La involución del concepto occidental de seguridad (y sus implicaciones estratégicas)
En los últimos setenta años, el centro de gravedad de las relaciones internacionales ha girado en torno a las cuestiones de seguridad. Durante todo este periodo, las decisiones más significativas, adoptadas tanto por los Estados como por las organizaciones internacionales, han tenido como argumento esencial la protección de la seguridad nacional o internacional.
Podría parecer, entonces, que existe una definición firmemente asentada sobre lo que es seguridad. Nada más lejos de la realidad. En el lenguaje de las ciencias sociales, «seguridad» es un concepto controvertido, ya que no existe consenso sobre su significado. En función de los países, personas, ideas, culturas y percepciones de la realidad, el término adquiere un valor diferente. Toda transformación sociopolítica conllevará variaciones en esa percepción, tanto en lo que debe ser protegido como sobre las formas y modos de llevarlo a cabo. Por consiguiente, cualquier noción de seguridad solo será válida para un contexto histórico determinado.
En 2011, este mismo autor publicó, en este foro privilegiado que brinda el IEEE, un somero análisis sobre la evolución del concepto de seguridad durante el periodo 1945- 201111. 10 años después, parece oportuno revisar la evolución histórica y analizar las tendencias estratégicas, con el objetivo de ofrecer una visión de las nociones contemporáneas de seguridad. Es de resaltar que se parte de la hipótesis de que, en los últimos años, se ha producido, desde un prisma occidental, una involución hacia paradigmas de seguridad propios de la Guerra Fría —aunque el contexto mundial se encuentre muy alejado de aquella época—.
Con ese propósito, el presente texto se divide en tres partes. La primera repasa la evolución de los conceptos de seguridad tradicionales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la crisis socioeconómica global iniciada en 2009. Sobre la base de los cambios estratégicos de la última década, en gran medida provocados por aquella crisis del modelo liberal, la segunda parte muestra como la cooperación en materia de seguridad internacional puede ser sacrificada por motivos políticos, geopolíticos e ideológicos; lo que a la postre significa un retorno a concepciones reducidas de seguridad. Finalmente, se reexamina el que en su momento constituyese el paradigma de seguridad occidental, la hoy cuestionada seguridad humana.
Durante la Guerra Fría, la seguridad se justificaba en el arquetipo de que la política mundial es invariablemente una lucha entre Estados por el poder, compitiendo por sus propios intereses nacionales en un entorno estratégico anárquico.
Estos intereses incluían, fundamentalmente, la protección de la integridad territorial, el mantenimiento de la independencia política —reconocida por otros Estados— y la preservación de las funciones básicas de la sociedad —económica, sociopolítica, cultural o ecológica—. La defensa de esos intereses nacionales, por parte del Estado, constituía el objetivo primario de la seguridad nacional que, por entonces, se confundía con
«defensa nacional».
Desde este punto de vista, propio del realismo teórico2, se trataba de conseguir el mayor nivel de poder posible; cuanto más poder, especialmente el militar, que un determinado Estado podía acumular, más seguro estaría. De esta manera, soberanía nacional y equilibrio de poder, entendido como la distribución de este entre las distintas naciones, se encontraban inequívocamente unidos a lo que se concebía por seguridad. Este modelo es el mismo que utiliza el enfoque geopolítico.
En la década de los sesenta y una vez segregada de sus vínculos con el nacismo, la geopolítica empieza de nuevo a ser utilizada en EE. UU. como un apelativo, aparentemente útil, para destacar la importancia de los factores geográficos en la configuración de los acontecimientos políticos y militares.
Durante su etapa como secretario de Estado (1973-1977), Henry Kissinger reintrodujo el concepto de geopolítica en las discusiones sobre política exterior. Por entonces, su país estaba inmerso en un conflicto cada vez más impopular en Vietnam, y el uso de ese término fue, en parte, un intento de abordar el nuevo panorama estratégico. El concepto se utilizaba para destacar la importancia del equilibrio mundial y de los intereses
nacionales permanentes en un mundo sometido constantemente a las tensiones entre países. Deseoso de promover una nueva relación con China, Kissinger sostuvo que las ambiciones geopolíticas de Moscú debían ser contenidas. Pese al notable cambio de escenario, el equilibrio de poder y la defensa de los intereses vitales nacionales siguen muy vigentes en los estudios geopolíticos y geoestratégicos actuales.
