Kosovo, once años batallando por su reconocimiento

Pol Vila Sarriá y Agon Demjaha, analistas especializados en los Balcanes

Pie de foto: Kosovares ondean banderas nacionales, en la capital Pristina, durante las celebraciones del 11 aniversario de la independencia de Serbia el 17 de febrero de 2019. AP Photo/Visar Kryeziu

A los ya reinantes altos niveles de corrupción, nepotismo, tensión étnica, crimen organizado y hastío social, Kosovo sigue afrontando uno de los obstáculos más enrevesados que existen en el tablero internacional. Una especie de atolladero político que mantiene a la antigua provincia Serbia en un túnel en el que apenas se vislumbran destellos de luz: la ausencia de un reconocimiento universal, que despoje al país más joven de Europa del aislamiento internacional que padece.

Once años después de que la asamblea kosovar se reuniese en Pristina y decidiese declarar de manera unilateral su independencia, más de la mitad de los Estados con asiento en las Naciones Unidas (ONU) han reconocido su emancipación de Serbia. Sin embargo, la lista de Estados no reconocedores, Rusia, China, México, India, Brasil y España, entre otros, es larga, y contiene países con un enorme poder en el nuevo escenario geopolítico mundial.

El problema del no reconocimiento, que en principio podría parecer una cuestión baladí, es de suma importancia. Sus efectos no solo repercuten directamente en la política exterior del país, sino también en la interior. La amistad serbo-rusa y el poder de veto de ésta y China en el Consejo de Seguridad amparan los intereses de Serbia y bloquean la entrada de Kosovo en la ONU, a pesar de la defensa acérrima de Estados Unidos. La demora en el acceso a la Unión Europea (UE) es, sin embargo, el factor que mayores consecuencias acarrea a la endeble economía de Kosovo y a la libertad de movimiento de sus ciudadanos, que aún necesitan solicitar un visado para viajar libremente por el club europeo.

Aunque veintitrés de los veintiocho Estados de la UE han reconocido la independencia de Kosovo, la ausencia de reconocimiento de los otros cinco, Eslovaquia, Rumanía, Grecia, Chipre y España, bloquea la concesión a Kosovo de país candidato a formar parte del club europeo. Hecho que explica, entre otras razones, que el pasado verano los presidentes de Kosovo y Serbia, Hashim Thaçi y Aleksandar Vučić, respectivamente, sugiriesen un comprometido intercambio de territorios entre los dos Estados. Este plan hipotético supondría el reconocimiento de Kosovo como Estado soberano por parte de Serbia y pondría punto y final al capítulo de la disolución de Yugoslavia.

Sin un acuerdo vinculante para la normalización de relaciones entre Serbia y Kosovo, que hasta ahora parece muy distante, será muy difícil que los cinco Estados no reconocedores dentro de la UE cambien su posicionamiento y, por tanto, la integración de Kosovo en la UE seguirá estancada. La población kosovar seguirá sufriendo sus consecuencias, mientras que la élite política permanecerá afianzada en el poder.

El reconocimiento de los cinco Estados restantes de la UE es indispensable, puesto que daría una bocanada de aire fresco a la población y consolidaría una realidad ya existente: que Kosovo, con sus deficientes o notables instituciones, funciona como un Estado, aunque sea solo parcialmente reconocido y esté amparado por la UE y Estados Unidos. Resulta muy difícil de imaginar, además, que Kosovo vuelva a estar gobernado por el antiguo Estado matriz, Serbia, que vulneró vilmente los derechos de los albaneses durante la década de 1990.

Eslovaquia, Rumania, Grecia, Chipre y, por supuesto, España deberían de comenzar a leer el caso de Kosovo en clave exterior, en vez de interior. La situación a la que se vieron sometidos los albaneses en la antigua provincia Serbia a finales del siglo XX, así como el breve, pero sangriento conflicto armado, es difícilmente comparable a la vivida por los turcochipriotas, catalanes o vascos en los últimos diez años. Al contrario de lo que éstos Estados han pretendido, la decisión de no reconocer a Kosovo objetando problemas de índole interna ha abierto una pequeña ventana a la analogía entre ambas situaciones, por absurda e incomprensible que parezca.

El caso de España es el que más ha resonado en los últimos años, en especial por la escalada independentista en Cataluña y el intento de sus dirigentes de crear una analogía entre Cataluña y Kosovo. Los distintos gobiernos de España quizá no han acertado en la estrategia elegida; en lugar de aprovechar la oportunidad para reconocer a Kosovo y demostrar definitivamente que no existe cabida para una comparación entre los dos casos, han ahondado, sin pretenderlo, en esta analogía, deteriorando las ya pobres relaciones diplomáticas con Kosovo cuando la escalada independentista estaba en su máximo esplendor. Además, han vuelto a defender que la independencia de Kosovo es una clara y flagrante violación del derecho internacional, a pesar del dictamen que emitió la Corte Internacional de Justicia en 2010, en el que negaba dicha violación.

El reconocimiento de Kosovo por parte de Eslovaquia, Rumanía, Grecia, Chipre y España es indispensable. Éste no solo tendría un efecto positivo en el porvenir de los ciudadanos del pequeño país balcánico, sino también en la política interna de los otros cinco Estados europeos. La decisión alumbraría el camino de Kosovo hacia la UE y enviaría un claro mensaje a los grupos nacionalistas dentro de estos Estados: cualquier analogía entre Kosovo y las aspiraciones territoriales de otras naciones, entre ellas Cataluña, es insostenible.

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