La epidemia de opioides en Estados Unidos

Atalayar_IEEE Opioides Estados Unidos

A mediados del siglo XIX, los Imperios británico y chino se enfrentaron en las llamadas guerras del opio. Los intereses comerciales provocaron las fuertes tensiones que desembocaron en la derrota china y otorgaron a Gran Bretaña ventajas competitivas. Mucho antes de eso, la sustancia ya era usada en Mesopotamia, Egipto y Persia. El opio ha tenido, por tanto, una importancia geopolítica y geoeconómica histórica, siendo parte de la estructura productiva y de la sociedad de muchos países durante siglos.

En la actualidad, según organizaciones internacionales especializadas como la UNODC, estamos viviendo una tendencia creciente en el consumo de derivados del opio.

Los opioides pueden ser divididos en dos categorías: las drogas ilícitas, entre las que encontramos sustancias como la heroína, y los medicamentos legalmente fabricados, que incluyen la morfina o la metadona, usados al principio para el tratamiento de cáncer y cirugías y, posteriormente, para dolores crónicos. En los últimos años están emergiendo los llamados opioides sintéticos, como el fentanilo o el tramadol, económicamente más accesibles y potentes.

El auge de los opioides tiene importantes consecuencias socioeconómicas y políticas. En primer lugar, estas sustancias conforman un mercado fundamental, muchas veces sumergido e ilegal que, solo en 2010, tuvo un valor estimado de 65 billones de dólares1. Esos mercados de opioides dejan su impacto en casi todas las naciones, bien porque amenazan la seguridad y estabilidad de los países, porque intensifican la violencia o porque afectan a la salud de la población consumidora. Las adicciones, las enfermedades y las muertes derivadas del consumo son problemas recurrentes en nuestras sociedades contemporáneas. Por encima de todos los países golpeados por esta tendencia creciente, Estados Unidos emerge como el epicentro de una crisis que ha recibido el nombre de «epidemia de opioides».

Los orígenes de la epidemia: radiografía del consumo de analgésicos opioides

En 2017, unos 53,4 millones de personas en el mundo consumían opioides. La subregión norteamericana resultó ser el área con mayor prevalencia anual de consumo y una de las zonas con mayor morbilidad2. Aproximadamente un 4 % de su población total hacía uso de estas sustancias.

El Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC) identifica tres olas en la epidemia, definidas por los cambios en las tendencias de las tasas de mortalidad según los diferentes tipos de opioides3. A principios de los años 80, los opioides se recetaban principalmente para el dolor agudo y una parte importante de las muertes relacionadas se atribuía al desvío de estas sustancias para uso no médico. Sin embargo, en los últimos años del siglo XX, las prescripciones de opioides para el cuidado del dolor crónico crecieron como respuesta a lo que era percibido como un tratamiento insuficiente. Después, en 2010, la segunda ola vino acompañada de un aumento de las muertes por heroína. Desde 2013, sin embargo, lo que se observa es un crecimiento de la incidencia de opioides sintéticos, entre los que destaca el fentanilo.
Hay varias causas que podrían explicar por qué los opioides se convirtieron en una preocupación tan grande para Estados Unidos, especialmente en su variante legal de prescripción médica4. La primera es la existencia de una «cultura de la medicación» que se extiende por el país a través de un sistema de salud que forma a los profesionales sanitarios para que conciban el dolor como el quinto signo vital y para que pongan énfasis en atarcarlo de una manera agresiva mediante el uso de medicamentos opioides.

El tratamiento imperativo dio paso a un sistema que actualmente tiene pocas regulaciones estrictas en cuanto al uso de analgésicos potentes. Esto supuso una oportunidad para la emergente industria farmacéutica, que experimentó una creciente competencia por la obtención de la mayor parte del mercado analgésico. Las empresas empezaron a cortejar a farmacéuticos, hospitales y médicos para que prescribieran sus productos indiscriminadamente. Todo esto se vio y se ve agravado por un sistema sanitario eminentemente privado y basado en los seguros. Las compañías de seguros utilizan los analgésicos como sustitutos indiscutibles de otros tratamientos alternativos más caros y menos rentables para ellos, como la fisioterapia o la acupuntura, hecho que afecta a las capas más empobrecidas de la sociedad5.
Las empresas farmacéuticas aparecen, por tanto, como las principales responsables de la primera ola de la epidemia de opioides. A finales de los 90, estas empresas aseguraron a la comunidad médica que los pacientes no desarrollarían ninguna dependencia a sus analgésicos opiáceos. Esto incrementó exponencialmente el número de prescripciones, especialmente desde 2006, hasta alcanzar su pico en 2012 con más de 255 millones6. Posteriormente, la cifra disminuyó a casi la mitad en 2019, pero la proporción sigue siendo increíblemente alta en la mayor parte del país.

