Lord Ismay decía que la Alianza se había creado «para mantener a los rusos afuera, a los americanos dentro, y a los alemanes debajo»

La OTAN después de los 70: desafíos, redefinición y fortalecimiento de la alianza

IEEE - La OTAN después de los 70: desafíos, redefinición y fortalecimiento de la alianza

Tal célebre frase resume la naturaleza original de la OTAN. Desde entonces, la OTAN se ha adaptado de acuerdo con los cambios en la geopolítica global. Como resultado de esa trayectoria y de la dinámica de las relaciones transatlánticas, desde la Cumbre de Gales de 2014, se han planteado los mayores desafíos internos y externos que la Alianza ha vivido hasta hoy. Sin embargo, los mayores desafíos de la OTAN hoy son internos y de dimensión política más que estratégica, y se dividen en torno a cinco cuestiones: el compromiso de los EEUU con la defensa europea y la exigencia de una carga compartida más justa; la división entre los aliados sobre los objetivos y el rol de la Alianza; la política de expansión flexible; el debate sobre una defensa europea autónoma y sus efectos en las relaciones UE-OTAN; y el rol de la Alianza ante el nuevo equilibrio del poder global. Este análisis analizará las alternativas y los posibles escenarios para cada uno de dichos desafíos y presentar las perspectivas de futuro para la OTAN.

Introducción

Lord Ismay, el primer secretario general de la OTAN decía que la Alianza se había creado «para mantener a los rusos afuera, a los americanos dentro, y a los alemanes debajo». Tal célebre frase resume la naturaleza original de la OTAN. Entonces, el contexto internacional en el que se creó la Alianza Atlántica era drásticamente distinto al de hoy, formado ya por dos bloques liderados por las dos superpotencias: EE. UU. y la Unión Soviética. Desde entonces, la OTAN ha evolucionado de acuerdo con los cambios en la geopolítica global, adaptándose a los distintos acontecimientos y periodos de la historia. No obstante, dicha evolución ha estado influenciada por los dos principales factores que subyacen a su razón de ser: la dinámica de relaciones entre EE. UU. y los países de Europa Occidental y, por otro lado, la rivalidad con Rusia.

Sin embargo, en 1991, se producen dos hechos coincidentes e importantes para la organización: el final de la Guerra Fría y la adopción de un nuevo concepto estratégico que le dio un renovado rol para el nuevo contexto internacional. De este periodo, caracterizado por la supremacía militar atlántica y la reconversión de la OTAN como organización proyección de seguridad internacional, se pasó al nuevo contexto geopolítico después del 11S, en el que se dio la ampliación geográfica de la Alianza, el resurgir de Rusia como potencia y la aparición de nuevas amenazas no convencionales
—como el terrorismo internacional y la ciberseguridad—. Esta conjunción de hechos alcanzó su punto álgido con la agresión rusa de Crimea, que trajo un nuevo escenario para la seguridad europea, así como hizo recuperar a la OTAN su misión original de disuasión y defensa de Europa.

Dichos acontecimientos abrieron un nuevo periodo en la historia de la Alianza cuyo hito fue la Cumbre de Gales de 2014 y que, desde entonces, ha planteado los mayores desafíos internos y externos que la Alianza ha vivido hasta hoy. Exteriormente, la OTAN se enfrenta a una Rusia más amenazante y temerosa de la expansión atlántica y que acecha el flanco este. Además, la aparición del Dáesh, la guerra en Siria y la inestabilidad en Libia y el Sahel han supuesto amenazas no convencionales constantes, dentro y fuera de Europa, elevando el riesgo en el flanco sur. Sin embargo, es en el interior donde la OTAN ha encontrado sus mayores desafíos y que se pueden dividir en torno a cinco grandes cuestiones: el cuestionamiento del compromiso de los EE. UU. con la defensa de Europa y la exigencia de una carga compartida más justa; la división entre los aliados sobre los objetivos comunes y el rol de la Alianza; la política de expansión flexible; el cada vez más divisivo debate sobre una defensa europea autónoma y sus efectos en las relaciones UE-OTAN; y el rol de la Alianza ante el nuevo equilibrio del poder global. Además, el cuestionamiento de la organización por algunos líderes atlánticos en el año de su 70 aniversario ha llevado a un periodo de reflexión sobre su futuro con un resultado aún incierto. Ante este complejo escenario, ¿cuáles son las perspectivas de futuro para la OTAN?

Este análisis quiere mostrar que las perspectivas de futuro de la Alianza son positivas, pero se necesita un liderazgo interno para abordar los desafíos presentes. En primer lugar, vamos a analizar qué factores, resultado de la dinámica de las relaciones transatlánticas, han condicionado la proyección de la Alianza y que están en el origen de esos desafíos. Como resultado de esta trayectoria y del cambiante contexto geopolítico, desde 2014, la OTAN se enfrenta a unos retos que podemos llamar multidimensionales, por su diverso origen y naturaleza. En segundo lugar, abordaremos aquellas cinco cuestiones que, a nuestro juicio, hoy condicionan el futuro de la OTAN y que son de dimensión política y de liderazgo, proponiendo las alternativas y los posibles escenarios para cada uno de dichos desafíos. Acciones que implicarían una redefinición política más que estratégica de los objetivos y el rol de la Alianza, es decir, qué OTAN queremos y qué queremos que haga. Esto requerirá un nuevo compromiso de los aliados sobre los objetivos comunes y la responsabilidad compartida de la seguridad atlántica. Además, se debe reevaluar la política de expansión basándola en cálculos geopolíticos y menos integracionistas; y lograr una estabilización de las relaciones UE-OTAN, definiendo los intereses y la tarea de cada una. Por último, la OTAN debe hacer frente a ese reequilibrio del poder global interiorizando el ascenso de China y sus implicaciones para la seguridad para no quedarse relegada de la nueva competencia entre potencias. En definitiva, hoy la OTAN es la Alianza militar más exitosa de la historia y su futuro dependerá del liderazgo político para lograr el consenso necesario para abordar sus desafíos y de las decisiones que se tomen en su próxima Cumbre.

La OTAN en un mundo bipolar

El 5 de marzo de 1946 en Fulton, Missouri, mientras compartía tribuna con Harry Truman, Winston Churchill —ya fuera del poder— clamó que «un telón de acero había caído sobre todo el continente». Aquella premonición fue el anuncio de que Europa y el mundo se dividiría en dos.

La ruptura que se produjo entre la URSS y las democracias occidentales llevó a Reino Unido y a Francia a concluir el Pacto de Bruselas en 1948.

Este era un proyecto británico ideado por Erns Bevin, secretario del Foreign Office, que serviría de base para un sistema de defensa que involucrase permanentemente a los norteamericanos, calmase la preocupación de Francia de un posible resurgimiento alemán y contuviese a los soviéticos, como él mismo expresó. Así, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) vino a cumplir los requisitos de Bevin y también los de una Administración Truman decidida a añadir un ancla de seguridad a su nueva estrategia de contención. El tratado creó una alianza militar y de seguridad mutua y fue firmado el 4 de abril de 1949, por EE. UU., Canadá y los países del Pacto de Bruselas al que se sumaron Italia, Dinamarca, Noruega, Islandia y Portugal.

En ese contexto histórico y con esos objetivos claros nace la OTAN. A partir de entonces, la rivalidad con la Unión Soviética y sus efectos en las relaciones transatlánticas, para después ser reemplazada por la rivalidad con la nueva Rusia y sus efectos en las relaciones EE. UU.-UE, forzará su adaptación a los nuevos escenarios geopolíticos. La situación de las dos Alemanias y el estallido de la guerra de Corea llevaron al rápido desarrollo de la estructura militar y política creándose la figura del secretario general que recayó —por insistencia de Churchill— en Lord Ismay. La contención del comunismo llevó a la primera ampliación de la Alianza, hacia Grecia y Turquía a fin de evitar que cayeran bajo la esfera soviética, accediendo a la OTAN en febrero de 1952. El rechazo del Senado francés en agosto de 1954 al proyecto de la Comunidad Europea de la Defensa precipitó la solución de la «cuestión alemana». Esta fue admitida en la OTAN en mayo de 1955 y se permitió su rearme dentro del marco de esta, completando así, el tríptico de seguridad ideado por Bevin y preconizado por Lord Ismay. De esta manera, quedó establecida la esfera de influencia de Estados Unidos en la Europa de posguerra, la cual respondía más a sus temores que a sus ambiciones y, por otro lado, a la debilidad de Europa Occidental.

La crisis de los misiles en Cuba puso de manifiesto las diferentes visiones de los aliados sobre la seguridad. Francia, apoyada por Alemania, sostenía que por una acción unilateral de EE. UU. en su lucha con la URSS podría desencadenar una guerra nuclear que arrastraría, por medio de la cláusula de asistencia mutua (art. 5), a los demás aliados. A la postre, aquello significó la promoción de una política europea independiente y que se exteriorizó con el pretexto del Skybolt. Así, ante la negativa de EE. UU. para la fabricación de este misil de crucero, EE. UU. propuso la integración de la fuerza nuclear europea bajo un mando común en la OTAN a fin de mantener el control de la fuerza nuclear aliada.

