Alerta cívica: rectificar el rumbo de la democracia española
Los españoles estamos viviendo una crisis profunda, mayor que las conocidas en decenios anteriores. Por primera vez en la historia de nuestra democracia, en medios extranjeros se ha llegado a contemplar a España como un “Estado fallido”. No lo es, pero la quiebra reputacional y la pérdida de fiabilidad ante socios y mercados sí es innegable. No es una crisis más. Puede acabar siendo el punto de inflexión hacia alguna modalidad de “democracia iliberal”, con la demolición del sistema político que tan mayoritariamente nos dimos los españoles en 1978.
El Círculo Cívico de Opinión quiere por eso sumar a su voz a la de quienes alertan de la hondura de la crisis y demandan un cambio de rumbo.
Es una crisis grave por la pluralidad de sus dimensiones, superponiéndose unas a otras, como en las muñecas rusas. Emergencia sanitaria recurrente, sin la atenuante ahora del factor sorpresa. Crisis económica de una envergadura muy superior a la inicialmente prevista y superior también —por caída del Producto Interior Bruto y los muy altos niveles de paro, deuda y déficit público— a la de los países de nuestro entorno y a la de todas las grandes economías. Crisis de gobernabilidad, que ha obligado a cuatro elecciones generales en cinco años y a mantener los mismos presupuestos tres años seguidos. Crisis “territorial” —no solo de coordinación entre los distintos planos de la Administración del Estado—, al mantenerse viva y beligerante la insurgencia secesionista. Crisis social, cuando al paro masivo y al deterioro de las condiciones de vida de millones de ciudadanos se suma la debilidad de expectativas de me- jora. Crisis política, si por tal entendemos un clima de antagonismo permanente entre las principales fuerzas políticas, una áspera confrontación sin apenas resquicio para la cooperación, al tiempo que se ahonda el distanciamiento entre la ciudadanía y sus representantes (“orfandad representativa”).
Como remate, crisis institucional, sin duda el elemento diferencial de la situación presente, con la inevitable —y extremadamente nociva— secuela de inestabilidad, incertidumbre e inseguridad jurídica. No es una crisis más.
El problema no es de “resistencia de materiales”, por más que la pandemia haya puesto más en evidencia ciertas carencias estructurales político-administrativas del Estado que venían arrastrándose desde tiempo atrás. La cuestión es que piezas centrales del entramado institucional que sostiene al Estado están siendo objeto de una continua descalificación, con el poder judicial y la Corona como objetivos prioritarios, aun- que no únicos. “Labor de zapa deslegitimadora”, proceso “destituyente” —llámesele como se quiera— del marco institucional en que se asienta nuestro régimen democrático.
No cejan en ello, desde luego, quienes confesadamente se han posicionado ab initio frente al pacto institucional que ha permitido largos decenios de libertades y convivencia en la España democrática. Lo radicalmente novedoso de la situación presente es que desde dentro del propio Gobierno de la nación se practique ese ejercicio soterrado de acoso y derribo del orden constitucional. Situación inédita, insólita. Situación insostenible también dada su extrema gravedad: una perversa degradación institucional.
El ataque frontal a la independencia del poder judicial —pieza funda- mental de la separación de poderes— tiene ya largo recorrido, tanto como la proclividad partidista a la judicialización de la política. Más reciente es el situar a la Corona en la diana, revelando de paso la creciente polarización del clima político: unos parecen haber convertido el casi cotidiano ataque a la Monarquía en su único referente ideológico; otros, en el polo opuesto, se ven arrastrados a defender una institución que no debería necesitar defensa alguna, pero a la que el mismo Gobierno sitúa en el centro del debate (como ocurrió con el incidente de Barcelona en la entrega de despachos a los nuevos jueces). Salvada la distancia entre la diferente responsabilidad de cada uno de esos comportamientos, el hecho es que ambos acaban instrumentalizando la Corona para satisfacer intereses partidistas, queriendo ignorar que la Monarquía no es de derechas ni de izquierdas: es la institución asociada a la Jefatura del Estado, clave de bóveda del pacto constitucional originario.
La confrontación esterilizante que prevalece en el escenario político se alimenta —deliberadamente, hay que pensar— de programas o proyectos que, sin ser hoy prioritarios, agudizan aún más la tensión. El caso quizá más llamativo es el de la tan mal llamada “Memoria Democrática”. Un asunto tan hondo para la sensibilidad de muchos ciudadanos en razón de sus vivencias personales o familiares, y de tanto calado para la conciencia colectiva y la articulación de la sociedad, se plantea de tal forma que, en vez de facilitar una conciencia compartida del pasado, re- fuerza la polarización: mirada retrospectiva que impone un relato maniqueo, parcial y sesgado, estigmatizando, por ejemplo, a quienes defienden el legado de la Transición como “franquistas”.