De este modo, cuando finalmente se descubrió la verdadera naturaleza dañina de los opioides, muchos de ellos ya estaban siendo mal utilizados por un amplio espectro de la población. Al mal uso le siguieron la adicción y, en última instancia, las sobredosis. El número de muertes causadas por sobredosis de opioides prescritos entre 1999 y 2017 fue de 218 0007. El Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas8 estima que entre el 21 % y el 29 % de los pacientes a los que se les recetan opioides los utilizan de forma incorrecta y que otro 8-12 % desarrolla problemas de adicción.

Las empresas farmacéuticas han sido señaladas y llevadas a los tribunales al ser consideradas una amenaza creciente para la salud pública. En un principio, se pensó que reduciendo el número de recetas de opioides y aplicando sanciones por administración excesiva el problema se resolvería. Los reguladores federales han introducido límites de casi el 25 % a las prescripciones y se han reducido las cuotas de producción de medicamentos de riesgo9. Aunque estas políticas han disminuido los suministros médicos, las tasas de consumo y mortalidad han seguido aumentando, lo que sugiere que una parte crucial del problema está relacionada con la creciente importancia que han adquirido las drogas ilícitas en los últimos años10.

Heroína y fentanilo: los actores ilícitos

Los consumidores adictos, tras ver reducido su suministro de opioides legales, empezaron a buscar otras opciones fuera del sistema sanitario, en los mercados ilegales. Esto fomentó el aumento del consumo de opioides alternativos más baratos, como la heroína o el fentanilo, dando paso a la segunda y tercera ola de la epidemia.

La heroína es una sustancia enormemente adictiva que se obtiene de la morfina. Su consumo no es nuevo, pero ha aumentado en los últimos años junto con las muertes por sobredosis, casi quintuplicadas, ya que la heroína suele mezclarse con otras drogas11. Se estima que, del 8-12 % de los pacientes que desarrollan una adicción a causa de los opioides prescritos, el 4-6 % acaba consumiendo heroína12.

En la última década, además de los analgésicos recetados y la heroína, EE. UU. ha visto la introducción de una nueva droga en sus mercados: el fentanilo. Esta sustancia puede ser producida por empresas farmacéuticas, siendo recetada a pacientes con dolor postoperatorio, dolor crónico o a personas con un alto nivel de tolerancia a otros opioides. Sin embargo, en su mayoría, el fentanilo se produce de forma económica en laboratorios clandestinos, situados principalmente en China y México, y se vende en los mercados ilegales bajo los nombres de Apache o China White.

El fentanilo es un opioide sintético 100 veces más potente que la morfina y 50 más que la heroína, con la que se mezcla para facilitar su contrabando e intensificar su efecto. Precisamente, son la potencia y los efectos analgésicos casi inmediatos los que hacen del fentanilo una sustancia altamente adictiva. Esto conlleva un gran peligro, ya que los consumidores no suelen ser conscientes de lo que consumen, aumentando las 

posibilidades de sufrir una sobredosis y complicando su tratamiento. En 2017, el fentanilo causó casi el 60 % de las muertes relacionadas con opioides, frente al 14 % de 201013.

Las consecuencias sanitarias, económicas y de seguridad del consumo

El consumo de opioides ha provocado una situación sin precedentes en EE. UU., que desembocó en la declaración de emergencia de salud pública por parte de Trump en 2017. Actualmente, se estima que más de dos millones de estadounidenses son adictos a los opioides en un país con el mayor número de muertes relacionadas con las drogas por cada millón de ciudadanos. Las defunciones provocadas por sobredosis se han multiplicado desde principios de siglo hasta convertirse en una de las principales causas de muerte, superando a las producidas por accidentes de tráfico o armas de fuego14.

2018 fue uno de los años más catastróficos: unas 67 000 personas murieron de sobredosis, más que en los 20 años que duró la guerra de Vietnam. Dos tercios del total (46 802) fueron causadas por opioides y, dentro de los opioides, dos de cada tres fallecimientos correspondieron a derivados sintéticos15, motivados por un crecimiento del consumo de fentanilo. Los estados de Virginia Occidental, Delaware, Maryland, Pensilvania, Ohio y Nuevo Hampshire fueron los más afectados.