Reino Unido aceptó y unió su política nuclear a la de EE. UU., pero Francia no se sometió en orden a guardar su interés nacional y su margen de decisión. Este hecho marcó el inicio de un largo debate filosófico sobre la naturaleza de la cooperación atlántica y la competencia por el liderazgo aliado en Europa. Como resultado, el presidente De Gaulle ordenó retirar a Francia del mando integrado de la OTAN, en 1966, al que solo regresaría en 2009 con Sarkozy en la Presidencia.

A partir de entonces, los nuevos desarrollos de la Guerra Fría y el cambio de política de EE. UU. de la contención a la distensión, llevo a que la relación entre las dos superpotencias pasase a gestionarse de manera bilateral. En definitiva, la OTAN había sido creada para evitar cualquier agresión soviética en Europa y cumplió su cometido. Esto dio la seguridad y estabilidad para que Europa desarrollara su proceso de integración propio que fue la CEE, aunque con un fin mayormente económico. Sin embargo, Europa hizo depender su seguridad de los EE. UU., limitando su capacidad militar y, tras la crisis de 1966, quedó latente la tensión entre una política exterior y de seguridad autónoma liderada por Francia y otra dependiente de EE. UU. Estas cuestiones reaparecerían con mayor intensidad a finales de los 90 y se han convertido hoy en una cuestión divisiva entre los aliados.

La OTAN y el nuevo orden internacional

Cuando la Unión Soviética agonizaba, James Baker, entonces secretario de Estado norteamericano dijo, en junio de 1991, que se debía «crear una comunidad euroatlántica que se extienda de Vancouver a Vladivostok». Aquella reflexión fue demasiado optimista como temprana y se terminó desvaneciendo por completo a lo largo de la década. Aquel año se produjeron dos hechos importantes que marcarían el futuro de la Alianza Atlántica: el final de la Guerra Fría y la adopción de un nuevo concepto estratégico —el primero público— para el nuevo contexto internacional unipolar.

La Guerra Fría terminó con la sobria dimisión de Gorbachov como presidente de una Unión Soviética ya extinta. La división política de Europa que había sido la fuente de la confrontación de la Guerra Fría había terminado. La potencial amenaza de una invasión soviética, que había sido la principal preocupación de la OTAN, había desaparecido. ¿Qué pasaría entonces con una OTAN sin la razón principal para lo que había sido creada?

La respuesta la había ya dado Baker al poco de caer el muro, al evocar la necesidad de «poner en pie un nuevo sistema de seguridad».

La reflexión tenía su origen en los procesos democratizadores en Polonia, República Checa, Hungría y los Estados bálticos que miraban hacia Occidente por la necesidad de proteger sus fronteras de la URSS. Entonces, la nueva geopolítica europea y el estallido de los conflictos en Yugoslavia pusieron las premisas para que, en la Cumbre de Roma en noviembre de 1991, los aliados adoptaran un nuevo Concepto Estratégico que reflejara dichos cambios geopolíticos. El Concepto ofreció a la Alianza un nuevo enfoque amplio sobre la seguridad y le atribuyó un rol para contribuir con la paz y la estabilidad a través de la cooperación y la gestión de crisis en Europa. Aquel fundamento —sin que fuera esa su intención— serviría de «base jurídica» para la nueva misión de la OTAN en las siguientes dos décadas: intervenir en conflictos y combatir las amenazas que pusieran en peligro la seguridad europea e internacional.

El sangriento conflicto en Bosnia-Herzegovina ofreció la oportunidad para que la OTAN estrenara su nuevo rol. El conflicto acabo con la firma de los Acuerdos de Dayton, en noviembre de 1995, significando un éxito para la OTAN. Esto mostró el contexto unipolar del momento en el cual la seguridad internacional residía en un Occidente liderado sin contrapeso por EE. UU. Aquella situación no volvería a repetirse puesto que, cuando surgió pocos años más tarde, el conflicto en Kosovo, la cohesión occidental se había resentido y esta vez Rusia impidió una acción en el marco de la ONU.

Los conflictos en los Balcanes tuvieron consecuencias en las relaciones transatlánticas, pues trajeron un viejo debate: la autonomía europea en materia militar y la dependencia de EE. UU. Terminado el conflicto de Bosnia, EE. UU. promovió un mecanismo de cooperación con la UE, creándose la Identidad Europea de Seguridad y Defensa (ESDI, por sus siglas en inglés), cuyo objetivo era reequilibrar los roles y responsabilidades entre Europa y EE. UU. El conflicto de Kosovo mostró una vez más la incapacidad de una UE, lo que provocó la iniciativa francobritánica contenida en la Declaración de Saint Malo, donde se pusieron las bases para el desarrollo de una defensa europea y que daría lugar al lanzamiento, en junio de 1999, de la Política Europea de Seguridad y Defensa (PESD).

Por otro lado, desde 1991, se impulsó la cooperación sobre nuevas bases con Rusia y los ex-Estados soviéticos para la creación de un espacio de seguridad euroatlántico.
Se concluyeron acuerdos de cooperación de enfoque regional con todos los países vecinos, pero terminaron convirtiéndose en partenariados de poca relevancia. El deseo de Rusia —una vez salida de sus crisis internas— de buscar una relación igualitaria y directa con la OTAN desembocó en la firma del Acta inicial sobre las relaciones, cooperación y seguridad mutua, en mayo de 1997, como un mecanismo para la creación de confianza. Por tanto, el espíritu preconizado por Baker de una comunidad de seguridad se desvaneció. En su reemplazo, la OTAN comenzó su proceso de ampliación a Europa del Este hacia finales de la década.

Los desarrollos geopolíticos de la década superaron las previsiones de 1991 y se aprobó un nuevo Concepto Estratégico que introdujo los cambios producidos, pero que quedaría superado por los acontecimientos del 11S. Desde entonces, la misión de la OTAN se enfocó en la lucha contra el terrorismo internacional, así como en la gestión de zonas salidas de conflictos como Irak y Afganistán, cambiando las prioridades de la Alianza y su adaptación estratégica y militar. Además, la OTAN vio reaparecer algo que parecía olvidado: el resurgimiento de Rusia como rival y poder amenazante para Europa. La Conferencia de Múnich de 2007 sirvió de escenario para el anuncio de la nueva doctrina del presidente Putin de terminar el momento unipolar que EE. UU. había disfrutado.

Así, como resumen, podemos decir que el Concepto Estratégico de 1991 pretendió darle un nuevo rol a la Alianza para contribuir con la seguridad europea en sentido amplio, pero terminó sirviendo para que la OTAN interviniera en conflictos fuera de su territorio. Desde el 11S, la Alianza se reorientó estratégica y tácticamente hacia la lucha contra el terrorismo global y gestión de zonas postconflicto. Consecuencia de su intervención en los Balcanes fue el desarrollo, dentro de la Unión Europea, de una política de defensa europea que, con el tiempo, avivaría la división entre sus miembros sobre la dependencia europea de la capacidad norteamericana. Por otro lado, la imposibilidad de la creación de un espacio de seguridad euroatlántico propició, en su lugar, vagos acuerdos de asociación con países vecinos y con Rusia, mientras le daba para que resurgiera nuevamente como una potencia rival para occidente. Además, se optó por una expansión flexible de la Alianza hacia los Estados del centro y este de Europa, pasando de 16 a 28 Estados miembros en solo 10 años (1999-2009). El rol internacional de la OTAN, y su éxito en operaciones como Libia, hizo parecer que había olvidado su misión original de disuasión. La agresión de Crimea por parte de Rusia, en marzo de 2014, y su posterior anexión volvió a plantear la disuasión y defensa territorial de Europa como misión prioritaria.

La OTAN en la era de desafíos multidimensionales

La conjunción de estos factores internos y externos han sido claves en la formación del escenario geopolítico que se le presenta a la OTAN actualmente.

No obstante, 2014 significó un punto de inflexión en la historia de la organización por la conjunción de algunos acontecimientos relevantes: la anexión de Crimea y la aparición del Dáesh agravaron el escenario de seguridad en el que la OTAN operaba y llevaron a la organización a un replanteamiento sobre su misión y estrategia en la Cumbre de Gales. Desde entonces, se ha abierto un nuevo periodo que podemos denominar de desafíos multidimensionales porque confluyen desafíos internos y externos de naturaleza política y estratégica, así como amenazas de diversos tipos. Además, este escenario se ha visto agravado por el cuestionamiento y divergencias de algunos líderes aliados sobre el futuro de la Alianza.