En el marco de las relaciones entre Estados, la «seguridad internacional» surge de la necesidad de dar respuesta al dilema de seguridad que este enfoque presenta. Todo incremento de poder —normalmente militar— por parte de una determinada nación, necesariamente conduce a la pérdida de seguridad de otra, que tratará de revertir la situación. En este caso, se entra en una inevitable carrera de armamentos. Además, la acumulación de poder no garantiza protección contra riesgos y amenazas no afectados por la disuasión militar convencional. De esta forma, es preciso crear unos cauces, por mínimos que sean, de dialogo y cooperación entre países que rompan el circulo vicioso del dilema.
Una característica esencial de las teorías realistas es la creencia de que las instituciones internacionales no tienen un papel demasiado importante en la prevención de crisis y conflictos. Estas instituciones son observadas más como un producto que sirve a los intereses de sus Estados miembros que como un medio de arreglo de controversias. Por el contrario, otros defienden que el desarrollo de un modelo institucionalizado de cooperación entre Estados abre oportunidades para alcanzar una mayor seguridad internacional. Este punto de vista alternativo, conocido como institucionalismo liberal, argumenta que las organizaciones internacionales son mucho más importantes de lo que el realismo considera. La creación de las Naciones Unidas en 1945 supuso la reválida de esta teoría.
Ciertamente, con su fallido antecedente de la Sociedad de Naciones, la instauración de la ONU viene a superar la noción tradicional de seguridad, al mismo tiempo que enfatiza la importancia de la cooperación internacional en múltiples ámbitos. Esta visión se materializa en el concepto de «seguridad colectiva» por el que se proscribe el recurso a la violencia como forma de salvaguardar los intereses nacionales, salvo en caso de autodefensa.
En este punto, es importante no confundir seguridad colectiva con «defensa colectiva». El primero implica que los Estados se comprometen en crear un sistema, compuesto de organismos, normas e instrumentos, que garantice la paz y estabilidad de todos. Por su parte, la defensa colectiva se efectúa a través de alianzas militares en las que, como la OTAN, los países miembros comparten intereses vitales y, en cierta medida, valores. En el caso de la Alianza Atlántica, el interés común primordial es apoyar la defensa de todos y cada uno de sus miembros en contra de una amenaza externa —como determina el conocido Artículo 5 del Tratado de Washington—. La Carta de las Naciones Unidas reconoce, bajo ciertas condiciones, el derecho a la defensa colectiva de los Estados.
Ya en la década de los ochenta del siglo XX, se comienza a demandar una seguridad multidimensional que, sin olvidar las cuestiones propias de la defensa, incluya aspectos políticos, económicos y sociales. Al mismo tiempo, se acentúa la importancia del marco internacional para la resolución de crisis y hostilidades.
De especial interés resultó el concepto de «seguridad común» introducido, en 1982, por la Comisión Independiente sobre Cuestiones de Desarme y Seguridad —conocida comúnmente como la Comisión Palme—. La idea básica residía en que «los Estados ya no pueden buscar la seguridad a costa de los demás; solo puede obtenerse mediante compromisos de cooperación». Es decir, ningún país podía obtener seguridad, a largo plazo, simplemente tomando decisiones unilaterales, sino que también había que considerar las acciones y reacciones de los potenciales adversarios. La seguridad tenía que encontrarse en común con ellos3.
Sobre esta base, las organizaciones de defensa colectiva abordaron actividades de seguridad que fueron más allá de su propósito inicial, iniciando una transición desde la defensa hacia la seguridad ampliada. Así, también aparece el concepto el «seguridad compartida» que buscaba, entre otros, el fomento de la confianza mutua entre bloques o el impulso de las negociaciones sobre control de armamentos.
Tras el fin de la Guerra Fría y, como consecuencia de la aceleración de la globalización, se produce un cambio fundamental en la concepción de la seguridad que, desde ese momento, amplía y profundiza su significado. De la seguridad nacional centrada en el nivel Estado se avanza hacia otra noción en la que individuos, grupos y sociedades adquirían una posición privilegiada.
Problemas globales, transfronterizos en su mayoría, tales como el crimen organizado, el terrorismo, la disputa por los recursos naturales, el deterioro medioambiental la inmigración no regulada y el subdesarrollo se convirtieron en riesgos para la humanidad de una importancia similar a los que debía afrontar la defensa militar. Por su naturaleza, los retos a la seguridad dejaron de dividirse entre «internos o externos» o «civiles y militares»4; al mismo tiempo que se defendía la necesidad de adoptar un enfoque integral, multidimensional y multinivel sobre la seguridad.
Sobre estas premisas, el concepto de «seguridad humana», que se desarrolla más adelante, se convirtió en el paradigma primordial. Con todo, la aparente pérdida de importancia de los aspectos geográficos junto al avance de teorías sociales cosmopolitistas y relativistas hizo que el interés por los análisis geopolíticos se disipase.
En lo que concierne a las tres organizaciones internacionales clave para la seguridad euroatlántica —OTAN, UE y OSCE— adoptaron, en aquellos años, un modelo de seguridad ampliado como forma de actuación.
La OTAN se acomodó al nuevo entorno estratégico en el que el enemigo, por el cual fue creada en 1949, se había desvanecido. En lugar de disolverse, como algunos propusieron, atrajo a un buen número de países de la antigua órbita soviética y se trasformó, en la práctica, en una organización de seguridad colectiva. Con ello, respondía a la necesidad de ensanchar su concepto de seguridad para garantizar la protección de los aliados ante riesgos y amenazas difusos; a la vez que promocionaba por el mundo sus valores fundacionales. Una muestra de estos cambios fue el lanzamiento, en la década de los noventa, de sus primeras operaciones «fuera de área» en Bosnia y Kosovo, así como su posterior implicación en los conflictos de Afganistán e Irak. Había que recordar que el Concepto Estratégico de la OTAN (2010), todavía en vigor, subraya que la «seguridad cooperativa»5 constituye una de las tres tareas fundamentales de la alianza, junto con la defensa colectiva y la gestión de crisis.
De igual forma, sobre la base de un modelo integrado de seguridad, la UE avanzó hasta su actual Política Común de Seguridad y Defensa, tal y como se encuentra consolidada en el Tratado de Lisboa de 2009. A grandes rasgos, esta integración se asienta sobre ciertas características propias. A saber: multilateralismo, carácter multidimensional y abierto de la seguridad —concepto amplio e integrador— y promoción de la solidaridad, tanto en su vecindario más próximo como en otras partes del mundo.
Igualmente, la OSCE adoptó una visión integral y cooperativa de la seguridad que aglutina las dimensiones político-militar, económica y ambiental de la seguridad. En la actualidad, esta organización está compuesta por 58 Estados miembros, lo que la convierte en la mayor organización de seguridad del mundo y cuyo ámbito de actuación se extiende fuera de los límites de la región euroatlántica.
La ampliación y profundización del concepto de Seguridad tuvieron lugar en un momento histórico único: el unipolarismo de EE. UU. Bajo el liderazgo norteamericano, la expansión de los principios y valores occidentales —democracia liberal, derechos humanos y libre mercado— forjaron el entramado securitario global como lo hemos entendido en los últimos lustros.
Sin embargo, provocada por los excesos del capitalismo, entre 2007 y 2010, se produjo la crisis económica y financiera mundial más profunda en casi un siglo. Su intensidad vino a poner de relieve los aspectos más negativos de la globalización. Vista en perspectiva, esta crisis socavó los fundamentos del capitalismo mundial, puso de manifiesto la incapacidad de los bancos para gestionar los riesgos, disminuyó la confianza en las instituciones internacionales, debilitó a todos los Estados sin excepción y casi quebró la eurozona. Además, desempeñó un papel fundamental en las mal llamadas Primaveras Árabes, el conflicto de Ucrania, el brexit y la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos6.
El impacto estratégico de la crisis a lo largo de la última década ha sido dramático. El orden liberal internacional, que daba forma a las relaciones globales, se ha vuelto impredecible e inestable. En particular, el indudable retroceso de la globalización está cuestionando las ideas globalistas que han conformado la seguridad mundial hasta hoy.
Efectivamente, las actuales dinámicas desglobalizadoras —con un Occidente dividido y en retirada del escenario mundial— vendrían a demostrar que, en su actual versión, la seguridad internacional es incapaz de afrontar los retos y amenazas contemporáneos.
La última edición del informe anual del Foro Económico Mundial (WEF, por sus siglas en inglés) sobre riesgos globales7 resume el panorama estratégico actual de la siguiente manera: «El coste humano y económico inmediato [de la pandemia de] COVID-19 es grave. Amenaza con hacer retroceder años de progreso en la reducción de la pobreza y la desigualdad, y con debilitar aún más la cohesión social y la cooperación mundial. La pérdida de puestos de trabajo, la ampliación de la brecha digital, la alteración de las interacciones sociales y los cambios bruscos en los mercados podrían tener consecuencias nefastas y la pérdida de oportunidades para gran parte de la población mundial. Las ramificaciones —en forma de malestar social, fragmentación política y tensiones geopolíticas— condicionarán la eficacia de nuestras respuestas a las demás amenazas clave de la próxima década: los ciberataques, las armas de destrucción masiva y, sobre todo, el cambio climático».
En otras palabras, los efectos perversos de la denominada cuarta revolución industrial, que ya se habían identificado, se están viendo impulsados por la COVID-19. Según lo que señala el WEF, los riesgos son multifacéticos y universales. Pero ¿qué modelo de seguridad se debe emplear para afrontarlos con ciertas garantías de éxito?
La naturaleza de los retos señalados podría indicar la necesidad de seguir apostando por una seguridad ampliada. Sin embargo, son las tensiones geopolíticas las que vuelven a situarse en el centro de atención. Incluso en tiempos de pandemia, como el actual, que afecta gravemente a la humanidad en su conjunto, son las pugnas entre las grandes potencias —y también medianas— las que descifrarían lo que acontece hoy en el mundo.
Como antaño, la seguridad de los Estados se reduciría a la mera defensa de sus intereses y el uso de la fuerza militar, como instrumento máximo del poder nacional, queda asociado a la protección de su soberanía. Desde este prisma, el sistema institucional multilateral parece quebrantado y se produce un retorno a estrechas concepciones de seguridad que tratan de colocar el foco en la competencia entre países, en un contexto de creciente anarquía.
Por tres razones primordiales, este enfoque se muestra incapaz de capturar la gran complejidad del panorama global existente y, por consiguiente, es insuficiente para ofrecer respuestas adecuadas a los heterogéneos problemas de seguridad que nos acechan en la actualidad.
Primero, la gobernanza mundial es policéntrica. El intento de observar los asuntos globales como predominantemente definidos por la competencia entre Estados conduce fácilmente a una visión del mundo reduccionista. Este paradigma, en el extremo, afirmaría que solo las grandes potencias actuales —EE. UU., China y, en mucha menor medida, Rusia— son las que realmente afectan a la escena internacional. Las decisiones y acciones de todos los demás países solo importarían en el contexto de ese antagonismo.
Y, sin embargo, la realidad es mucho más complicada —y confusa—. Cada Estado, independientemente de su tamaño o poder relativo, forma parte de la competición y contribuye a su resultado. Por ejemplo, Turquía trata de marcar un perfil propio a los asuntos internacionales y sus acciones tienen una indudable repercusión, cuando menos, regional.
Al mismo tiempo, no hay que despreciar las divergencias de intereses derivadas de las presiones internas e internacionales a las que se enfrentan los países que forman parte de Alianzas u organizaciones de seguridad. Así, la rivalidad entre grandes potencias ha colocado a los Estados europeos en la incómoda posición de que deben elegir bando en una pugna de la que no se sienten parte directa —o no completamente—. Este marco explicaría, de alguna manera, el debate sobre la necesidad de que la Unión Europea disponga de una cierta «autonomía estratégica».
Segundo, la disminución del número de atentados terroristas yihadistas en Europa y Norteamérica ha hecho olvidar que esta ideología permanece activa.
10 años después de la muerte de Bin Laden, la amenaza de Al Qaeda es mayor que nunca. En la actualidad, esta organización tiene más combatientes activos en más países que hace una década. «Se ha fortalecido sin generar alarma en las capitales occidentales, construyendo una base popular a través de su esfuerzo de localización, mientras sigue buscando capacidades para llevar a cabo ataques terroristas transnacionales. La organización, como red mundial, permanece unida bajo el liderazgo de Ayman al-Zawahiri, quien proporciona orientación estratégica y dirección a los seguidores de todo el mundo de mayoría musulmana»8.
Aunque el yihadismo se extiende por amplias regiones, en especial «el Sahel ha experimentado un exponencial proceso de radicalización terrorista para ser considerada hoy como una de las regiones del mundo en que se manifiesta el terrorismo de corte yihadista con mayor intensidad y violencia»9.
Sin embargo, una visión reduccionista que únicamente busque una solución a través del uso de la fuerza no es solo insuficiente sino contra productiva. Como la experiencia obtenida de las operaciones de estabilización señala, los problemas asociados al subdesarrollo y la pobreza deben contar con estrategias —sobre la base de conceptos de seguridad amplios— que vayan más allá de la fuerza armada y de las operaciones contraterroristas.
Y tercero, la actual pandemia ha venido a recordar que el desprecio por el multilateralismo y la necesidad de cooperar, para superar los problemas globales, resulta literalmente suicida. El análisis de estos desafíos de alcance universal, desde una perspectiva geopolítica, impulsa una dinámica de bloques que estimula la competencia y no la búsqueda de consensos y acuerdos.
Afortunadamente, la reciente Guía Estratégica Interina de Seguridad Nacional de EE. UU. ofrece una comprensión holística de las relaciones internacionales. El documento, primero de esta naturaleza de la presidencia Biden, supera la mera pugna entre las grandes potencias, principio básico del pensamiento estratégico de la anterior Administración norteamericana. Para el actual inquilino de la Casa Blanca, China y Rusia siguen representando amenazas para los estadounidenses. No obstante, la guía estratégica reconoce que sus intereses pueden solaparse con los de los adversarios y la cooperación, a veces, puede ser beneficiosa10.
Cuando se exacerban los intereses particulares de los Estados, se menoscaba la capacidad de mediación de las organizaciones internacionales. Ante el embate desglobalizador, las políticas occidentales para impulsar sus propios valores — intervención humanitaria, responsabilidad de proteger o promoción de la democracia— han perdido el favor de nuestras sociedades. Estas circunstancias afectan al modelo de seguridad occidental por antonomasia: la «seguridad humana».
En 1994, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo incluyó en su Informe Anual sobre Desarrollo Humano este concepto que desde entonces se ha desarrollado teóricamente e implementado en la práctica. De una forma genérica, tres elementos caracterizan a la seguridad humana: primero, su objeto referente ya no son los Estados, sino los individuos y las sociedades; segundo, su naturaleza multidimensional11; y tercero, su amplitud global, ya que se aplica tanto a los Estados como a las sociedades de todo el planeta.
La seguridad humana puede entenderse en dos sentidos: estricto y/o amplio. El primero se ocupa de las amenazas violentas a los individuos, principalmente en situaciones de conflicto, según el paradigma «libertad frente al miedo». Por otra parte, el enfoque amplio sigue el axioma «libertad frente a la necesidad» y considera las implicaciones que para seguridad presentan aspectos como la economía, el medio ambiente, la migración o la salud. Para abordar estas complejidades, la seguridad humana aplica un modelo holístico e integral.
Según este paradigma, los gobiernos conservan el papel y la responsabilidad primordiales de garantizar la supervivencia, el sustento y la dignidad de sus ciudadanos. La función de la comunidad internacional es complementar y proporcionar el apoyo necesario a los Gobiernos, a petición de esos, a fin de fortalecer su capacidad de responder a las amenazas actuales y emergentes12.
Aunque este concepto de seguridad humana resulta esencial, para comprender las amenazas y riesgos a los que se enfrenta la humanidad, ha sido ampliamente criticado, fundamentalmente, desde dos ángulos.
En primer lugar, se considera que es demasiado amplio para ser útil operativamente, lo que en la práctica impide la adopción de políticas pragmáticas. Al ampliar el concepto de seguridad para abarcar cualquier problemática, desde la degradación del medioambiente hasta la falta de vivienda y el desempleo, no es posible establecer prioridades ni planes coherentes —recordar la expresión de que «si todo es de máxima prioridad, nada es prioritario»—.
En estos casos, se produciría lo que Ole Waeber denominaba securitización para indicar que un cierto desarrollo adquiría la denominación de problema de seguridad cuando un gobierno así lo decía y con ello podía reclamar un derecho especial. De esta manera, securitización «se refiere a la clasificación aceptada de ciertos fenómenos, personas, o entidades cómo una amenaza existencial que requiere medidas de emergencia. A través de un acto de securitización, una preocupación se enmarca como un tema de seguridad y se mueve de la agenda política a la de seguridad»13. En otras palabras, nada es necesariamente un problema de seguridad, sino que se construye a través de una agenda política nacional o internacional.
Un segundo conjunto de críticas defiende que la seguridad humana, en realidad, abre la puerta a la posible injerencia de potencias extranjeras en los asuntos internos de aquellos Estados que sean percibidos como un «problema de seguridad».
Así, se podría entender que la aplicación práctica de la seguridad humana para la resolución de conflictos esté conectada con el principio de la Responsabilidad de Proteger que, de forma sumaria, defiende: cada Estado es responsable de proteger a su población, pero la comunidad internacional, por medio de las Naciones Unidas, también tiene la obligación de ayudar en esa protección. Si la soberanía depende de la capacidad de un Gobierno para proteger a sus poblaciones de la pobreza, la enfermedad, la delincuencia o la degradación medioambiental, el resultado natural es que cualquier pretexto valdría para efectuar una intervención internacional —aunque fuese denominada de «carácter humanitario»—. La única vez que el Consejo de Seguridad de la ONU ha utilizado este principio para autorizar una intervención militar fue en Libia en 2011; y, atendiendo al resultado, probablemente será la última.
Vista en perspectiva, la adopción de la seguridad humana, como modelo de estabilización y gestión de crisis, en realidad, no ha servido para cambiar significativamente el comportamiento de la mayoría de los Estados o para aliviar las presiones que amenazan la vida cotidiana de los más vulnerables14.
En la década de los noventa, se produjo un cambio fundamental en la concepción de la seguridad que, desde ese momento, amplía y profundiza su significado. De la seguridad nacional centrada en el nivel Estado se pasa a otra noción en la que individuos y sociedades adquieren una posición de privilegio. Sobre esta base claramente occidental, la seguridad humana se articula como el paradigma esencial para la gestión de crisis y la estabilización de países en conflicto.
La crisis económica y social de la última década ha trasformado profundamente el entorno estratégico. El declive en términos relativos de EE. UU. y Europa ha significado un cuestionamiento de los modelos liberales lo que, en la práctica, ha supuesto una involución hacia concepciones tradicionalmente estrechas de seguridad. Ante el repliegue occidental, ¿quién apadrinará a la seguridad humana?
En estas circunstancias, la seguridad se ha «encogido». La pandemia de la COVID-19 no ha hecho más que enfatizar esta tendencia. El auge de poderes alternativos está provocando un cambio global en las relaciones internacionales, lo que, desgraciadamente, comporta el regreso de la geopolítica como teoría explicativa de los acontecimientos.
En el marco estratégico señalado, los conceptos de seguridad se mueven entre estos dos paradigmas antagónicos que demuestran la tensión en la compatibilidad entre los aspectos global, internacional, nacional e individual de la seguridad.
El comienzo de la tercera década del siglo XXI es testigo de la emergencia de un mundo diferente y mucho más complejo; un mundo repleto de nuevos retos y enfoques hacia la estabilidad y la seguridad internacional.
Las principales amenazas a la paz y a la estabilidad no son solo las guerras entre Estados y las rivalidades entre grandes potencias, como fue el caso en la primera mitad del siglo XX. Existe un riesgo evidente de que la dinámica de bloques y las tensiones geopolíticas oscurezcan a otros desafíos que, por su escala y alcance global, requieren de grandes acuerdos internacionales, con independencia de ideologías e intereses nacionales particulares.
En resumen, hemos entrado en una nueva era en que las profundas y vertiginosas trasformaciones que se están produciendo vuelven a obligarnos a reevaluar nuestro concepto de seguridad y, lo que es más relevante, sus implicaciones políticas.
Mario Laborie/ Coronel (ET)/ Doctor en seguridad internacional.
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- Por su influencia a lo largo de la historia, el realismo puede ser considerada la teoría dominante de las relaciones internacionales. El tema que unifica sus diferentes escuelas se centra en que los Estados se encuentran en un entorno de anarquía en el que su propia seguridad no está garantizada.
- GALTUNG, J. “The Palme Commission Report on Disarmament and Security A Critical Comment. Bulletin of Peace Proposals”, JSTOR, 1983, 14(2), pp. 147-152. Disponible en: http://www.jstor.org/stable/44480996 [último acceso 20 mayo 2021]
- LABORIE, M., 2011. Ibid.
- Para la OTAN, la seguridad cooperativa consta de tres componentes, que incluyen el reforzamiento de las asociaciones, la contribución al control de armamentos, la no proliferación y el desarme, y la ayuda a los posibles nuevos países para prepararse para el ingreso en la OTAN. Para hacer operativa esta nueva tarea, la Alianza actúa como coordinadora, implicando a grupos de Estados u otras organizaciones internacionales con intereses comunes que cooperan en una amplia gama de cuestiones de seguridad. “Cooperative Security as NATO’s Core Task”, NATO.
- LABORIE, M. Desglobalización y pandemia global. Documento de Opinión 28/2020; IEEE. Disponible en: http://www.ieee.es/Galerias/fichero/docs_opinion/2020/DIEEEO28_2020MARLAB_desglobalizaion.pdf
- World Economic Forum. Global Risks Report 2021, 16th edition. Disponible en: http://www3.weforum.org/docs/WEF_The_Global_Risks_Report_2021.pdf [Último acceso: 10 mayo 2021].
- ZIMMERMAN, K. “Al-Qaeda After the Arab Spring: A Decade of Expansion, Losses, and Evolution”, Hudson Institute, 5 de abril de 2021. Disponible en: https://www.hudson.org/research/16806-al-qaeda- after-the-arab-spring-a-decade-of-expansion-losses-and-evolution
- Anuario del terrorismo yihadista 2020. (2021). Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo. Disponible en: https://observatorioterrorismo.com/eedyckaz/2021/03/Anuario-del-Terrorismo-Yihadista- 2020.pdf (C. Igualada, Ed.) San Sebastián. COVITE.
- “Renewing America’s Advantages-Interim National Security Strategic Guidance”, The White House, INSSG, marzo 2021. Disponible en: https://www.whitehouse.gov/wp-content/uploads/2021/03/NSC- 1v2.pdf
- La seguridad humana agrupa las amenazas contra la seguridad en siete categorías: seguridad económica, seguridad alimentaria, seguridad en materia de salud, seguridad ambiental, seguridad personal, seguridad de la comunidad y seguridad política.
- “Human Security Handbook”, NACIONES UNIDAS, enero 2016.
- Alan Collins citado por BAYLIS, J. International and global security. En J. BAYLIS, S. SMITH, & P. OWENS (Edits.), The Globalization of World Politics (7ª ed. ed.), 2017. Oxford, UK: Oxford University Press.
- ACHARA, A. Human Security. En J. Baylis, S. Smith, & P. Owens (Edits.), The Globalization of World Politics (7ª ed. ed.). 2017, Oxford: Oxford, UK, University Press.