Muchos de los problemas de salud, y de las muertes relacionadas, no están causados por el uso directo de opioides, sino por enfermedades colaterales que aparecen con su consumo. En el caso de la heroína y otras drogas inyectables, las jeringuillas contaminadas contribuyen a la propagación de enfermedades infecciosas de la sangre como la hepatitis o el VIH. Además, los opioides también tienen un impacto en la salud de los recién nacidos. El consumo durante los meses de embarazo afecta a muchos niños con el llamado «síndrome de abstinencia neonatal».

Sin embargo, es también importante señalar otros costes de la epidemia. Los opioides suponen una amenaza para la seguridad nacional y un lastre para la economía. En años como 2015, los costes financieros de la crisis de los opioides fueron de casi el 2,8 % del PIB nacional16. Esta cantidad incluía los gastos sanitarios y judiciales, pero también las pérdidas de productividad, lo que demuestra que la epidemia está vinculada a una disminución de la participación en el mercado laboral entre los trabajadores en edad de rendimiento.

En cuanto a la amenaza que los opioides suponen para la seguridad, es importante recordar que, al uso y consumo de opiáceos recetados, hay que añadir otras sustancias ilegales que suelen proceder de mercados clandestinos de origen extranjero. Según William Brownfield, Subsecretario de Estado para Asuntos Internacionales de Narcóticos y Aplicación de la Ley, hasta el 94 % de la heroína que se consume en Estados Unidos procede de México17. Otra pequeña cantidad llega de Colombia y, una aún más residual, de Afganistán a través de las rutas balcánicas y del Sur que atraviesan Europa y África.

En el caso de México, el país aumentó su producción hasta convertirse en el segundo productor mundial del mercado ilícito, con un 5 % de las cantidades totales globales18. Las zonas de producción más importantes se encuentran en la costa del Pacífico mexicano, en Sinaloa, Guerrero y Michoacán. Seis cárteles principales controlan la obtención y distribución de opioides en el país, utilizando sobre todo las infraestructuras de transporte de la frontera suroeste de Estados Unidos19.

El mayor cultivo y producción ilícita contribuye a aumentar la violencia surgida en torno a grupos insurgentes y supone una amenaza para la seguridad nacional de los países afectados. Estados Unidos ha realizado importantes esfuerzos para contrarrestar el auge de los narcóticos en los países de origen. Al control sistemático de fronteras para proceder con incautaciones y detenciones se le suman iniciativas como la Iniciativa Mérida, un compromiso que otorga a México casi 3000 millones de dólares en ayuda antinarcóticos. El objetivo es fortalecer las capacidades institucionales para erradicar los cultivos ilícitos de opio y combatir el narcotráfico que surge en torno a esta actividad.

Más allá de la salud: la naturaleza socioeconómica de la epidemia

Más allá de los aspectos sanitarios de la epidemia, hay que tener en cuenta que el consumo de drogas es una cuestión social con implicaciones multidimensionales. Factores de demanda como las redes de apoyo, el empleo, la vivienda o la salud mental inciden significativamente en la relación que las personas pueden o no tener con las drogas. Por tanto, es crucial considerar los factores socioeconómicos estructurales de la crisis de opioides para entender cómo, dónde y por qué se producen este tipo de comportamientos.

El American Journal of Public Health20 señala la variación y dispersión geográfica de la epidemia de opioides, lo que supone un reto para los programas de intervención, ya que las tendencias y las tasas de prescripción y sobredosis varían de un estado a otro, influidas por la densidad de población, los opioides específicos que circulan por las zonas y el nivel de dificultades económicas de esos lugares.

Los condados con las tasas más bajas de sobredosis opioides suelen ser menos blancos y más rurales que los que presentan tasas más altas, las cuales tienden a concentrarse en zonas caracterizadas por un mayor número de obreros y empleados en servicios, mayores prescripciones y desventajas económicas. Este último factor es crucial para comprender las tendencias y las causas fundamentales de la epidemia. Por ejemplo, se ha comprobado que la pobreza está estadísticamente relacionada con el consumo de drogas en determinados barrios21. En aquellos lugares donde al menos un tercio de la población vive en situación de pobreza, las probabilidades de consumir heroína u otras sustancias son un 52 % mayores.

