Para combatir el radicalismo no hace falta menos islam sino más historia

Neslihan Çevik – webislam.com/ Orient XXI  
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Pie de foto: Retrato del erudito Shah Abu l-Maali Dust Muhammad, h. 1556 (Aga Khan Museum).
 
Los orígenes jariyíes de la Organización del Estado Islámico
¿La Organización del Estado Islámico (OEI) representa al islam o es una caricatura maléfica del mismo? Esta pregunta sigue siendo motivo de divisiones: opone a los occidentales que sospechan por principio del islam y a los musulmanes indignados por la OEI. El debate hace furor en el frente de la política interna, en Europa y en Estados Unidos.
 
Si tuviéramos que seguir un razonamiento lineal concluiríamos, cono hacen aquellos que desconfían del islam, que la OEI representa esta religión y defiende sus valores. Después de todo, según ese análisis, la OEI la componen únicamente musulmanes pretende hablar en nombre del islam, se ha proclamado «califato» y cita con profusión versículos y dogmas coránicos a la vez que masacra a musulmanes y religiosos, decapita a occidentales, destruye lugares de culto y monumentos históricos y fuerza a mujeres y niñas a la prostitución y la esclavitud. Además, ¿la doctrina y el militantismo violentos del autoproclamado califato no tienen precedente histórico? ¿No actualizan épocas enteras del pasado islámico?
 
Este tipo de razonamiento olvida un hecho muy simple: no basta que una cosa pertenezca al pasado para que sea «verdadera» o «auténtica». El pasado resucitado por la OEI no es «el islam verdadero», inalterado por la reforma moderna. Es sólo un episodio del pasado islámico, que estaba ya muy lejos del sistema de creencias y de prácticas del islam normativo.
 
«Verdaderos» creyentes, káfirs e idólatras
De hecho, la OEI es la copia del movimiento de los jariyíes  del siglo VII, en particular de su rama radical, los azraqíes, discípulos de Nafi al-Azraq. Les azraqíes fueron los primeros en la historia musulmana que aterrorizaron a las masas a través de actos violentos y abominables. Fueron los primeros que separaron a los «verdaderos» musulmanes de quienes, según ellos, no lo son más que en apariencia. Esta distinción entraña violencia, y no es coincidencia que los azraqíes fueran los primeros terroristas del islam. Por supuesto, se consideraban a sí mismos como los únicos creyentes verdaderos, y su facción como el centro del islam. Fuera de ellos, no había más que musulmanes de nombre, que ponían en peligro la pureza de la religión. Para hacer esta distinción, los jariyíes empleaban la dicotomía coránica entre mu’min (creyente) y su opuesto káfir (infiel). Pero para ellos un káfir era un hereje y no simplemente un no creyente, que es lo que indica el Corán.
 
Les azraqíes fueron aún más lejos declarando que los musulmanes no jariyíes eran mushrik, culpables del imperdonable pecado de idolatría. Los azraqíes decretaron, además, que un único pecado bastaba para excomulgar a un musulmán, lo que contradice la doctrina coránica sobre el pecado. Para ellos, era legal matar a todo hombre designado como mal creyente, destruir sus bienes y masacrar o esclavizar a sus mujeres y sus hijos. Los azraqíes, además, denunciaron a los profetas del pasado como heréticos y a su propio contemporáneo Ali, primo del profeta Muhammad, como herético, antes de asesinarlo. Cierto número de azraqíes practicaron también el istirad: obligar a alguien, a punta de sable, a adherirse a la doctrina defendida por el movimiento. La elección era simple: la sumisión a la concepción azraqí del islam o la muerte. De este modo echaron las bases del islam radical, que va del wahhabismo del siglo XVIII hasta el terrorismo islamista radical de hoy. Hay que señalar en este punto que la religión servía más bien como cobertura de una empresa política: se trataba de tomar el poder presentándose como dirigentes legítimos de la umma, la comunidad de musulmanes.
 
Es difícil no ver las similitudes entre la OEI y los azraqíes. Proclamando el califato, hace algo más que enviar un mensaje político: se autodesigna como hogar del islam, compuesto sólo de auténticos creyentes. Cualquiera que permanezca fuera de ese califato es un káfir en el sentido definido por los azraqíes. Igual que los fanáticos del siglo VII, la OEI estima que es lícito matar a todos aquellos a los que considera infieles: musulmanes, no musulmanes, religiosos sunníes, mujeres, niños. Es igualmente lícito, para la OEI, esclavizarlos, destruir sus bienes y quemar sus lugares de culto.
 
