El pastor

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Los cencerros de los machos cabríos avisan de que el rebaño está cerca. Hace frío, pero se levanta de la mesa y abre la ventana para verlo pasar. Y se pierde en esa imagen que difumina el pasado y el presente; que mezcla ese ayer con este hoy tan distinto. Aún no se ha ido el otoño y piensa en esas hojas caídas que forman una alfombra de verdes, ocres y amarillos. Y entonces corrían de niños sobre ellas mientras gritaban: ¡Que vienen que vienen!; ahora es la soledad la que grita en ese silencio que rompe ese cencerrear. 

Hace pocos años, los perros guiaban a más de 300 cabras. Qué lejos esa imagen ante las que quedan: unas cincuenta. Caminan todas juntas. Cuando alguna se detiene, las demás también lo hacen. Se agolpan como lo hacen las ideas cuando es imposible dejar de pensar. Suelen pararse delante de la casa para comer los brotes que nacen de un árbol recién cortado. Había demasiada vida en esas raíces que avanzan a escondidas sin posibilidad de evitar el daño hasta que ya está hecho. Van buscando su camino, poco a poco, rompiendo lo que han de romper sin que nadie lo note… hasta que da la cara. Y es tarde. Demasiado cerca de los cimientos que la sostienen, de ese suelo que se desequilibra.  Esa vida de las profundidades. Ese silencio destructivo… 

Mira a las cabras. El pelo, los colores, la forma de comer. Detrás, como siempre, subido en su mula, llega el pastor. Está cansada, está cansado. Aunque los motivos son distintos. A él ya le pesan los años, las madrugadas y las noches, las subidas y bajadas de la sierra, el frío y el calor… También le pesa el dolor, el de sus huesos maltratados por el tiempo y las penurias, y el de las decepciones, que duele casi más que los otros, porque contra este no hay medicinas que valgan ni vale ningún remedio ni químico ni casero.  

Le hace un gesto. Un pequeño círculo con el dedo con el que quiere agrupar a ese puñado de cabras que le quedan. Y ella pregunta inocente si es que se cansó de ellas, del duro trabajo. Y claro que se cansó, pero de ese día a día, de esa Administración que desde años exige y exige, normas y más normas, dinero y más dinero, hasta que ya no se puede más. La tuberculosis, dice en voz baja como si no quisiera escucharse, recordar el sacrificio de gran parte de su rebaño, la incomprensión de una decisión que no entiende. No, no compensan unos euros ante el desengaño y la impotencia, ante la creencia de que es la excusa para que los pequeños ganaderos, los pastores de siempre, abandonen.  

Cabizbajo sigue su camino, con sus dolores y decepciones, y con ese puñado de cabras que le dan la vida, dura, pero suya, con sus sierras, con sus madrugadas.