Opinión

G7: La insoportable levedad de Europa

photo_camera Los líderes europeos en el seno del G-7

Si algo podemos colegir del conjunto de acontecimientos internacionales que han precedido la cumbre del G7, es que, parafraseando a Henry Kissinger, la Unión Europea sigue sin tener un número de teléfono directo. Al margen de la crónica crisis de inmigración, cuyo enésimo acto se ha representado en Lampedusa, Merkel y Macron aceptaron reunirse bilateralmente con Boris Johnson para discutir el Brexit, desairando implícitamente al resto de los 25 países miembros. Al tiempo, una cacofonía de voces nacionales han buscado protagonismo posicionándose públicamente en relación al acuerdo de la UE con Mercosur a cuenta de la catástrofe medioambiental en la jungla del Amazonas. Si esto no fuese razón suficiente para cundir el desasosiego entre los europeistas, el atronador silencio de la Comisión Europea ante el abordaje e importación en aguas territoriales españolas de un petrolero iraní por parte de la Royal Navy por encargo de John Bolton,  demuestra una vez más la tendencia de los líderes de la Unión Europea a la disglosia institucional.

Es difícil mostrarse esperanzado antes los negros nubarrones que se ciernen sobre el viejo continente, empezando por la dudosa capacidad para reaccionar pronta y coherentemente ante el posible Big Bang causado por la amputación del Reino Unido sin anestesia, que forzaría previsiblemente a los restantes miembros de la UE llevar a cabo transferencias fiscales a Irlanda, cuyo PIB depende en un 10% del comercio con el Reino Unido, unos 17 millardos de euros, y que tendría consecuencias nefastas -Ryanair podría estar ser el canario en la mina- para una economía tan dependiente del turismo como la nuestra.

Si los indicadores políticos y mediáticos procedentes del Reino Unido son fiables, lo que una mayoría de británicos busca con ahínco es convertirse en dejar de ser el estado número 27 de la Unión Europea para convertirse en el estado número 51 de los Estados Unidos de América. Los rituales de cortejo que han protagonizado Johnson y Trump en Biarritz sugieren que la Unión Europea tendrá que lidiar con un corredor comercial anglosajón, uno de cuyos extremos estará a 80 Km del continente, que incrementará la dependencia militar del RU de EEUU y que exacerbará el seguidismo que ha caracterizado la política del Foreign Office desde los tiempos del idilio ideológico entre Tatcher y Reagan, y que aumenta el riesgo de que la pusilanimidad de la Unión Europea se vea arrastrada a conflictos exteriores (e.g. China, Irán, Rusia) que obedecen a los intereses de la anglo-esfera y perjudican,  más que benefician,  los europeos.

Que Macron haya visto en el G7 una oportunidad para intentar resucitar el gaullismo, apunta a que el Presidente francés constata la impotencia de las timoratas élites europeas, endémicamente incapaces de proyectar un política internacional unificada y diferenciada. 

En el otro lado del espectro, se encuentran quienes desde dentro de los propios confines europeos llaman a una participación directa de los pueblos europeos en su gobernación. Es dudoso, sin embargo, que añadir complejidad y difuminar aún más el ya de por sí impersonal proceso de decisiones que tiene lugar seno de la Unión Europea, sirva al loable propósito de reforzar el proyecto europeo. 

De entrada, es cuestionable que se den en Europa las precondiciones sociales, culturales  y económicas necesarias para expandir el proceso democrático, si el objetivo que se persigue es que las decisiones estén acompasadas a la velocidad con la que suceden los eventos mundiales. Si las élites burocráticas que gobiernan la UE operan dentro de una marco marco institucional que tiende a procrastinar porque fue diseñado para la prudencia, lo esperable es que un conglomerado de pueblos nacionales diversos que se espera que actúen como Pueblo Europeo, caigan en una parálisis democrática propia del Asno de Buridán, a fuer de propiciar la fragmentación esperable de la defensa de los intereses particulares, a falta de la existencia de una conciencia popular de lo que significa ser europeo, y no digamos ya de lo que le interesa a Europa en el concierto internacional. 

Como es patente en la crisis de los refugiados, es en la periferia de la UE donde se están estirando al máximo las costuras del proyecto europeo, precisamente porque la debilidad política del centro de la UE lo hace vulnerable al populismo centrífugo que se nutre de explotar políticamente las crisis locales. Y estas crisis tienen visos de tender a un aumento en su frecuencia y gravedad, antes que a desvanecerse espontáneamente.

La EU se ha desarrollado en la práctica como un sistema confederal, un modelo que, a diferencia del federal, se caracteriza por tener un poder central débil, en beneficio de los estados, quienes ejercen el poder real. Parece razonable creer que si la UE no se dota de una verdadera constitución que proyecte una visión popular del proyecto europeo, habilitando y empoderando a sus dirigentes supraestatales,  y determinando los límites de la soberanía de los gobiernos nacionales mediante la redistribución de los diferentes pesos y contrapesos políticos, aspirar a que una mayor participación democrática sea capaz de suplir las carencias ejecutivas de las actuales élites europeas parece una huida hacia adelante que no solventa los problemas de fondo, ni desincentiva que el bullying al proyecto europeo se convierta en el modus operandi de facto de sus enemigos y adversarios, externos e internos, y el G7 seguirá siendo un selecto club de naciones-estado al que asisten como invitados de piedra representantes de la UE.