Reabrir heridas, en vez de ayudar a cicatrizarlas; dividir en vez de cohesionar. Políticas que crean o agudizan conflictos en lugar de resolverlos. Programas políticos divisivos en una encrucijada que requiere, más que nunca, esfuerzos conjuntos de conversación cívica, la suma de las partes (“entendimiento y concordia”).
Por paradójico que sea, no puede sorprender, dado tal comportamiento, que acaben alimentándose actitudes claramente anti-políticas por parte de la dirigencia política. La responsabilidad recae en toda ella, comenzando, es obvio, por el Gobierno de la nación. El curso de los acontecimientos más recientes es inequívoco. Desde el inicio de la emergencia sanitaria, reaccionando tardía e improvisadamente, lo que se ha percibido es una casi total ausencia de liderazgo. Han predominado las polí- ticas de comunicación sobre la gestión propiamente dicha; el interés partidista sobre el bien común; la confrontación sobre la cooperación. Lejos de dar ejemplo de civismo y sumar voluntades para cohesionar a una nación amedrentada, cada grupo ha tratado de movilizar a sus fieles en contra de los demás, seguir con sus impulsos cainitas en vez de ten- der la mano; cada revés en la gestión —ya fuera del Estado o de las Co- munidades Autónomas— se ha aprovechado para resaltar los males aje- nos y sacar rédito político de una tragedia nacional.
La desconexión entre dirigentes políticos y ciudadanos es enorme. La brecha entre gobernantes y gobernados no deja de agrandarse, alimen- tando la desconfianza cuando no el rechazo, descalificando al propio sis- tema representativo. ¿Alguien se siente representado por el espectáculo que nos ofrecen las cámaras parlamentarias? ¿Acaso lo que se pretende es que la polarización que allí se escenifica se traslade a la sociedad para que acabe rasgando ese delicado tejido que es la convivencia y mermando la confianza en las instituciones?
Los costes de todo tipo generados por esa pésima praxis política están a la vista. Hoy la sanidad, situada en la primera línea de fuego, ofrece dos ejemplos concluyentes:
• La gestión partidista a escala nacional de la pandemia, eludiendo a su vez una doble exigencia: por un lado, la aconsejable institucionalización del soporte de tal cometido en criterios científicos, reconociendo competencias específicas a los comités correspondientes, cuya composición sea pública y no deje lugar a dudas respecto a la cualificación de sus miembros; por otro, la realización de una auditoría independiente de lo realizado hasta ahora, cuando la petición al respecto de la comunidad científica es ya un clamor. Por supuesto, la polarización política dificulta la rendición de cuentas.
• La manifiestamente mejorable coordinación entre el Gobierno de la nación y los Gobiernos autonómicos, tan Estado uno como los otros. Al no desarrollarse el instrumento jurídico necesario para afrontar con eficacia la emergencia, con las modificaciones requeridas en la cobertura legal disponible (Ley General de Sanidad, Ley de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud, Ley General de Salud Pública...), el cada uno por su lado ha sido la pauta. Los recurrentes des- encuentros entre el Gobierno de la Nación y el Gobierno de la Comunidad de Madrid evidencian hasta dónde puede llegar el despropósito de la tan ponderada co-gobernanza.
La sociedad española, que ha sufrido y sufre tan severamente la emergencia sanitaria y la crisis económica, es ahora una sociedad baja en defensas, enervada y desanimada. A tenor de muchos indicadores, la sociedad española está, de una parte, amedrantada por la pandemia y, de otra, atomizada y dispersa por las medidas de excepción y restrictivas. La mezcla de gobiernos dotados de poderes excepcionales en una situación de emergencia nacional, frente a sociedades atemorizadas, constituye un riesgo serio de autoritarismo, como ha acreditado Freedom House en su último informe.