Como desafíos exteriores, la OTAN se enfrenta a una Rusia más amenazante y temerosa de la expansión atlántica. La anexión de Crimea ha generado un aumento de la tensión en el flanco este de la Alianza que no ha parado de aumentar desde entonces. La aparición del califato del Dáesh, en junio de 2014, a raíz de la inestabilidad en Siria, extendió desde allí su acción terrorista contra Occidente, así como el apoyo y financiación de grupos terroristas en el Sahel y el norte de África ha elevado drásticamente los riesgos en el flanco sur. Además, hay que añadir el posicionamiento implícito de China como superpotencia y otros actores decididos a desafiar el orden internacional liberal. Por otro lado, la OTAN hoy se enfrenta a 4 tipos de amenazas: las convencionales; amenazas no convencionales, como el terrorismo yihadista; las amenazas hibridas; y la ciberseguridad, que se puede considerar ya como el nuevo frente de batalla de la Alianza. Pero ¿cuáles han sido las respuestas concretas a este nuevo escenario de seguridad?

La Cumbre de Gales marcó el inicio de una nueva etapa en la historia de la Alianza, porque sirvió por un lado como acknowledgement o de reconocimiento del nuevo contexto de seguridad para que la Alianza reorientara sus capacidades a su tarea original de disuasión y protección territorial de Europa. Por otro lado, también sirvió para dar respuesta a los desafíos exteriores y a las diversas amenazas. Entre las decisiones más importantes, tenemos la creación de un Plan de Acción de Preparación Aliada (Readiness Action Plan). Otro hecho importante fue la adopción del Compromiso de Inversiones en Defensa (Defense Investment Pledge) que fijó el objetivo para cada aliado de dedicar al menos el 2 % del PIB a gasto en Defensa para 2024. Este era un compromiso político (y no jurídicamente vinculante) establecido por los jefes de Estado y Gobierno, sobre una cuestión estratégica.

No obstante, se convirtió al poco tiempo, en una cuestión política que serviría de argumento para el posterior enfrentamiento entre EE. UU.-UE sobre la carga compartida (burden sharing). Hay que destacar también, el establecimiento, paralelamente a la Cumbre de Varsovia de 2016, de la «Asociación Estratégica UE- OTAN» que buscaba crear un mecanismo de cooperación para el impulso de capacidades de defensa conjuntas, vistas las divergencias del pasado.

No obstante, sería la coyuntura política en EE. UU. y en Europa, lo que provocaría el debate abierto de las cuestiones que más dividen a la Alianza. Dos hechos fueron principalmente el origen: El brexit provocó una reacción inédita para el desarrollo de la defensa europea que avivo el debate de la autonomía estratégica europea. Por otro lado, la llegada a la presidencia de EE. UU. de Donald Trump trajo el cuestionamiento de la utilidad de la OTAN, utilizando la cuestión de la carga compartida para exigir una mayor contribución a los europeos. A esto se sumaron otros desarrollos de la coyuntura internacional: la intromisión rusa a través de campañas de desinformación en occidente; la incursión turca en Siria, en otoño de 2019, que evidenció la falta de coordinación al interior de la Alianza; y el deseo de Francia de liderar una alternativa de defensa europea al margen de la OTAN y de la UE. Todos estos hechos han ido socavando la credibilidad de la Alianza, así como su cohesión interna.

Así, hoy la OTAN se enfrenta a un momento crítico porque los desafíos más importantes son internos y de dimensión política. Abordarlos implicaría la redefinición de los objetivos y el rol de la Alianza, así como de un liderazgo interno para lograr un nuevo consenso sobre dos cuestiones claves: qué tipo de OTAN queremos y cuál debe ser su rol en el futuro. De esta manera, dichos desafíos se pueden dividir en torno a cinco cuestiones concretas pero muy entrelazadas: 1) el cuestionamiento del compromiso de los EE. UU. con la defensa de Europa y la exigencia de una carga compartida más equitativa a los europeos. 2) La división entre los miembros sobre los objetivos comunes, es decir el rol de la alianza y los valores que defiende. 3) La política de expansión flexible de la Alianza que ha incrementado el espacio territorial de aplicación del art. 5. 4) La estabilización de las relaciones UE-OTAN debido al cada vez más divisivo debate sobre una autonomía estratégica europea y sus efectos en las relaciones transatlánticas. Y, por último, 5) El nuevo equilibrio del poder global por el ascenso de China y sus consecuencias para la seguridad internacional.

En definitiva, podemos afirmar que desde 2014, la Alianza y sus Estados miembros han respondido al nuevo escenario geopolítico con un enfoque reactivo y con iniciativas estratégico-militares. Sin embargo, no ha abordado cuestiones relevantes que requerían un enfoque y respuesta de dimensión política. Esta situación se puede atribuir en sentido amplio a que, desde la anexión de Crimea, la OTAN ha respondido a los desafíos del contexto geopolítico bajo la indefinición, actuando al mismo tiempo por dos vías: la de la disuasión y la defensa colectiva y la de la proyección de seguridad internacional, sin una cohesión política de sus miembros y en un momento de caos del orden internacional. La coyuntura política interna en EE. UU. y la UE abrieron la caja de pandora de cuestiones latentes dentro de la Alianza, que nadie se atrevía a abordar y han llevado a un cuestionamiento general del rol de la Alianza. Entonces, ante el panorama aquí descrito, ¿cuáles son las perspectivas de futuro para la OTAN?

Desafíos políticos y perspectivas de futuro para la OTAN

El periodo de reflexión sobre el futuro de la OTAN iniciado por el secretario general debe tener un carácter abierto, reformador y, sobre todo, debe generar consenso entre sus líderes para dar respuestas a los desafios actuales. Así, con el fin de contribuir a esa reflexión, planteamos algunas alternativas de cómo abordar cada uno de los desafíos señalados y los posibles escenarios de futuro para la Alianza.

El cuestionamiento norteamericano y la carga compartida

Desde el final de la Guerra Fría, Europa no es más el escenario estratégico del mundo, perdiendo relevancia como teatro de la geopolítica global mientras lo ganaban otros espacios hacia donde los EE. UU. ponían su atención. Esto se ha manifestado en la reducción de la presencia militar norteamericana en Europa desde entonces. Y solo a partir de entonces, los principales países europeos reconocieron que, desde 1949, habían externalizado su propia seguridad y que ahora tendrían que cubrir el vacío que iba dejando EE. UU. Bajo esas premisas, se da el cuestionamiento del compromiso de los EE. UU. con la seguridad europea que ha tenido dos manifestaciones claras: la cuestión del 2 % del gasto en defensa y la demanda a Europa de una mayor responsabilidad por su defensa. Ambas cuestiones, presentadas hoy como narrativas políticas por la Administración norteamericana y parte de la opinión pública, no ocultan el fondo de una cuestión latente.

El compromiso del gasto del 2 % para 2024 buscaba aumentar la inversión en defensa de los aliados europeos para reforzar las capacidades de disuasión de la Alianza, bajo el argumento norteamericano de que la carga de la seguridad euroatlántica debía ser más equitativa y se debía aportar su cuota por ella. La cuestión no era nueva. Desde los tiempos de Eisenhower y Kennedy, los Gobiernos norteamericanos han aplicado un enfoque empresarial a la OTAN por el cual, la influencia y el control debería reflejar la contribución material de cada miembro, mientras que los europeos utilizaban como enfoque la solidaridad entre aliados. Por otro lado, la cuestión del 2 % no fue una creación de la Cumbre de Gales, sino traída a debate ya por la Administración Bush en 20061.

Sin embargo, el compromiso del 2 % no es una medida efectiva. Si miramos hoy, solo EE. UU. con un 3,5 %, Reino Unido (2,10 %), Polonia (2 %), Grecia (2,78 %) y los Estados bálticos (Estonia, Letonia y Lituania) alcanzan la cifra de 2 % acordada en Gales en 2014. Sin embargo, de los siete países mencionados solo dos son grandes potencias militares con una capacidad autónoma de defensa. De esta manera, no se debería considerar el porcentaje sino la contribución en valores reales, es decir, las capacidades de cada pais para contribuir efectivamente a la defensa colectiva aliada. El argumento del 2 % es una simple medida, pero un arma política muy dañina para la cohesión atlántica.

Una alternativa sería la adopción de un compromiso para el desarrollo de capacidades estratégico-militares concretas por cada miembro o grupo de países en función de su PIB, capacidad industrial e intereses estratégicos. Es decir, un compromiso sobre un resultado concreto como pueden ser número de portaviones, satélites, aviones de combate o proyectos específicos en industria de defensa. Esto podría presionar a los Aliados europeos para aumentar el gasto en defensa basado en un enfoque estratégico y reducir las quejas norteamericanas. Al mismo tiempo esto aumentaría las capacidades nacionales y en conjunto de la OTAN y evitaría continuos cuestionamientos mutuos. De seguir con el compromiso actual, seguiremos discutiendo por ver quien alcanza y quien no el 2 % en 4 años, cosa que considerando el panorama de desaceleración económica para 2020 y la dificultad de algunos países occidentales para lograr tal cantidad de gasto en defensa no se prevé realista. Esto daría más munición a una Administración norteamericana poco dispuesta seguir aplicando el principio de solidaridad y que podría originar la negativa de EE. UU. a seguir participando en operaciones OTAN que no sean estrictamente en su interés.

