No hay ciudadanía europea sin Unión indestructible

Citizens European Union

El 23 de junio de 2016, el Reino Unido decidía abandonar la Unión Europea. Votaron 33,5 millones de británicos, 17,4 de ellos a favor del Brexit. Como consecuencia, más de 60 millones de personas perdieron su condición de “ciudadanos de la UE”. Los ciudadanos restantes de la Unión perdimos el derecho a vivir y desplazarnos por el territorio británico en las mismas condiciones que los nacionales: más de 3,5 millones de residentes comunitarios en el Reino Unido pasaron a ser simplemente extranjeros.

El 25 de junio de 2021, el primer ministro holandés, Rutte, declaraba que “Hungría ya no tiene cabida en la Unión Europea”. Reaccionaba a la aprobación de la llamada “ley contra los pedófilos homosexuales” de Orban, que entre otras cosas persigue la difusión de contenidos relacionados con la diversidad sexual entre menores de 18 años. El hecho de que la condición de ciudadanos de la UE de millones de húngaros pueda ser cuestionada por una política –retrógrada— decidida por su Gobierno o su Parlamento, da una idea de la fragilidad del vínculo comunitario.

La Unión Europea se define como “una Unión de Estados y de ciudadanos”. Desde la aprobación del Tratado de Funcionamiento y de la Carta de Derechos Fundamentales, la Unión maneja el concepto de “ciudadanía de la UE”, cuyo alcance, derechos y obligaciones quedan trazados en esos documentos. Pero en la práctica, esa ciudadanía no es más (ni menos) que un suplemento a la ciudadanía nacional de un país en la medida en que éste es miembro de la Unión. La nacional es una verdadera ciudadanía: los ordenamientos jurídicos definen su perímetro, y establecen al más alto nivel las protecciones de las que gozan sus titulares contra posibles intentos de los poderes constituidos de retirarla o de vaciarla unilateralmente. A través de esos ordenamientos, la ciudadanía es un vínculo entre cada individuo titular –cada ciudadano— y el Estado que se obliga a garantizar sus implicaciones.

Tal protección no existe y no puede existir para la llamada “ciudadanía de la Unión”. Pese a las fórmulas, la Unión sigue siendo un club de Estados, y el suplemento de ciudadanía europea es otorgado o retirado a los Estados; estos lo transmiten, lo administran, o lo retiran (e.g., abandonando la Unión) a los ciudadanos, de acuerdo con sus previsiones constitucionales. La existencia de una verdadera ciudadanía europea exigiría un contrato directo entre la autoridad comunitaria y cada uno de los europeos titulares de esa “ciudadanía de la Unión”. 

A una verdadera ciudadanía europea le correspondería un verdadero Estado continental europeo. Versiones más débiles de ciudadanía europea serían concebibles bajo arquitecturas políticas de tendencia federalizante, en las que prestaciones y derechos de alcance específicamente comunitario —e.g., el derecho de circulación— fueran garantizados por una autoridad comunitaria, autónoma en medios y eficaz en todo el territorio de la Unión, a la que cualquier ciudadano pudiera dirigirse en caso de vulneración de tales derechos por alguna otra Administración, estatal o subestatal. Pero una autoridad así diseñada desafía la lógica intergubernamental en la asignación de recursos, y el principio de subsidiariedad. Ambos elementos hacen que la eficacia de las autoridades comunitarias dependa de los Estados miembros; funcionan bien si el conjunto de Administraciones opera de forma cooperativa, pero lleva al bloqueo o a una respuesta disfuncional en entornos expuestos al conflicto o la deslealtad institucional. Y esa conflictividad puede aumentar en la UE, no solo por la emergencia de polos iliberales, sino por la creciente diversidad interna de la Unión, con agentes políticos sometidos a condiciones, regulaciones y expectativas muy diferentes; y por la propia lógica plural de los procesos democráticos. 

Cuanto más implausible resulta que emerja en la UE un verdadero nivel de decisión y protección federal, más necesaria resulta su presencia. Esta contradicción es, quizá, el reto más relevante para la construcción europea, al menos en términos de su credibilidad interna. La complejidad institucional de la Unión dificulta la articulación de una auténtica “ciudadanía de la UE”, que proteja a los individuos no en tanto que nacionales de un Estado miembro –sujetos por tanto a sus instituciones nacionales—, sino en tanto que miembros de la Unión. Al mismo tiempo, la conflictividad y el riesgo de inestabilidad que ésta engendra la actual maquinaria europea hace más necesaria una autoridad comunitaria ejecutiva, directamente accesible a los ciudadanos, e independiente de los Estados, capaz de combatir las amenazas contra la “ciudadanía de la UE” — incluidas las que procedan de otras Administraciones públicas, como es el caso de las leyes húngaras contra homosexuales y transexuales.

El ataque más frontal que puede ejercerse contra la “ciudadanía de la UE” es su supresión unilateral, contra la voluntad del afectado. Y ésa es una prerrogativa que todo Estado miembro posee, reconocida en los Tratados (art. 50 TFUE). Ofrece a los Estados un instrumento de presión y contrapeso frente a los centros de poder comunitarios; pero es también un freno contra los intentos de expandir el perímetro de la “ciudadanía europea”, y un botón nuclear ante los sectores de su población que pretendan ejercer esa ciudadanía allí donde se vea coartada. Mientras la adhesión a la Unión sea reversible para los Estados, la “ciudadanía de la UE” será provisional y precaria para sus beneficiarios, especialmente los más vulnerables.

En Europa, el vínculo entre condición de ciudadanía e indivisibilidad del espacio político que la garantiza, está reconocido en numerosas normas fundamentales nacionales. En Estados Unidos, que es quizá un caso más cercano a la Unión Europea por lo que tiene de federación de estados de alcance cuasi-continental, sólo se consolidó un verdadero espacio cívico, cuando la confederación, que originalmente ligaba las trece colonias, mutó –no sin dificultades— a una verdadera unión federal y no reversible, garante efectiva de la ciudadanía. La Corte Suprema norteamericana resumió en Texas v White (1869) el equilibrio necesario para construir esa ciudadanía común sobre la unión voluntaria de entidades políticas preexistentes: “una Unión indestructible de Estados indestructibles”. Hablaba de los EEUU, pero describe bien el horizonte de una Unión Europea de ciudadanos, verdaderamente federal.

 Juan Antonio Cordero. Doctor e ingeniero en Telecomunicaciones, profesor en École polytechnique (Francia). Miembro de la Antena de París de Citizens pro Europe.