Hacia fuera, abrupta caída reputacional —ya se ha dicho— en los me- dios internacionales: el prestigio, tan costoso de adquirir, se puede per- der con rapidez. Algunos de los más acreditados diarios europeos y norteamericanos así lo reflejan. ¿Qué proyectamos para que en nuestro espacio público se vean “trincheras”? ¿Qué resultados obtiene la gobernanza para que se hable de “política venenosa” que afecta a la gestión de la sanidad y de la economía? Mala cosa cuando de nuestra credibilidad y transparencia también va a depender la disposición de los socios europeos para facilitarnos el acceso a los fondos del plan de recuperación (Next Generation). No son dineros a fondo perdido, no son recursos — bien subvenciones, bien préstamos— para regar las redes clientelares de los partidos en el gobierno; están condicionados para coadyuvar a la reconstrucción de la economía con nuevos proyectos empresariales y para acometer reformas estructurales ambiciosas.
Hacia dentro, el perjuicio no es menos grave: merma de la autoestima como país. Encontrarnos entre el pelotón de naciones que peor han sabido combatir la pandemia y paliar sus consecuencias, donde más escasea ese “bien democrático” que es el acuerdo, está suponiendo un duro golpe sobre el aprecio que tenemos de nuestras propias capacidades. Mala cosa cuando superar la adversidad exige acopio de fuerzas y actitudes.
El Círculo Cívico de Opinión percibe con enorme preocupación que la actual orientación de la política pone en riesgo el marco de seguridad jurídica y estabilidad institucional que precisan las empresas para desarrollar sus negocios y crear empleo, y la sociedad para disfrutar de paz y bienestar. España amenaza con deslizarse —ya sea por irresponsabilidad o ineptitud, ya sea por la prevalencia de ideologías populistas de uno u otro signo— por la pendiente que conduce a una democracia que incumple el principio fundamental de la separación de poderes y no es capaz de asegurar la cohesión interna y el buen funcionamiento de cada uno de ellos. Mantener esa orientación puede conducir a la senda de la desestructuración del Estado. Mientras los partidos se atacan en el Par- lamento y en los medios, sectores crecientes de la ciudadanía o bien se desinteresan de los asuntos públicos y o bien alimentan artificiosa- mente sus filias y fobias políticas. Es un riesgo que debe quedar cancelado por completo.
Desde el Círculo Cívico de Opinión queremos alertar de ese peligro e insistir en la urgencia de rectificar el rumbo. Dos objetivos son prioritarios en la medida que condicionan todo lo demás:
• Primero, defensa con claridad y firmeza de la letra y el espíritu del orden constitucional. En el punto en que nos encontramos, el Gobierno de la nación no solo debe dejar constancia —y permanente- mente— de la legitimidad de la democracia parlamentaria nacida en el 78, sino dar ejemplo de respeto a una Constitución aprobada masivamente por los españoles (incluidos los catalanes). ¿Ociosa de- manda? No, en las circunstancias de hoy.
• Segundo, formación de una mayoría parlamentaria amplia y coherente que asuma la tarea de aprobar los Presupuestos Generales y lograr Pactos de Estado con acuerdos básicos transversales, abandonando ese ahora usual instrumento que es el veto o, en otros casos, la opacidad respecto a las condiciones para obtener determinados respaldos. Es un objetivo que no requiere necesariamente formar gobiernos de gran coalición, pero sí renuncia al ventajismo político con el fin de alcanzar coincidencias que atiendan al interés general. Sin esos acuerdos, compatibles con el ejercicio de una oposición responsable, resultará imposible superar la actual encrucijada crítica y garantizar una gobernabilidad del país en línea con la trayectoria abierta, tolerante y participativa de nuestra democracia. Gobernar para todos los españoles: ¿no debería resultar también ocioso demandarlo?
Retomemos las líneas iniciales. No nos encontramos ante una crisis más. Estamos ante una situación de emergencia. No solo peligran muchos de nuestros logros económicos pretéritos, ese gran esfuerzo colectivo que emprendimos hace ya más de cuarenta años; nos arriesgamos también a socavar las bases de nuestra convivencia, los consensos básicos que nos dotaron de identidad política y en gran medida secaron, afortuna- damente, nuestras tradicionales fuentes de división. Si en otros momentos nuestras divisiones adoptaron una forma trágica, ahora rebrotan casi en forma de farsa, en banales enfrentamientos jaleados en las redes sociales y proyectados después también por medios afines.
No dejemos que el ruido y los discursos del odio acaben imponiéndose sobre la argumentación serena, el partidismo sobre el interés general, y la ignorancia y el diletantismo sobre el conocimiento y la experiencia. Como ciudadanos estamos llamados a ejercer los deberes que nos corresponden y a exigir la gestión responsable de los intereses comunes, de lo que a todos nos pertenece. En ello reside también nuestra esperanza.