La demanda de una mayor responsabilidad europea para su defensa viene en parte del mismo enfoque: Los europeos deben asumir su parte (su share) de responsabilidad en su seguridad y defensa. Fue a raíz de los conflictos en los Balcanes en los noventas que surgió esta cuestión que llevo a los EE. UU. a tomar dos actitudes muy contradictorias. Por un lado, promovieron el desarrollo de capacidades europeas propias (recordemos la IESD de 1996), pero afirmando la supremacía de la OTAN como mecanismo para la defensa de Europa. Por otro, siempre fueron escépticos del desarrollo de una Europa de la defensa. Cabe recordar que ante el lanzamiento de la Política Europea de Seguridad y Defensa (PESD), Madeleine Albright, entonces secretaria de Estado norteamericana dijo que solo debía desarrollarse la PESD si cumplía las tres «D»; no Desconexión de la OTAN; no Duplicación de estructuras; y no Discriminación de los miembros europeos no miembros de la UE. Aquella filosofía termino por limitar el desarrollo de lo que es la actual Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD). Así, lo que la Administración Trump reclama es muy similar a lo que pedía la Administración Clinton en su momento y después la de Bush, la diferencia es que el presidente Trump lo usa como discurso político nacionalista y no como razonamiento político-estratégico.

La alternativa es reforzar el nivel de responsabilidad compartida del art 5. y el de responsabilidad individual expresado en el art. 3 del Tratado. No hay duda de que la OTAN es hoy el marco de defensa de todos los países europeos miembros, pero las capacidades son nacionales, y se proporcionan a la OTAN siguiendo criterios y decisiones de política nacional. Así, es importante reafirmar el principio de solidaridad del art. 5. La Guerra Fría hizo que fueran los Estados Unidos quienes garantizaran la paz y la seguridad en el continente. Europa dio por sentada una situación que hoy ya no esta tan asegurada, puesto que, nunca dio un verdadero desarrollo del art. 3 del Tratado ni invirtió en sus capacidades militares. Hoy, aunque fuera probable ver tanques y aviones rusos cruzando la frontera con los Estados bálticos, es más probable ver ataques terroristas contra objetivos europeos o en África del Norte. Además, el nuevo cambio en el equilibrio global podría llevar a que el teatro de acción no sea Europa, sino el mar de China, el Ártico u otro espacio estratégico como el espacio, que requeriría una respuesta a gran escala, que hoy ningún país de Europa ni la UE por sí sola podría realizar.

En un escenario contrario, la Alianza podría sufrir una mayor división, puesto que los EE. UU. estarían más abiertos a coaliciones ad hoc de países dispuestos y «capaces» de llevar a cabo operaciones concretas que a usar la OTAN. El resultado sería la perdida de relevancia de la OTAN, pero sobre todo la pérdida del valor agregado de defensa para los europeos, que deberían buscar mecanismos alternativos para su seguridad. Si se debilita la OTAN se debilitaría la seguridad de Europa.

Los objetivos comunes y el rol de la Alianza

A nadie se le escapa que en el último lustro la cohesión interna de la Alianza se ha dañado. Esto no solo responde a la coyuntura internacional, sino a cuestiones de fondo sobre los objetivos y el rol de la OTAN hoy y nos hace preguntarnos, ¿en qué se ha convertido la Alianza? ¿cuál debería ser su rol?

El Concepto Estratégico de 1991 le dio la base a la Alianza para que se volviera global. De manera coloquial podemos decir que se puso el uniforme para intervenir en conflictos humanitarios en los Balcanes, luego se fue a Afganistán a luchar contra el terrorismo al tiempo que ayudaba a la reconstrucción de zonas en conflicto y, últimamente, lucha contra las amenazas híbridas y la desinformación. Así, la Alianza cambió prácticamente de alianza militar a organización de proyección de seguridad, pero sin renunciar en el papel a la primera. Por otra parte, hasta principios de los noventas, los objetivos de los aliados habían coincidido: La defensa territorial de Europa de una agresión soviética. Después de los conflictos en los Balcanes, surgieron las divergencias sobre la política de defensa europea, sin embargo, tras la gran ampliación de la Alianza y el nuevo contexto global, los objetivos comenzaron a divergir.

Por un lado, varios países del este de Europa ven en la OTAN la garantía vital a su seguridad. La obsesión con la seguridad y el temor a una invasión rusa es una constante en el pensamiento de sus elites políticas, think tanks y sociedad civil en general. Ello explica que los Estados bálticos y Polonia superan el 2 % en gasto de defensa. Esto puede demostrar que el objetivo primordial de estos países a través de la OTAN es la defensa colectiva. Es decir, prefieren una OTAN clásica basada en el art.5.

Esto difiere del internacionalismo preconizado por los socios occidentales liderados por EE. UU. que han llevado a la Alianza desde los Balcanes a Libia pasando por Irak y Afganistán. Estos han demostrado su preferencia por la proyección de seguridad y gestión de crisis como objetivos principales de la OTAN desde el final de la Guerra Fría. Es decir, prefieren una OTAN basada en el Concepto Estratégico de 1991. Además, Turquía es ya una nota discordante dentro de la Alianza, cuya política exterior nacionalista choca muy a menudo con sus socios europeos y genera tensiones al interior de la Alianza. Hoy, Turquía se ha reafirmado como una potencia regional mediterránea y no como aliado occidental, prefiriendo una OTAN del art. 5 que le de protección y apoye sus intereses, pero sin asumir mayores compromisos.

Por otro lado, los objetivos pueden cambiar y, de hecho, han cambiado en la práctica, pero los valores que la Alianza defiende siguen siendo los mismos del Tratado de Washington (en particular los del art. 2). La OTAN defiende los valores liberales que representan el orden internacional, cuya cohesión en torno a dichos valores fue incuestionable gracias al carácter democrático de sus miembros. Sin embargo, en la última década, el declive de la democracia a nivel global y el auge de las llamadas democracias iliberales y la tendencia nacionalista, en especial en algunos países aliados, están rompiendo el consenso sobre los valores. Así, cambio de rol, objetivos y valores divergentes y la falta de cohesión interna han llevado a plantear que la Alianza sufre una crisis de identidad.

La respuesta debe ser reafirmar la naturaleza de la Alianza y sus valores, redefinir los objetivos que queremos lograr y un compromiso para reestablecer la cohesión política. En primer lugar, la OTAN ha sido y es una organización política y militar, aunque a menudo se haya olvidado de su dimensión política. Por esta razón, es fundamental buscar un consenso entre los aliados sobre los valores y principios en política internacional que la OTAN defiende como grupo y los que defiende cada uno de sus Estados miembros individualmente. Sin embargo, la dificultad no es llegar a dicho consenso, puesto que ya el Tratado de Washington y los conceptos estratégicos lo han manifestado, sino como llevarlo a la práctica. Durante la etapa de la OTAN en un mundo bipolar y unipolar, la cohesión en torno al liderazgo y los valores que defendían los EE. UU. era incuestionable. Hoy la dificultad es doble porque se carece de ese liderazgo y comienza a reinar la anarquía en torno a dichos valores. Por tal motivo, hace falta un nuevo compromiso que reafirme dichos valores y permita al Consejo Atlántico evaluar y llamar la atención si algún aliado se desviara de ese acuerdo. La OTAN estuvo siempre más unida que las demás organizaciones internacionales gracias a ese carácter democrático de sus miembros.

Sobre la división en torno a los objetivos se plantea el dilema: ¿Queremos una OTAN clásica del art. 5 o la global del Concepto de 1991? La unidad atlántica residía, desde 1949, en torno a la defensa colectiva. Hoy el escenario no es el mismo y la OTAN ya no es una alianza cuyo solo objetivo es la defensa ante un ataque ruso, porque hoy existen unos riesgos globales que afectan directamente a la seguridad europea y no están precisamente en el flanco este. Lo que hoy aún existe, es un análisis muy centrado en Rusia como enemigo, que impide visibilizar el potencial de las otras amenazas. El desacuerdo está en que muchos miembros de la OTAN no comparten el rol de proyección de seguridad global, ni los riesgos y las amenazas del flanco sur y mucho menos la utilización de la OTAN en la competición y geopolítica de las grandes potencias.

