El Gobierno se pega un tiro en el pie con el apagón
Desde el primer momento, el Ejecutivo ha desplegado una estrategia orientada más a diluir su responsabilidad que a esclarecer con rigor las causas del colapso. Y lo ha hecho tratando de repartir culpas a partes iguales entre Red Eléctrica de España (REE) —con un 20 % de capital público y presidida por la exministra socialista Beatriz Corredor— y las compañías eléctricas privadas.
La tesis oficial es que el fallo fue “multifactorial”, una fórmula ambigua que permite señalar sin acusar, insinuar sin asumir. Según la vicepresidenta tercera, Sara Aagesen, el origen del apagón estaría en una combinación de elementos técnicos: fenómenos de sobretensión, desconexiones automáticas de varias plantas, y la baja programación de energía síncrona convencional.
Un diagnóstico que, a pesar de su envoltorio técnico, deja entrever un movimiento político calculado para contener daños. De esta forma, evita apuntar directamente al diseño del sistema o a decisiones de planificación energética del propio Gobierno.
El relato institucional ha encontrado en las plantas fotovoltaicas un chivo expiatorio útil. De manera más o menos explícita, se ha sugerido que fueron estas instalaciones —o al menos algunas de ellas— las que originaron la cadena de desconexiones que desembocó en el cero energético.
Pero esa insinuación choca frontalmente con la política que el Ejecutivo dice abanderar, la del impulso decidido a las energías renovables. ¿Cómo puede sostenerse que una o dos plantas solares, con un peso económico marginal, tengan capacidad para provocar un apagón de escala nacional?
Y lo que es aún más grave, si realmente fueran responsables, deberían asumir indemnizaciones multimillonarias por los perjuicios causados a la industria. La implicación es clara y preocupante. Si producir energía renovable expone a un operador a semejante riesgo legal y reputacional, ¿quién querrá invertir en ella?
Esta retórica de ‘apuntar sin disparar’ ha terminado siendo un tiro en el pie para un Gobierno que se declara defensor de la transición energética. Asignar responsabilidades tan graves a instalaciones fotovoltaicas no solo desincentiva la inversión en el sector, sino que erosiona la confianza en un sistema que necesita urgentemente seguridad jurídica y estabilidad normativa.
El precedente es aún más alarmante si se considera que desde días antes del apagón ya se registraban anomalías en la red. El 22 de abril, técnicos y operadores alertaban de fenómenos extraños —sobretensiones y oscilaciones de frecuencia— que anticipaban un desajuste estructural.
Aun así, en el momento crítico, REE optó por programar la menor cuota de generación síncrona convencional del mes, dejando a la red sin el colchón de estabilidad necesario. Cuando las protecciones automáticas comenzaron a desconectar plantas fotovoltaicas por exceso de tensión, la reacción en cadena ya era imparable.
En lugar de asumir que la arquitectura del sistema y su planificación operativa han sido deficientes, el Gobierno ha preferido abrir la puerta a una interpretación que señala a las renovables como parte del problema. En términos estratégicos, es una contradicción flagrante, deslegitima a la pieza central de la transición energética en el mismo momento en que debería reforzarse su papel.
Lo que se percibe desde el sector es un intento desesperado por eludir el coste político del apagón. Pero ese coste, que el Ejecutivo ha querido repartir entre agentes públicos y privados, puede terminar volviéndose en su contra.
Porque si el mensaje que se transmite es que una planta solar puede poner en jaque el sistema eléctrico de un país, lo que se está diciendo, de facto, es que el sistema no es fiable. Y eso, más que ningún apagón, es lo que verdaderamente apaga la confianza.