La crisis económica de 2008 y sus efectos inherentes han hecho que algunas comunidades sean aún más vulnerables a las drogas opioides. Según la Comisión Global de Política de Drogas22, aunque la adicción a los opioides sigue teniendo un mayor impacto en las personas más pobres, la epidemia afecta principalmente a las personas que más han sufrido las consecuencias de la crisis: la clase trabajadora y los individuos que han dejado de ser de clase media o que aspiraban a formar parte de ella.

La angustia psicológica causada por la inestabilidad socioeconómica, junto con las rupturas comunales, suele conducir a trastornos sociales23. Uno de esos trastornos sería el abuso de sustancias, que puede derivar en adicción y sobredosis. Esto demuestra que los opioides no son solo una cuestión de dolor físico, sino también de salud mental, ya que pueden utilizarse como una forma de escapar del dolor emocional o de la falta de conexiones y propósitos vitales. Por lo tanto, la adicción sí discrimina en función de las líneas socioeconómicas: hay factores que sitúan a algunos grupos e individuos en mayor riesgo que otros. Este fenómeno se ha denominado «muertes por desesperación»24.

Asimismo, durante la crisis, muchas personas acabaron en el paro, lo que a menudo supone la pérdida de seguros sanitarios. Esto ha provocado que algunos pacientes se vean privados de sus recetas, obligándoles a recurrir a opioides ilegales. La búsqueda incesante de opioides alternativos también se ha visto impulsada por la COVID-19. Los cortes en las cadenas de suministro, el agravamiento de los problemas socioeconómicos, las dificultades para acceder a los sistemas sanitarios y el distanciamiento social han llevado a las personas adictas a recurrir a drogas de uso menos frecuente y a consumirlas en espacios más individualizados, dificultando la reacción en caso de sobredosis y aumentando la prevalencia de muertes por este motivo.

Del mismo modo que se ha analizado la distribución geográfica y socioeconómica de la epidemia de opioides, es interesante echar un vistazo a otros factores demográficos. Aunque la crisis puede afectar a casi todos los sectores de la sociedad, el rango de edad más golpeado por la epidemia es el comprendido entre los 35 y los 44 años. Los hombres representan el 60,5 % de las sobredosis mortales y las mujeres el 39,5 %25. Desde el punto de vista étnico, la población blanca está siendo especialmente perjudicada, ya que tradicionalmente ha tenido más acceso a estos medicamentos. Del total de 46 802 muertes relacionadas con opioides que tuvieron lugar en 2018, el 75 % correspondió a personas blancas, mientras que el 13 % afectó a afroamericanos y el 9 % a hispanos26. Tal vez por esta misma razón el problema de las drogas ha comenzado a tomarse más en serio y a ser menos criminalizado, ya que cuando eran las minorías étnicas pobres de las ciudades las que sufrían adicciones, las políticas y los discursos eran más punitivos y giraban en torno a retóricas de libertad de elección y fallas morales.

Esfuerzos para contrarrestar la epidemia
Nivel federal

La lucha de EE. UU. contra las drogas se remonta a los 70, cuando el presidente Nixon lanzó una gran ofensiva estatal que recibió el nombre de «guerra contra las drogas». Esta comprendía todas las iniciativas gubernamentales que intentaban frenar el uso, la distribución y el comercio de sustancias ilegales. En 1971, se aprobó la Ley de Sustancias Controladas que clasificaba las drogas según su utilidad médica y su potencial abuso. A esto le siguió la creación de la Administración del Control de Drogas, con el objetivo de luchar contra el narcotráfico dentro y fuera de las fronteras nacionales, demostrando así la importancia que esta problemática ha tenido en la agenda política exterior estadounidense.

Años más tarde, Reagan continuó con el enfoque de Nixon, adoptando medidas punitivas que hicieron crecer el número de personas encarceladas por delitos de drogas. Las presidencias de Bill Clinton y George W. Bush siguieron el mismo patrón; se prefirió el castigo a la rehabilitación y reinserción. Clinton aprobaría la famosa Ley sobre Control de Delitos Violentos y Aplicación de la Ley (1994), cuyas consecuencias más notables no se produjeron en el ámbito sanitario, sino en el penitenciario y en la perpetuación de las desigualdades raciales, ya que la población negra se vio afectada en mayor medida y el encarcelamiento masivo se convirtió en la norma. Los datos muestran que, aun cuando la población blanca consume más drogas y las vende en los mismos porcentajes, los afroamericanos tienen 6,5 veces más probabilidades de ser encarcelados, lo que demuestra la disparidad de la justicia penal27.