Por tanto, hay que redefinir el rol y los objetivos de la Alianza en tres aspectos: abandonar los viejos presupuestos de la Guerra Fría; implicar a todos los aliados en los retos a la seguridad en el flanco sur; y reorientar la Alianza hacia una OTAN menos global en presencia, pero con visión global. La rivalidad con Rusia sigue siendo la principal preocupación de la OTAN y sobre la cual se prioriza la estrategia, por lo que hoy la OTAN está más preparada para afrontar los desafíos en el flanco este que los del flanco sur. La solución pasaría por reorientar las prioridades sin olvidar las tareas fundamentales de la organización. En consecuencia, hay que reequilibrar la preparación, el análisis y la respuesta en ambos flancos. El flanco sur, sobre la que ya se aplica el Package on the South, es hoy un área de permanente inestabilidad, a la cual no deberíamos aplicar un enfoque occidental de área donde reina la anarquía que queremos poner en orden, sino la zona donde se alojan los potenciales amenazas y los agentes que ponen en riesgo nuestra seguridad. Las amenazas allí son más invisibles que en el Báltico o en Ucrania, pero igual de perturbadoras para nuestra seguridad. Una mejor preparación para responder a esos riesgos debe implicar a todos los miembros de la Alianza y no solo a los países grandes o con intereses en la zona.

Por otro lado, hay que gestionar mejor las relaciones con Rusia y dejar de percibirla como enemigo. Rusia es hoy una potencia regional que actúa en base a una política exterior realista y basada en zonas de influencia. Rusia no es más poderosa militarmente que la OTAN, pero se muestra fuerte a diferencia, por ejemplo, de la UE que es más fuerte (política y económicamente), pero se muestra débil. Por tanto, se debe ser buscar un concierto con Rusia para lograr una relativa estabilidad en el flanco este, aplicando un mismo lenguaje realista del poder y no solo con iniciativas táctico- militares.

Por último, para tener visión global, la Alianza debe redefinirse como una organización que sirve para alcanzar los fines políticos y militares de sus socios y no como un policía global, manteniendo al mismo tiempo su misión original del art. 5 de la defensa colectiva y la proyección de seguridad para la defensa de los intereses de sus miembros. Para conseguirlo, la Alianza debería basarse sobre tres ejes: fortalecimiento militar, consenso sobre los objetivos políticos y la promoción de los valores liberales y la defensa del orden internacional (que podemos llamar «acervo atlántico»). Sobre el primer eje, hay un claro consenso, pero los desacuerdos están en los otros dos que representan la parte política y de proyección exterior de lo que es la OTAN. Es importante recordar que la OTAN es una alianza que comprende una dimensión militar expresada en el art 5 y una dimensión política expresada en el art. 2, por lo que hoy no puede existir una OTAN a la carta.

El reto es lograr que todos los aliados asuman ese «acervo atlántico» y no dinamiten la Alianza por dentro. Hoy, la Turquía de Erdoğan, se parece poco a la Turquía de 1952, cuando ingresó en la Alianza como parte de la política de contención de EE. UU. Además, su deriva nacionalista y sus rivalidades territoriales con Grecia complican más las relaciones intra-OTAN y las relaciones UE-Turquía. La OTAN debe servir de marco para que los Estados de la UE y EE. UU. pueden negociar con Turquía como socios un renovado compromiso de esta con el «acervo atlántico». No obstante, para lograr cohesión política y un nuevo enfoque global, será necesario un nuevo liderazgo de los EE. UU., y una cohesión dentro de la UE, puesto que sin ello será aún más difícil llegar a grandes consensos en torno a los objetivos y el rol futuro de la organización.

En un escenario contrario, la división en torno a los objetivos y a los valores crecerá y terminará por socavar a la Alianza por dentro. Los países proartículo 5, podrían verse solo interesados en contribuir para aumentar la seguridad del flanco este. Los demás socios, con intereses más globales y proconcepto 1991, necesitarán de la ayuda norteamericana para mantener la capacidad estratégica y militar ante las amenazas del flanco sur y el despliegue ante misiones de gran escala. Esto podría llevar a una OTAN de «cooperación reforzada» o a la carta (similar al mecanismo de la UE). Una Turquía que vaya por libre y siga una tendencia nacionalista y autoritaria podría ser incompatible con los valores de la Alianza y puede profundizar más la división interna. Por tanto, la cohesión política es uno de los mayores retos de la Alianza, pero está faltando voluntad política para alcanzarla.

La política de expansión flexible

Desde 1999, la Alianza casi ha doblado su número de miembros, de 16 a 30 en la actualidad, acogiendo en las últimas incorporaciones a Estados especialmente pequeños económica y militarmente. El resultado ha sido la ampliación del espacio territorial de aplicación del art. 5, sin aumentar las capacidades estratégicas ni militares, elevando el potencial coste de la defensa territorial. Esto lleva a una paradoja: mientras se exige duramente por algunos Estados como EE. UU., una carga compartida más justa y una mayor responsabilidad a Europa por su defensa, al mismo tiempo la política de expansión incrementa el coste de la defensa territorial de Europa sin contrapartidas.

La política de ampliación de la OTAN comenzó por el cambio de postura de EE. UU., en contra de lo que había expresado a Rusia al final de la Guerra Fría. Dicha expansión fue sobre todo resultado de la imposibilidad de llevar a cabo el espacio de seguridad euroatlántico. Se incorporaron rápidamente tres Estados, Polonia, República Checa y Hungría en 1999 que, por su tradición y su notable deseo de integrarse en Occidente, podían contribuir a la estabilidad de la nueva Europa. A partir de entonces, se siguió una política bastante laxa de ampliación llamada poco después de «puertas abiertas» que llevó en un corto periodo de tiempo a incorporar pequeños Estados del este de Europa. El objetivo era extender el paraguas de seguridad de la Alianza a casi todo el continente, pero sin considerar la aportación estratégica y militar de dichos países al conjunto de la Alianza. Además, se ideó un plan de acceso para la membresía (Membership Action Plan), muy similar, en requisitos a los «criterios de Copenhague» de la UE. Esta situación ha creado la impresión de que la ampliación de la OTAN se da con un fin integracionista y sin hacer consideraciones geopolíticas. Esto nos lleva a una reflexión: ¿Es el fin de la OTAN ser una organización de integración como la UE?

El argumento a favor ha sido que la ampliación ha incrementado el espacio de seguridad, estabilidad y la cooperación en Europa, así como ha ayudado a difundir y consolidar la democracia y el Estado de derecho entre sus nuevos miembros. Esto ha sido así, pero ha significado también, asumir mayores riesgos y un coste (político y militar) de provisión de seguridad sin contrapartida. La ampliación hacia muchos exsatélites soviéticos y Estados balcánicos también ha tenido un impacto negativo en las relaciones con Rusia que ha aumentado su sentimiento de inseguridad al verse cercada por aliados atlánticos.

La base legal de la política de ampliación ha sido el art. 10 del Tratado de Washington, según el cual es una decisión de los aliados invitar a cualquier Estado europeo a unirse a la Alianza «si está en condiciones de contribuir a la seguridad del atlántico norte». La primera parte del artículo es discrecional, pero la segunda es un hecho a constatar. Montenegro y Macedonia del Norte fueron las dos últimas incorporaciones, ambos Estados balcánicos que no tienen hoy un interés geopolítico en las relaciones transatlánticas y cuyas fuerzas militares convencionales son muy reducidas. ¿Cómo pueden ellos contribuir a la seguridad de la zona del atlántico norte según el art. 10?

En base a este razonamiento, se debería reconsiderar continuar con la expansión y la admisión de los actuales candidatos, Bosnia-Herzegovina, Georgia y Ucrania, porque su incorporación plantea similares interrogantes. La importancia estratégica de Ucrania no genera duda, pero hay que recordar que el conflicto con Rusia comenzó justamente cuando la UE quiso concluir un acuerdo de asociación con Ucrania en noviembre de 2013 que significaría un paso más hacia una futura integración del país en la UE. Aquello generó la respuesta desmesurada de un Kremlin dispuesto a impedir cualquier influencia comunitaria en lo que consideraba su zona de influencia. En el caso, de Georgia y Bosnia-Herzegovina, sucede lo mismo que con Montenegro y Macedonia del Norte. ¿Pueden contribuir a la seguridad euroatlántica o representan un interés geopolítico para EE. UU. o la UE? La respuesta muy probablemente sea no, e incluso Georgia podría suscitar dudas sobre su pertenencia al espacio geográfico considerado Europa según el art. 10, necesitándose una reforma del tratado como sucedió en el caso de Turquía en su día2. Además, y a pesar de las buenas relaciones y participación de Georgia en operaciones conjuntas con la OTAN, adolece de problemas de políticos- institucionales y de una alta corrupción, lo que refleja la gran diferencia con los estándares de los demás aliados. No obstante, esto, hay que añadir que la política de «puertas abiertas» puede tener resultados internos contraproducentes para el futuro de la Alianza en dos sentidos:

Por un lado, puede plantear problemas político-institucionales de decisión. Ampliar los miembros del Consejo Atlántico a países con intereses y visiones del mundo muy distintas de los principales países de la OTAN, puede llevar a una mayor falta de cohesión interna en torno a los objetivos de la alianza. Estos pueden ser simple seguidores y no representar inconveniente alguno, pero también pueden buscar perseguir solo sus intereses y no apoyar ni comprender la visión global que la OTAN hoy necesita. Esto puede generar posibles «vetos» a futuras iniciativas que requerirían reducir el alcance para lograr el consenso necesario en el Consejo Atlántico.

Por otro lado, puede desvirtuar la naturaleza de la Alianza. La OTAN no debe duplicar los objetivos y las funciones de la UE que es un proyecto de integración europeo. La OTAN es una organización política y militar, por lo que no puede pretender expandirse en base, como se argumenta, al deseo de promover la estabilidad y la cooperación para construir una Europa libre, unida, democrática y en paz3. Lo que la Alianza debe reflejar como hemos expresado antes es el consenso sobre los objetivos que quiere lograr y como alcanzarlos. La OTAN debe continuar cooperando con todos los países vecinos para contribuir al fortalecimiento de sus capacidades institucionales y militares. Para esto no se necesita ampliar la OTAN, sino revisar los viejos partenariados de los años 90 para adaptarlos y hacerlos menos geográficos y vagos y más bilaterales y adecuados a cada país.

De seguir por el camino actual, podrá perjudicar más la cohesión interna y el verdadero sentido de su razón de ser: defensa colectiva y proyección de seguridad. Además, podría convertirla a medio plazo en un marco de seguridad de ámbito no estrictamente europeo, haciéndole perder fuerza y credibilidad. En todo caso, de persistir en esta política, se debe explicar mejor los beneficios y costes de cada ampliación, y el valor agregado para la seguridad atlántica. Hay que recordar que el éxito de la adaptación de la OTAN ha sido la cohesión de sus miembros sobre sus objetivos y su facilidad para llegar a consensos como un club de mediano tamaño.

La estabilización de las relaciones UE-OTAN

Otra cuestión muy divisiva al interior de la OTAN es la relación con la Unión Europea, dos organizaciones tan distintas en su naturaleza, pero dos caras de una misma moneda. El origen de esta división está intrínsecamente ligado a la dinámica de las relaciones transatlánticas. Dos hechos pueden atribuirse como causa y consecuencia: la externalización de la seguridad y la defensa de Europa Occidental a la OTAN; y, por otro lado, la decisión de construir una Europa de la defensa al margen de la OTAN. Además, hay un elemento relevante que condiciona esa relación: la dependencia y la centralidad de los EE. UU. en la seguridad europea. Así, la cuestión de las relaciones UE-OTAN ha pasado de ser una cuestión estratégica y militar para adoptar una dimensión política. Por tanto, la solución pasa por una estabilización de la relación UE- OTAN abordando sus dos aspectos conflictivos. En primer lugar, la autonomía estratégica de la UE y si esta puede reemplazar a la OTAN. En segundo lugar, la rivalidad UE-OTAN y el rol de cada una en la geopolítica europea.

La Declaración de Saint Malo, de diciembre de 1998, puso el germen de la política de defensa europea, pero representó el retorno de un viejo debate, ahora dentro de la UE, sobre si Europa debiera crear una defensa autónoma de la OTAN y de los EE. UU. o, por el contrario, desarrollarla dentro de la OTAN. La división se profundiza por la gran ampliación de la UE hacia el centro y este de Europa. La mayoría de estos países ven en la OTAN su garantía vital a la amenaza rusa. En 2009, entró en vigor el Tratado de Lisboa de la UE que «constitucionaliza» la renombrada Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD). No obstante, no quiso ser deliberadamente, el marco de defensa de la UE porque incorporó la filosofía de las «3 D» de Madeleine Albright y las dos visiones de la seguridad: la proeuropea y proatlántica4.

A partir de 2014, se da un acercamiento UE-OTAN a raíz del nuevo contexto de seguridad internacional. Esto desemboca en 2016 con un nuevo acuerdo de asociación estratégico UE-OTAN que se centra en los aspectos militares y operativos dejando de lado las cuestiones político-institucionales. Al mismo tiempo, el brexit provocó el relanzamiento de la defensa europea diseñada en el Tratado de Lisboa, junto a la Estrategia Global de la UE (lanzada en junio de 2016) que ya mencionaba como objetivo la autonomía estratégica. Desde entonces, la UE se lanzó a una carrera inédita en la construcción de una defensa europea, haciéndose más en 10 meses que en los últimos 10 años. Así, se dio uso al art. 46 del Tratado de la UE para lograr una Cooperación Estructurada Permanente (PESCO) en diciembre de 2017.

No obstante, el entusiasmo se desvaneció cuando se materializó las limitaciones que el tratado imponía a la defensa europea y el alcance de la PESCO (de base voluntaria y centrado en proyectos sobre capacidades operativas de defensa). Ese hecho fue aprovechado por el presidente francés Macron, para lanzar en junio de 2018, su Iniciativa Estratégica de Intervención (IE2) que buscaba crear una fuerza europea de defensa efectiva, al margen de la UE, pero que incluyera al Reino Unido. Desde los tiempos de Charles de Gaulle casi todos los presidentes franceses han intentado crear una alternativa defensiva europea liderada por Francia y autónoma de EE. UU. La iniciativa de Macron era un intento más por seguir la línea de sus predecesores, pero que contribuyó más a la división. Con estas premisas, ¿es posible alcanzar la autonomía estratégica europea?

La autonomía estratégica es, en sentido estricto, la capacidad de acción exterior. Así, la Unión Europea sería estratégicamente autónoma si pudiera actuar por sí misma, como lo define la Estrategia Global, para proteger a Europa y a sus ciudadanos; responder a crisis y conflictos externos; y el poder de construir capacidades de sus socios. Además, lo más importante de este concepto es poder actuar con independencia de la política seguida por otras potencias aliadas, como los EE. UU. y sin dependencia material de una organización como la OTAN. Tal capacidad de acción requeriría dos cosas fundamentales: capacidades estratégicas y militares y una política exterior solida con visión de potencia global. La UE hoy no está en capacidad de alcanzar la autonomía estratégica porque no cuenta, como ha resaltado BISCOP5, de strategic enablers que son las capacidades para implementar acciones autónomas a gran escala y solo sería posible obtenerlas a largo plazo. Por otro lado, una PCSD como marco de defensa de sus Estados miembros requeriría una reforma de los Arts. 42 a 46 del Tratado de la UE. Para eso, se necesitaría alcanzar un consenso político muy alto para vencer la unanimidad requerida. Además, se necesitaría definir el potencial militar que se quiere alcanzar, cambiar la mentalidad europea y aprender el lenguaje del poder para dar paso hacia una visión de potencia global. Este escenario hoy se vislumbra lejano por la falta de voluntad política. Por tanto, la UE aun no puede defender por si sola a Europa ni puede reemplazar a la OTAN.

La segunda cuestión es la denominada rivalidad OTAN-UE y el rol de cada una. Esto deriva porque muchos ven a ambas organizaciones como competidoras, en base a que un mayor desarrollo de la defensa europea sería en detrimento de la OTAN. La práctica muestra lo contrario, porque la relación UE-OTAN se basa en la complementariedad. Esto se debe a que no se entiende bien la naturaleza de cada organización ni el rol de cada una. Por tanto, hay que redefinir claramente los roles de cada organización de acuerdo con su naturaleza y hacer una análisis político-estratégico de cómo y cuándo actuar bajo el marco de una u otra para dar respuesta a una determinada crisis.

Con respecto a la naturaleza, la Unión Europea es una organización supranacional que adopta sus decisiones por mayoría (excepto para la PESC que son por unanimidad) y la OTAN una organización intergubernamental, cuyas decisiones se toman calculando los intereses nacionales y por consenso. La Unión Europea es un actor sui generis que cuenta con herramientas o tools (políticas) para actuar exteriormente. La OTAN sirve de instrumento para la defensa colectiva de sus miembros. Esto muestra claramente la distinta naturaleza y no rivalidad. La cuestión reside en que ambas organizaciones comparten una gran parte de Estados miembros y en la dificultad para establecer una clara división de los intereses que persiguen. Esto se debe, en gran medida, a la preponderancia de los EE. UU. en el liderazgo de la OTAN.

