciones del Kremlin o dejarse seducir por la Unión Europea. Precisamente, Bruselas ha mantenido una política de sanciones hacia Minsk con objeto de castigar sus severas deficiencias democráticas, aunque tiende puentes ante cualquier gesto de acercamiento, tal y como reclama un importante sector de la sociedad civil bielorrusa. 

La pasada semana se produjo una multitudinaria manifestación en Bielorrusia en favor de la soberanía nacional, en la que cientos de asistentes exigieron medidas al Gobierno. En línea con esta demanda pública, Lukashenko se ha mostrado reacio a suscribir en Sochi, o en el futuro, cualquier acuerdo que menoscabe la independencia de su país. Por su parte, la actitud de Moscú tampoco ha variado, materializando la ya pactada venta de una partida de aviones de combate a Minsk a un precio poco amistoso. 

Transcurridas dos décadas de la firma del Tratado de la Unión, los avances parecen estancados. La ambigua retórica de Minsk respecto a su poderoso vecino no deja clara su posición, en cambio, se balancea a conveniencia entre un amago de proximidad hacia Occidente y la recuperación del apoyo incondicional a Moscú. Habida cuenta la habilidad de Rusia para desenvolverse en conflictos enquistados, las estáticas posiciones de los dos presidentes en esta materia no augura una conclusión próxima del asunto. 

Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato