Un paso adelante, ¿dos pasos atrás?
Lo que no se había conseguido en años de porfía ante grandes crisis financieras, explosiones de la deuda en varios países, subempleo y precariedad de grandes segmentos de las generaciones nacidas desde poco antes del cambio de siglo (que, a diferencia de generaciones anteriores, cuentan con un alto nivel medio de formación… que de poco parece servirles), etc., se diría que lo ha conseguido la ominosa pandemia desencadenada por un insignificante ente microscópico que ni siquiera llega a la categoría de ser vivo propiamente dicho: el coronavirus SARS-CoV-2.
Me refiero, claro está, al gran esfuerzo realizado por la Unión Europea tanto en el terreno financiero, con la iniciativa Next Generation EU, como en el sanitario, con la compra masiva de vacunas y su distribución, equitativamente proporcional a las poblaciones respectivas, entre los Estados miembros. Un gesto solidario sin más precedentes que los ya clásicos fondos estructurales que tanto han contribuido al desarrollo de los miembros económicamente menos desarrollados de la antigua Comunidad Económica Europea. Gesto que seguramente llega en el momento oportuno, visto el aumento creciente del “euroescepticismo” en muchos países de la Unión (por no hablar ya del abandono de la misma por el Reino Unido).
Dicho esto, como, después de la crítica destructiva, no hay nada más dañino para las empresas humanas que la autocomplacencia, creo necesario señalar algunos peros.
Primero: respecto a la estrategia de vacunación contra el coronavirus. No se trata de cuestionar el papel de la Agencia Europea de Medicamentos (EMA, por sus siglas en inglés), pero lo cierto es que no es fácil entender por qué, una vez autorizadas las vacunas AstraZeneca, Pfizer-BioNTech y Moderna, que al parecer fueron las primeras en ofrecer garantías de efectividad y seguridad científicamente comprobadas, no se ha seguido ampliando el abanico de opciones con otras, como la Sputnik V, de cuya efectividad existen pruebas fehacientes tras su empleo en algunos países (por algo la canciller alemana Angela Merkel ha sugerido recurrir a ella a la vista de la lentitud con que se desarrolla la vacunación en su país a causa de las dificultades de suministro de las primeras vacunas mencionadas). Además de las razones sanitarias están también las políticas: nada haría más daño a la salud pública, no sólo europea, sino mundial, que un crecimiento continuo de los sectores llamados “antivacunas”, grupos de personas que suelen encontrar terreno abonado para sus argumentos en la extendida percepción del negocio farmacéutico como uno de los más “saneados” (valga el juego de palabras) del mercado. Si a esa percepción se une la sospecha de algún tipo de favoritismo hacia a unas empresas en detrimento de otras, el círculo de la desconfianza se amplía. Y si, para colmo, todo ello desprende, como en lo que respecta a la mencionada vacuna rusa, un cierto aroma a defensa de intereses geopolíticos (más transatlánticos que europeos, por cierto, si seguimos entendiendo por Europa un continente que va de Finisterre a los Urales), entonces los conspiranoicos alcanzan el éxtasis sin necesidad alguna de recurrir a la droga homónima…
Segundo: respecto a los fondos Next Generation EU. De entrada, vamos a olvidarnos de las reticencias mostradas por algunos socios comunitarios ante esa iniciativa, reticencias que a punto estuvieron, en algún momento, de dar al traste con el proyecto (algo ayudó sin duda a superar el trance la constatación de que el “democrático” virus, a la hora de matar, no hacía demasiados distingos entre “derrochadores” y “frugales”). Lo que ahora interesa es obtener de esos fondos el máximo rendimiento en términos de bienestar para las poblaciones afectadas por la destrucción del tejido económico y social causada por la pandemia. Pues bien, si ese es el objetivo, un observador imparcial seguramente esperaría que, entre los condicionantes a que la concesión de esas ayudas (incluso las consideradas “a fondo perdido”) está sometida, figuraran ciertos criterios de equidad social en su reparto. Hablando claro: que hubiera alguna garantía de que los receptores directos de las ayudas (en principio, grandes empresas, entre otros, del sector energético, dado el componente de contribución a la llamada “transición energética” que tienen los fondos) van a ejecutar proyectos beneficiosos, pongamos, en materia de empleo, cuyo deterioro es uno de los efectos más dramáticos que está teniendo la pandemia. Cierto que estos “detalles” son más competencia de los distintos gobiernos que de las instituciones europeas. Pero, ya que en algunos apartados las exigencias impuestas por estas a aquellos son muy precisas, convendría que también en este punto fueran más allá de las consabidas generalidades, pues sería altamente motivador del “euroescepticismo” que los gobiernos nacionales no fueran merecedores de plena confianza en ciertos capítulos de gasto y sí lo fueran en otros… Eso sería, como sugiere el título de este escrito, dar un paso adelante y dos atrás.
Por último, en relación con el segundo punto, a fin de no llamar a nadie a engaño (engaño que tarde o temprano acabaría desprestigiando a su causante), convendría dejar las cuentas claras y explicar que el monto neto de las ayudas que lleguen no será el anunciado, sino el resultante de restar de este la contribución que el país receptor hace al presupuesto de la UE. Aportación que, para algunos países (no tanto para Alemania, que ha visto reducido el monto de su contribución), habrá aumentado debido a la salida de un contribuyente tan importante como el Reino Unido (es decir que los países restantes deberán cubrir el hueco dejado por los británicos en el presupuesto comunitario).
En el fondo, todas las pegas aquí señaladas apuntan a un mismo blanco: a la necesidad de que la Unión Europea, cuyos orígenes más remotos se encuentran en los intentos de creación, por iniciativa alemana, de una unión aduanera en los primeros años del pasado siglo, supere lo antes posible las limitaciones que esos orígenes meramente mercantiles, cual pesada herencia, le han venido imponiendo y avance decididamente hacia la unidad política. Unidad que hoy, a partir sobre todo del relativo trauma del Brexit, puede parecer utópica dado el variopinto mosaico de tradiciones, culturas e intereses que Europa alberga en su seno. Unidad que exige una armonización mucho mayor en muchos terrenos (el fiscal, sin ir más lejos), pero que bien podría alcanzar un equilibrio más estable que el actual entre rasgos federales y rasgos confederales (hoy, en unas cosas, la mayoría, predominan éstos; en otras, aquéllos). Sea como fuere, en este, como en otros muchos terrenos, la dinámica es la propia de un río: sin nadar aguas arriba es imposible mantener siquiera la misma posición respecto a la orilla.
Miguel Candel, profesor emérito de Historia de la Filosofía de la Universidad de Barcelona