Hoy, todos los Estados miembros de la OTAN —y muy especialmente los europeos— organizan su defensa territorial a través de la Alianza Atlántica de acuerdo con la cláusula de asistencia mutua del art 5. No obstante, los Estados miembros de la UE están también comprometidos en el papel por otra cláusula de asistencia en caso de agresión armada del art. 42.7 del Tratado de la Unión. Esta cláusula es más simbólica que real, puesto que está limitada por la primacía del uso por ciertos Estados para su defensa de la OTAN. Además, aunque la UE quisiera no podría ejercer con efectividad su defensa territorial, puesto que, como hemos apuntado, carece de las capacidades militares para ello. De esta manera, cuando una crisis surge y exija el uso de la fuerza militar, en la práctica los líderes de la UE sopesan el riesgo y los intereses en juego para decantarse a actuar bajo el marco de la UE o la OTAN. Si la acción exige un despliegue a gran escala y un potencial riesgo de combate se hará, sin duda, a través de la OTAN. Si es una operación de mantenimiento de la paz (expedicionaria), se puede hacer a través de la UE. El inconveniente surge con los intereses en juego en cada caso. Hacerlo a través de la OTAN significa subordinarse a la disposición y dirección de los EE. UU. y que los otros socios no-UE no se opongan, al menos, como podría ser el caso de Turquía y su actitud hacia operaciones de la UE. Hacerlo fuera de la OTAN da mayor autonomía a la UE, pero sin las capacidades necesarias para una operación a gran escala, reduce las opciones a operaciones expedicionarias. Eso es, en parte, lo que pasó en Libia en 2011 y por qué la UE no pudo intervenir en Siria en 2013 cuando la crisis tocó su punto álgido.

Así, cuando los intereses de la OTAN no coinciden con los de la UE, llevan a un bloqueo interno o a que se busquen alternativas ad hoc fuera de ambas.

Este es realmente el mayor riesgo de la OTAN: el perder relevancia como marco de seguridad de sus miembros. La solución pasa, primeramente, por la división del trabajo. Hay que usar la OTAN como instrumento para la proyección de seguridad en todos sus flancos, así como donde los intereses de los miembros lo requieran. Es decir, utilizar la OTAN para la disuasión de las provocaciones de Rusia, combatir las amenazas de organizaciones terroristas o para defender los intereses más allá del área atlántica. Por otro lado, la UE es un actor con un gran potencial diplomático y económico que puede servir para concertar los grandes acuerdos con otras potencias (utilizando su influencia y tools) en los grandes asuntos de la seguridad internacional. El acuerdo nuclear con Irán de 2015 es un buen ejemplo.

Al mismo tiempo, se debe aumentar el peso político y militar de la UE, porque eso fortalecería el pilar europeo dentro de la Alianza (expresión que Canadá y Turquía no les gusta nada escuchar) y porque daría también más autonomía a la UE para actuar exteriormente. Hoy, el peso relativo en términos de capacidades de la UE en el conjunto de la alianza es pequeño, por lo que el reto está en reducir la diferencia entre la capacidad actual europea y el total de la capacidad atlántica. Esto no duplicaría capacidades innecesarias, sino que aumentaría la capacidad europea de despliegue efectivo y las totales que la Alianza dispone. Además, políticamente, si la UE logra actuar con una voz en el seno de la Alianza y busca acuerdos con los otros socios europeos (los no-UE) será más fácil buscar una posición europea común y un mejor entendimiento con los demás socios, principalmente con EE. UU. y Turquía, reequilibrando las relaciones ad intra. Hay que utilizar la OTAN como instrumento de concertación política para avanzar los intereses comunes y no como un juego de suma cero UE-OTAN.

La otra alternativa es seguir con el modelo actual de cooperación práctica entre ambas sin ahondar en cuestiones políticas. Es decir, actuar separadamente sin aprovechar la inmensa sinergia político-diplomática-militar UE-OTAN. Así, se perdería el potencial político de una concertación EE. UU.-EU para usar la Alianza ante el nuevo escenario de la seguridad global. Además, la diferencia entre una UE pequeña dentro de la OTAN y unos EE. UU. notablemente superiores contribuye a la carrera actual de encontrar marcos alternativos fuera de la OTAN, como vimos con la IE2 de Francia o coaliciones ad hoc preferidas por EE. UU. Si vemos a la OTAN solo como un medio de cooperación militar y de disuasión de Rusia, EE. UU. y la Unión Europea estarán en menor capacidad para hacer frente al nuevo cambio del equilibrio del poder geopolítico.

Interiorizar el nuevo equilibrio global

Las tendencias geopolíticas actuales complican más el escenario donde la OTAN tiene que operar, pero, sobre todo, el posicionamiento implícito de China como potencia revisora del orden internacional liberal está cambiando el equilibrio del poder global. Así, el desafío que tiene la OTAN es adaptar esa nueva realidad geopolítica a su visión estratégica, aplicando tres enfoques: interiorizar el nuevo ascenso de China y las consecuencias para la seguridad global; reforzar las capacidades disuasorias en el nuevo frente del siglo XXI que es el ciberespacio; y fortalecer el papel internacional de la OTAN a través de partenariados con países con valores y visiones compartidas.

El ascenso de China y sus implicaciones se manifiestan en que es ya la segunda economía del mundo, tiene intereses estratégicos en Asia, África y se está estableciendo con rapidez en América Latina. Además, hoy cuenta con el segundo mayor presupuesto de Defensa del mundo que se aprecia en la adquisición de grandes capacidades estratégico-militares. Su intento por alcanzar el espacio ultraterrestre dotándose de satélites y una estación propia; y sobre todo su capacidad tecnológica la colocan en posición para desafiar el orden internacional dominado por Occidente. Ese cambio ya fue asumido por Estados Unidos, al menos hace una década, viendo cómo su principal problema estratégico era el ascenso de China. La guerra comercial, el 5G o la relevancia de China como proveedor mundial, como se vio durante los inicios de la crisis de la COVID-19, muestran las implicaciones que tiene para la seguridad global.

Este ascenso chino ha sido el principal factor del cambio del balance del poder mundial, porque China quiere liderar la llamada «cuarta revolución industrial» y convertirse en una potencia global, es decir, convertirse en un poder estructural para adecuar el orden internacional a sus intereses. Así, China está promoviendo su modelo de desarrollo iliberal: ser una potencia económica mientras sigue siendo una autocracia política, puesto que China promueve mejor sus intereses dentro de un orden liberal prooccidental en anarquía. Este es el principal riesgo del ascenso de China para Europa y América, y para una OTAN producto del mundo establecido en 1945 que funciona más eficazmente en un mundo basado en ese orden internacional.

Así, la tarea para la OTAN es aplicar una visión más estratégica de la nueva posición de China y sus efectos. Y, por otro lado, identificar y analizar cómo puede contribuir militar y políticamente a esa nueva competencia global entre las superpotencias.

Hoy, la Alianza considera a China demasiado lejos de sus intereses y no forma parte de su análisis estratégico.

Por tanto, la Alianza tiene que incorporar a China como una potencia con ambiciones revisoras del orden en su análisis geopolítico y servir de herramienta de disuasión para contrarrestar las consecuencias que puede traer para ese orden y la seguridad internacional. Y para servir de herramienta eficaz en esa nueva realidad geopolítica, necesita unos objetivos claros basados en una política exterior norteamericana y europea coordinada y con intereses bien definidos. Para esto, será necesario —otra vez— de un liderazgo dentro de la Alianza, clave para reorientar la estrategia y la táctica para que la OTAN juegue un papel relevante en la nueva competencia global entre las potencias.

En segundo lugar, hay que tener en cuenta que hoy la nueva frontera de seguridad de la Alianza está en el ciberespacio, porque es allí donde las amenazas están en constante evolución y es la ciudadanía es el objetivo. Desde la adopción de su política de ciberseguridad en 2008, se han dado grandes avances (Cyber Defense Pledge de 2016 o el Cyberspace Operation Centre en 2018) en la adaptación de sus capacidades de respuestas y resiliencia. Sin embargo, hoy el ciberespacio es un global common que carece de regulación internacional que ha sido aprovechado por China y sus gigantes tecnológicos, así como por Rusia para su guerra híbrida y de desinformación para socavar cada vez más la posición y —en el segundo caso— las instituciones de Occidente. Los desafíos que el ciberespacio plantea ya no son solo contra el Estado, sino contra la ciudadanía, puesto que el Internet de las cosas y las aplicaciones son elementos que pueden llevar a un control de las actividades de los ciudadanos y la desinformación puede conducir al manejo de la opinión pública produciendo la polarización de nuestras sociedades. Así, hay que incluir en el próximo Concepto el acuerdo alcanzado por el cual una agresión cibernética puede activar la cláusula del art. 5 si el ataque alcanza un nivel determinado, porque reforzaría la disuasión en este campo. Además, la OTAN debería abrir el debate interno y con sus socios sobre la oportunidad de alcanzar un acuerdo internacional que regule la seguridad del ciberespacio. El Manual de Tallin de 2013 puede servir de referencia para que la Alianza lidere esta iniciativa.