Para los primeros teólogos islámicos, de Ibn Hazm a Taftazani y al-Gazali (Algacel), el término káfir no significaba nada más que «no creyente», y bastaba declararse creyente para ser considerado como tal. Numerosas escuelas de pensamiento islámico profesan que la fe es una convicción íntima y que su asiento es el corazón. Sólo Dios puede conocer el corazón de una persona. Ni siquiera los profetas pueden ni deben separar a verdaderos y falsos musulmanes, algo que se establece claramente en un hadith: para responder a un hombre que acusaba a otros de profesar una fe que no llevaban en realidad en sus corazones, Muhammad dijo: «Os aseguro que no he sido enviado para diseccionar el corazón de los hombres». Respecto a los no creyentes, la doctrina islámica es inequívoca: prohíbe formalmente atentar contra sus vidas, salvo en caso de legítima defensa. Además, no hay fe sin libertad de elección:  creer debe ser un acto voluntario.
 
¿Desradicalizar a quién?
La OEI viola todos esos preceptos, que atribuyen a Dios una autoridad absoluta y al individuo de autonomía moral y libre albedrío. Reconocer que la OEI no encarna el islam sino su perversión no es sólo un ejercicio intelectual destinado a defender el islam, sino también una acción muy práctica que tiene efectos también sobre los programas de «desradicalización».
 
A principios de los años 2000, los países de la Unión Europea se concentraron inicialmente en la represión y la protección de la población contra atentados terroristas. Ante el desafío planteado por el aumento de la radicalización, pusieron en marcha la «desradicalización», consistente en ir más al origen e impedir el reclutamiento de jóvenes musulmanes para la causa terrorista. Es una buena iniciativa, pero tiene sin embargo un gran problema, que es que los países de la UE tienen tendencia a asociar radicalismo e islam. Cualquier joven musulmán practicante o piadoso, hombre o mujer, sería un terrorista en potencia, por lo que, según esta visión falsa, para desradicalizar a la juventud musulmana habría que «desislamizarla».
 
Tomemos el caso de Francia, que tiene la cantidad más alta de población musulmana de Europa. Hace algunos meses la Academia de Poitiers elaboró un documento que listaba los indicadores individuales de una radicalización musulmana.  Entre dichos signos, la pérdida de peso debida al ayuno de ramadán, el rechazo al tatuaje, llevar barba larga y adoptar una vestimenta musulmana. Simples elementos de la práctica religiosa son descritos como signos de radicalización. Esta perspectiva atenta contra las libertades individuales, la libertad de pensamiento y el pluralismo religioso. Viola los principios de la laicidad otorgando al Estado el derecho de decir hasta qué punto se puede ser religioso.
 
Otro signo de radicalización posible, según ese mismo documento: que el sujeto se interese por la historia del islam, sus orígenes y su naturaleza. Una afirmación aún más peligrosa que las precedentes. Intentar entender mejor el mensaje del islam no es una causa de radicalización sino que, al contrario, es precisamente el declive de la reflexión personal y el pensamiento crítico respecto a la religión en las sociedades musulmanas lo que proporciona un lecho al radicalismo.
 
Para combatir el radicalismo, debemos renovar la reflexión personal sobre el islam: no puede uno contentarse con un saber transmitido desde arriba, sea el Estado o comunidades autoritarias. Paradójicamente, el ascenso de la OEI ha tenido un efecto muy constructivo, pues ha suscitado finalmente entre los musulmanes una toma de consciencia individual y colectiva de la necesidad de conocer mejor su religión, lo que les permite rechazar sistemáticamente el islamismo radical. Es crucial apoyar ese interés y canalizarlo en la buena dirección para que la juventud musulmana se apropie de un verdadero conocimiento del islam. Ese interés creciente da al mundo una ocasión excelente de matar al radicalismo de raíz, y a Europa de atacar la cuestión de la desradicalización sin vulnerar sus propios principios democráticos. A menos, claro, que políticas motivadas por la islamofobia sieguen la hierba bajo sus pies.
 
 
Neslihan Çevik es investigadora de la Universidad de Virginia y miembro del cuerpo de profesores del Centro de Investigación de Estudios Poscoloniales de la Universidad Üsküdar de Estambul.
(Traducción de Daniel Gil-Benumeya)