El coronavirus, una oportunidad para cambiar nuestra relación con el planeta

Mercado de animales en Wuhan

A mediados del pasado mes de diciembre las autoridades chinas detectaron en Wuhan casos del nuevo tipo de neumonía que ahora conocemos como COVID-19. El brote se habría originado en uno de los numerosos “mercados húmedos” que existen en Asia y se especializan en la venta de productos frescos. Allí los animales se mantienen con vida hasta que los adquiere el comprador frente al que se sacrifican. Los investigadores creen que el origen del virus se encuentra en los murciélagos y que llegó al ser humano a través de un huésped intermedio, presuntamente un pangolín. 

En Asia es frecuente encontrar animales salvajes en los mercados húmedos, desde salamandras y tortugas hasta zorros, civetas y pangolines. Estos últimos se encuentran al borde de la extinción tras convertirse en el mamífero más traficado del mundo. Solían ser cazados por su carne, considerada un manjar, pero ahora se trafican principalmente por a sus escamas, que se usan en le medicina tradicional china y en la fabricación de productos de cuero de los que gustan a los cowboys estadounidenses. Grupos ecologistas han denunciado la crueldad en el tratamiento de estos animales, tanto cuando se les caza como las deplorables condiciones en las que son mantenidos en cautividad.

La situación de alarma en la que vivimos ha provocado comentarios y reacciones que rozan el racismo y achacan lo que está pasando a ciertos aspectos de la cultura china. No puede negarse que existe un problema, como las autoridades chinas han reconocido implícitamente con la prohibición y venta del consumo de animales salvajes. Sin embargo, la cuestión va mucho más allá de los mercados húmedos asiáticos –o sus equivalentes en otras regiones del mundo donde el acceso a refrigeración es limitado, como en el África central y occidental–, y todos somos un poco responsables. 

Las consecuencias de la industria agroalimentaria

Resulta hipócrita denunciar los mercados húmedos en China mientras ignoramos nuestro propio modelo de producción de animales para el consumo, cada vez más basado en la cría intensiva. El que no se trate de animales de compañía, exóticos o en peligro de extinción no debería cegarnos a las terribles condiciones en las que viven, tratados como unidades de producción y no como criaturas que sienten emociones y dolor: confinados toda su vida, sin apenas espacio para moverse, mutilados sin anestesia, incapaces de comportamientos naturales como anidar y cuidar de sus crías, atacándose unos a otros debido a la frustración y el estrés… 

El hacinamiento en macrogranjas proporciona un caldo de cultivo ideal para la propagación de las enfermedades, como denuncian obras como Big Farms Make Big Flu o Farmaggedon: The True Cost of Cheap Meat (publicada en castellano bajo el título La carne que comemos). De ellas habrían salido enfermedades como la infección por el virus de Nipah, que inspiró la película Contagio, y otras menos fulminantes, pero potencialmente letales, como la fiebre Q, la hepatitis E, o los últimos brotes de gripe aviar y porcina. Para evitar su propagación es habitual utilizar enormes cantidades de antibióticos; de hecho, las tres cuartas partes de los consumidos en el mundo se destinan a ese fin. La Organización Mundial de la Salud ha denunciado la práctica, advirtiendo de la amenaza que supone la falta de nuevos antibióticos, que las grandes farmacéuticas no desarrollan porque no resulta rentable. 

Por otro lado, alimentar a los animales que comemos requiere enormes cantidades de pienso cuyo cultivo contribuye de manera significativa a la deforestación, como aprendió el gran público durante los devastadores incendios en el Amazonas el pasado verano. Y la deforestación amenaza la biodiversidad y contribuye al cambio climático, lo cual nos devuelve al tema de las epidemias. Así, el deshielo de los glaciales podría llevar a la liberación de patógenos y bacterias latentes durante miles de años. No obstante, una preocupación más inmediata es el cambio en el rango geográfico de los insectos, en particular los mosquitos, que podría significar, por ejemplo, la propagación de la malaria y el dengue en el sur de Europa. 

El lado oscuro de la globalización

Sin embargo, no debemos olvidar que en la raíz del problema se encuentra la invasión humana del mundo natural para explotar sus recursos (madera, minerales, gas natural…), aumentar las tierras destinadas a la agricultura y la ganadería, construir carreteras y otras infraestructuras o expandir nuestros pueblos y ciudades. En el proceso, arrinconamos a la vida salvaje y entramos en contacto con patógenos todavía desconocidos. Dos tercios de las nuevas enfermedades infecciosas son zoonóticas, es decir, se propagan de los animales al hombre, y casi tres cuartos de estas se originan en la fauna salvaje. 

COVID-19 es solo el último ejemplo de este tipo de enfermedades. En los últimos tiempos hemos visto, entre otras, el SARS y el MERS (también causadas por coronavirus), la infección por el virus de Nipah y el Ébola. El SARS tiene una tasa de mortalidad algo más elevada que el covid-19 (alrededor del 10%), pero se transmite con más dificultad y solo después de que la persona infectada desarrolla síntomas, lo cual facilita su contención. El MERS, la infección por el virus de Nipah y el Ébola tienen una mortalidad considerablemente más elevada, pero las dos primeras no se transmiten fácilmente entre seres humanos y el Ébola afecta a ciertas zonas pobres de África cuyos habitantes no suelen subirse a aviones. Todo ello ha contribuido a que se ignorasen las advertencias de los expertos y la emergencia actual nos cogiese desprevenidos. 

Ello a pesar de que se sabía que no era cuestión de si una pandemia se avecinaba, sino de cuándo. Porque es difícil contener las enfermedades en un contexto de rápido movimiento de personas y bienes y creciente urbanización (a menudo, de forma caótica e insalubre). Y nos hemos encontrado sin los instrumentos para hacerle frente, puesto que estos se producen en países que en la actualidad no pueden hacerlo, o los necesitan para sus propias poblaciones… o han encontrado un postor mejor. Dependemos de cadenas globales de valor que fragmentan la producción en busca de la eficiencia, proporcionándonos los bienes de consumo a los que nos hemos acostumbrado a precios baratos y produciendo enormes beneficios para ciertas empresas, que ignoran condiciones de trabajo que no se tolerarían en los países occidentales y externalizan los costes de la polución generada por los cargueros que cruzan nuestros mares.

Pero si esta crisis expone las consecuencias ecológicas de nuestro sistema económico, también muestra lo que es posible si existe la voluntad para ello. Hemos visto cielos azules en Beijing y Delhi, canales de agua cristalina en Venecia y un descenso significativo en las emisiones que provocan el calentamiento global y la muerte prematura de 8,8 millones de personas al año. Hemos descubierto las posibilidades del teletrabajo, que no solo reduce la polución en nuestras ciudades, sino que cuestiona la necesidad de concentrarnos en grandes urbes. Hemos constatado –por segunda vez desde el comienzo del tercer milenio– la fragilidad de nuestro modelo económico, y reconocido la importancia de los servicios públicos y el Estado del bienestar. No podemos volver el reloj hacia atrás, pero sí mitigar las consecuencias del daño que ya se ha causado y cambiar de curso.