Además, para contribuir a reforzar el rol de la OTAN internacionalmente y liderar este tipo de iniciativas, debe establecer nuevos partenariados con actores con visiones similares.
En esta línea, nuestra apuesta es que la Alianza debe ampliar ese espectro de partenariados a países de América por dos razones: una política y otra estratégica. Estratégica, para establecer mecanismos de cooperación para generar estrategias y capacidades conjuntas contra amenazas globales que acerquen la región a la OTAN — en la que hoy está casi ausente— y evitar una mayor implicación de otras potencias como China o incluso Rusia. Y política, porque hay un enfoque similar en la región, en temas de seguridad internacional como desarme, proliferación nuclear, terrorismo internacional que pueden apoyar la proyección global de la OTAN y su acción ante los retos globales de seguridad. Un comienzo sería abrir conversaciones con países que han mostrado su vocación internacional y en favor del multilateralismo. Podría ser el caso de Chile, Perú y México que forman la Alianza del Pacífico que podrían sumarse a Colombia, la única de la región que tiene un acuerdo con la OTAN, aunque hoy con poco valor agregado.

Conclusiones. Hacia una OTAN para el 2030

La historia de la OTAN es una historia de éxito porque ha sabido adaptarse a los cambios de la geopolítica mundial. Aquí hemos querido presentar al mismo tiempo, un balance positivo de esa trayectoria, identificando los factores causa y motor de su adaptación, y un análisis realista de los desafíos internos que hoy condicionan el futuro de la OTAN. Los EE. UU. crearon la OTAN con el fin de dar seguridad a Europa Occidental y apoyar su política de contención. Como resultado, Europa tuvo la estabilidad necesaria para realizar su proceso de integración, convertido hoy en la UE. La OTAN es el principal nexo institucional entre los Estados Unidos y la Unión Europea y debe servir de marco para que esos dos actores, que forman el núcleo de la relación atlántica, aborden juntos los desafíos geopolíticos del presente.

Desde 1991, ha habido una gran transformación del mundo que nos obliga a adaptarnos a las nuevas amenazas del siglo XXI. Sin embargo, Rusia sigue siendo percibida como la principal amenaza para la OTAN. Esto se debe a que hoy Rusia se comporta más como nación imperial del siglo XIX que como una potencia del siglo XXI. Pero, en realidad, esto es producto de su debilidad y no de su fortaleza. Así, tenemos que movernos más allá de los presupuestos de la Guerra Fría y gestionar mejor las relaciones con Rusia para llegar a un concierto que estabilice el flanco este. No obstante, como hemos señalado, hay otros frentes y amenazas menos visibles que representan un gran peligro para nuestras sociedades y que no están en el este, sino en el flanco sur y en el ciberespacio. A reequilibrar el análisis, la preparación y las tácticas en esos 3 frentes, se debe dirigir la nueva estrategia aliada con una mayor implicación de todos los aliados.

La falta de cohesión interna es uno de principales desafíos para la Alianza. Hoy no parece que haya un consenso sobre qué OTAN queremos y los objetivos que queremos conseguir con ella, sobre todo porque hay una falta de liderazgo interno que genere ese consenso. Por eso, hace falta unos EE. UU. comprometidos con la Alianza y unos socios europeos que asuman su parte de responsabilidad en la seguridad y liderazgo para diseñar ambos la hoja de ruta que la Alianza debe tomar en la próxima década. Se necesita liderazgo para reafirmar los valores y para establecer los objetivos políticos y militares, y para una mejor gobernanza de las relaciones ad intra de la organización. El diálogo con Turquía desde una posición común EE. UU.-UE es indispensable para alcanzar un consenso sobre el rol y los objetivos aliados y los turcos. Hay que recordar que la OTAN es mucho más fuerte cuando refleja el compromiso compartidos de sus miembros.

Además, para mantener esa cohesión, y que la Alianza no pierda credibilidad, se debería reevaluar la política de expansión. Una ampliación no basada en cálculos geopolíticos, sino integracionistas puede traer divisiones y grupos de interés internos que compliquen el consenso en las grandes decisiones. Sobre todo, existe el riesgo que una ampliación continua pueda desvirtuar la naturaleza de la OTAN y convertirla en un marco de cooperación de seguridad. En todo caso, esta cuestión debe ser parte de un debate abierto entre aliados, y socios y expertos.

La OTAN es resultado de sus dos almas, la norteamericana y la europea, por tanto, la coordinación de UE-OTAN es fundamental para alcanzar los objetivos políticos y de seguridad de ambas. Hoy la OTAN solo es creíble por los EE. UU., pero estos no pueden cargar solos ya con la seguridad europea y menos en un mundo de desafíos multidimensionales. Por eso es importante reforzar la UE como actor político y militar, porque esto hace también más fuerte a la OTAN, aunque primero se debe alcanzar un consenso dentro de la UE. Francia ha tratado de crear y liderar una capacidad militar europea independiente desde siempre, pero la oposición norteamericana y la ambigüedad alemana impidieron que tales planes fueran realmente significativos. Hoy, la UE necesita encontrar su sitio en un mundo de superpotencias y desarrollar su política exterior y de defensa como potencia global. Pero no solo basta el liderazgo político de Francia, sino también la determinación alemana y su potencial industrial y económico para conseguir una mayor autonomía estratégica.

España e Italia deben sumarse a ese nuevo liderazgo. Una mayor cohesión europea no debe reemplazar la unidad atlántica.

Además, los retos que afronta el orden internacional requieren que la OTAN adopte una visión más estratégica del ascenso de China porque está transformando el orden global por sus implicaciones políticas, económicas y de seguridad. Así, hay que interiorizar esas consecuencias en el análisis de la OTAN y como esta puede servir mejor en la nueva competencia de superpotencias. La coordinación transatlántica será indispensable, porque solo EE. UU. y la UE juntas pueden limitar los efectos en el orden internacional de un ascenso sin control de China. Hay que evitar un posible alineamiento Rusia-China que busque socavar el orden internacional liberal. China es más poderosa para desafiar el orden internacional cuando los EE. UU. y la UE actúan como rivales y no como socios. La división UE-OTAN facilita la intromisión rusa en Occidente y llevar a cabo su guerra híbrida. Así, ante un mundo de fuertes corrientes nacionalistas y potencias iliberales, la cohesión sobre los valores e intereses que la OTAN defiende es indispensable.

Finalmente, esa nueva redefinición debe venir expresada en un nuevo Concepto Estratégico. Las claras diferencias en torno a objetivos y rol de la OTAN quedaron ya reflejadas en la Cumbre de Londres de 2019. El periodo de reflexión abierto debe concluir con la adopción de un nuevo documento que señale el sendero político y estratégico de la Alianza. Una estrategia no sobre la readaptación de la fuerza, sino sobre el enfoque, visión y objetivos para abordar la transformación geopolítica actual. Hay que identificar cuál puede ser la contribución de la OTAN en términos políticos y militares al nuevo contexto geopolítico. Para lograrlo, hay que tomar las acciones necesarias para no caer en los escenarios no deseados aquí descritos. Por esta razón insistimos que hace falta un liderazgo interno para replantear las prioridades y tomar las grandes decisiones para el futuro.

Hoy, el tríptico advertido por Lord Ismay sigue teniendo validez excepto por una de sus partes; ya no se necesita poner a los alemanes debajo, sino que Alemania se ponga a la cabeza, junto a Francia, a liderar el desarrollo de una defensa europea efectiva y autónoma. Además, para mantener a los norteamericanos dentro, será fundamental el renovado compromiso de los EE. UU. con la Alianza y el orden internacional que ayudaron a crear y han defendido por más de 70 años. Solo así la OTAN podrá seguir siendo un actor relevante para la seguridad europea.

 
Joel Diaz Rodríguez 

Jurista internacionalista y analista de política exterior Exconsultor en la OEA y legal fellow del Consejo de la UE
@Joel_DRodri


Bibliografía y notas a pie de página:

1 - GONZÁLEZ MARTÍN, Andrés. Las nuevas tensiones por el reparto de cargas y compromisos en Cuadernos de Estrategia 191, IEEE. Madrid. 2008, p. 191. Disponible en: http://www.ieee.es/Galerias/fichero/cuadernos/CE_191.pdf
2 - Debido al ingreso de Turquía, en 1952, se tuvo que reformar el art 6, para incorporar su territorio al espacio de seguridad atlántico. Ha sido la única vez que se ha reformado el Tratado de Washington.
3 - Disponible en: https://www.nato.int/cps/en/natolive/topics_49212.htm
4 - Joel DÍAZ RODRÍGUEZ. La Política Común de Seguridad y Defensa: una nueva estrategia para un nuevo escenario europeo y global. Documento de Opinión IEEE 65/2018. http://www.ieee.es/Galerias/fichero/docs_opinion/2018/DIEEEO65-2018_PCSD_JoelDiaz.pdf
5 - BiSCOP, Sven. European Strategy in the 21st century, Routledge. 2019. Chapter 5.