Turquía y Francia: más que una crisis bilateral
A finales de octubre, el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, puso en tela de juicio la salud mental del presidente francés, Emmanuel Macron. Tal respuesta, se producía poco después de la polémica suscitada en el mundo árabe (con Turquía a la cabeza) contra las caricaturas de Mahoma en la prensa francesa. La reacción de Erdogan es comprensible si tenemos en cuenta las tensiones que han enfrentado a Francia y Turquía en Libia y el Mediterráneo occidental donde París y Ankara están en campos opuestos, y la creciente influencia turca en las comunidades islámicas de Europa.
A pesar de esto, resulta curioso que Turquía, un país que tradicionalmente ha sido más occidental que oriental (por ser miembro de la OTAN, por su cultura e idioma distinto), haya en los últimos años, adoptado un giro hacia oriente, convirtiéndose en un defensor acérrimo de la causa palestina y denunciando la “opresión” de las comunidades musulmanas en los suburbios de los países de la Unión (Alemania, Bélgica y Francia), especialmente si tenemos en cuenta que no hace mucho, Ankara aspiraba a entrar en la Unión Europea. ¿Cuándo empezó a deteriorarse la situación?
La crisis de los refugiados de 2015 y 2016 es el punto de partida. Turquía se convirtió de manera indirecta en el tapón de refugiados hacia la Unión, una tarea que Ankara no estaba dispuesta a hacer gratis. Para expresar su malestar, Turquía adoptó una política de puertas abiertas, tensando las relaciones con Bruselas. En marzo de 2016, se llegó a un acuerdo, convirtiendo Ankara en el Cancerbero de la Unión. A cambio, recibiría 6.000 millones mensuales de Bruselas y más facilidades para obtener visados. Sin embargo, Ankara acusó a la Unión de no cumplir con su parte, a pesar de que, gracias al acuerdo, la llamada ruta oriental de migración se cerró.
El fallido ‘putsch’ contra Erdogan de julio de 2016, aceleró -de manera irreversible- la degradación de la relación. La represión que siguió al golpe y las acusaciones vertidas por Erdogan hacia figuras de la oposición exiliados en Occidente (como el predicador Fethullah Gülen, en los Estados Unidos) fueron criticadas en Europa. En Francia, se empezó a poner en tela de juicio la fiabilidad de Erdogan como aliado de Europa. Un ejemplo de esto lo encontramos en la edición del 21 al 28 de julio del seminario Marianne: “¿Como podemos, en la guerra contra el terrorismo, dar fe a un hombre que ha hecho de su país un lugar de inestabilidad?”1
Pero es la revista Le Point, la que más ha levantado las iras de Ankara. Esta publicación lleva desde hace tiempo, dedicando artículos, portadas y dossiers a la represión en Turquía, a las acciones de Turquía en Siria contra los kurdos, a la influencia del islamismo guiado por Turquía en Francia y a las redes pro-turcas en Europa. El tono de esta revista (donde Erdogan es descrito como dictador y genocida) llevó al embajador turco en Francia a escribir una carta de protesta contra la revista en 2018 por su edición del 24 de mayo de ese año, dónde Erdogan era descrito como un dictador.
Tales críticas han ido a la par de la creciente degradación de las relaciones entre Francia y Turquía (Y por extensión con la Unión), desde el fallido ‘putsch’ de 2016. Un año después del golpe, se aprobó una reforma constitucional que reforzaba los poderes de Erdogan, alarmando a la Unión, que criticó la reforma y la posible restauración de la pena de muerte.
Una gran parte de la victoria de Erdogan en el referéndum se debió al voto de la diáspora turca en Europa -tradicionalmente asociada a Alemania-, pero también presente en Francia, Bélgica y los Países Bajos. La evolución que esta diáspora (que ahora mismo va por su tercera generación) ha conocido en su integración en Europa (especialmente en Francia) se ha convertido en un punto de fricción en las relaciones entre París y Ankara.
Para Sinan Ülgen, presidente del ‘think-tank’ Centre for Economics and Foreign Policy Studies de Estambul: “El sentimiento nacionalista y conservador es muchas veces muy pronunciado en las diásporas. Es igual en la turca.”2. En Francia, tal sentimiento, sobre todo el resurgir religioso, ha despertado las alarmas en un país con un serio problema de integración de inmigrantes de origen musulmán y una férrea defensa del laicismo en la esfera pública, especialmente en la educación. El retorno del velo, un discurso nacionalista con visos al pasado otomano y las alegaciones de la enseñanza de nacionalismo islamista en escuelas financiadas por Turquía, han hecho saltar las alarmas en Francia al riesgo de que la tercera generación de la diáspora turca se esté radicalizando en su hostilidad hacia Occidente.
De hecho, en Europa, el AKP, el partido de Erdogan, a través de partidos políticos como PEJ en Francia (Partido de la Igualdad y Justicia por sus siglas francesas) y organizaciones culturales como Osmanen Germania -club motero ultranacionalista turco influyente en Alemania y Suiza- se encargan en Europa de intimidar a sus conciudadanos que no comulgan con Erdogan y a los kurdos. Las implicaciones de las acciones de estas redes pro-turcas en Europa alimentan un círculo vicioso de acusaciones de islamización por un lado e islamofobia del otro, que emponzoñan las relaciones entre Turquía y La Unión Europea, pues los países donde las redes de Erdogan son más fuertes, son los países de peso en la política de la Unión (Francia y Alemania).
Estas fallas en las relaciones turco-europeas se alimentan por los conflictos que ambas partes experimentan en la política exterior. En Libia, Macron y Erdogan apoyan a campos opuestos, llegando al extremo de la confrontación, este verano, cuando una nave turca iluminó a una francesa (esto equivale a encañonar) que vigilaba el embargo de armas en el conflicto. En Siria, la invasión del norte del país por Ankara en el otoño del 2019 levantó el rechazo de Europa, especialmente cuando se acusó a Turquía de practicar una limpieza étnica en una zona poblada mayoritariamente por kurdos, terroristas para Ankara, pero aliados de Occidente en su lucha contra Daesh. Ankara acusa a Europa de no ver su operación como una lucha contra el terrorismo islámico más que una limpieza étnica.
Finalmente, en el Mediterráneo, las ambiciones turcas de extraer gas en aguas chipriotas y griegas han enfurecido a la Unión. Turquía, que ocupa el norte de la isla desde su invasión en 1974, intentó explotar gas en yacimientos cercanas a Chipre. Bruselas, con Francia a la cabeza, se ha posicionado del lado griego y chipriota, enfadando a Ankara que considera que los chipriotas del norte han de tener acceso al gas. Es importante destacar que el norte de Chipre sólo es reconocido por Turquía, con lo que las posiciones opuestas en este asunto aumentan la tensión entre Turquía y Francia.
Por lo tanto, podemos ver cómo la mala relación entre Turquía y Francia se debe a una mezcla de preocupaciones domésticas sobre la influencia de Turquía en la islamización de las comunidades musulmanas europeas (especialmente en Francia) y a divergencias en la crisis de los refugiados y reacciones al golpe de Estado, en 2015 y 2016. Esta tensión ha aumentado en los últimos años en el tablero geopolítico, donde ambas partes han apoyado a lados opuestos en Libia, Siria y el Mediterráneo oriental. Como resultado, la relación entre ambas partes están en un punto muy bajo, del que probablemente no saldrá durante muchos años.