Obama trató de sustituir esta coercitividad sesgada por un enfoque sanitario. Su Estrategia Nacional de Control de Drogas se centró en la prevención y tratamiento, considerando los abusos como problemas de salud pública de los que la gente podía recuperarse. El Obamacare quería obligar a las compañías de seguros médicos a cubrir los tratamientos de recuperación, ya que solo 2 de los 22 millones de ciudadanos que los necesitaban los recibían28. También había un esfuerzo implícito para aumentar las intervenciones tempranas que pudieran romper con el círculo del consumo, delincuencia, encarcelamiento y reincidencia. El entonces presidente se comprometió a gastar 1000 millones de dólares en dos años para combatir la epidemia de opioides. Sin embargo, muchos criticaron su tardanza, ya que esta estrategia no llegó hasta su segundo mandato y no pudo aplicarse suficientemente.

La llegada de Trump al poder supuso otro punto de inflexión para el enfoque federal del país con respecto a la epidemia de opioides. Su estrategia se basó en tres puntos principales: reducir las recetas en un tercio, aumentar el acceso a los tratamientos de adicción (aunque sin financiación clara) y aumentar los castigos por tráfico y venta de drogas. Esta última medida consistía en la reducción de los mínimos obligatorios de encarcelamiento y en la propuesta de establecer la pena de muerte, junto con un control más estricto de las fronteras para frenar los flujos de drogas, lo que demostró la voluntad de Trump de volver a los enfoques de justicia punitiva que tan ineficaces y desiguales habían sido anteriormente.

Nivel estatal

La idea detrás de todas las medidas de criminalización es paralizar la oferta deteniendo el tráfico de drogas. Eso haría que las sustancias fueran más caras y menos accesibles. Sin embargo, los precios no han aumentado, lo que demuestra que el endurecimiento de los castigos no contribuye a frenar el flujo de drogas29.

En contra de los esfuerzos tradicionales centrados en el lado de la oferta/suministro, los expertos han recomendado destinar recursos al tratamiento, la reducción de daños y la demanda. También destacan la necesidad de definir el fenómeno de las drogas desde una perspectiva de salud pública basada en el bienestar social que permita ver a las personas, y no a las drogas, como el fin último de las políticas. El problema debe ser, pues, tratado como una enfermedad y no como un factor desencadenante de delincuencia.

Por ello, el departamento de Salud de EE. UU. ha propuesto una estrategia para contrarrestar la epidemia de opioides con cinco prioridades principales30: proporcionar apoyo a la investigación sobre la adicción, mejorar las prácticas de gestión del dolor, fortalecer la comprensión de la epidemia a través de la vigilancia de la salud pública, mejorar el acceso a servicios de tratamiento y recuperación y promover el uso de medicamentos para revertir las sobredosis entre la población general.

En el caso del acceso a servicios de tratamiento y recuperación, se estima que cada dólar gastado en estos programas ahorra entre 4 y 7 dólares adicionales en costes sociales y penales31. Por ello, acciones como conectar los servicios de emergencia con la atención primaria, la construcción de centros de estabilización o el establecimiento de una línea telefónica para pacientes o familiares, pueden facilitar el acceso a estos servicios.

Asimismo, los programas de prevención son clave, ya que centrarse en las consecuencias de las adicciones a los opioides no resuelve las raíces del problema. La adicción discrimina socioeconómicamente, por lo que es necesario identificar las variaciones geográficas y los grupos vulnerables para dirigir más eficazmente las políticas y recursos. Esto permitiría que los programas apoyaran adecuadamente a grupos heterogéneos de adictos que tienen necesidades específicas. Estas estrategias deberían ir además acompañadas de otras más a largo plazo, como disminuir las desigualdades socioeconómicas y las situaciones que empujan a las personas al consumo abusivo de sustancias opioides.

Sin embargo, hay que tener en cuenta que el tratamiento y la prevención no pueden concebirse como únicas soluciones. Hay muchos adictos que niegan sus adicciones y que abandonan o rechazan la búsqueda de tratamiento. Además, existe una gran cantidad de consumo clandestino de drogas, ya que la estigmatización, culpabilización y criminalización de estas personas sigue siendo una constante en las sociedades contemporáneas. Por ello, no se puede esperar la resolución del problema simplemente facilitando el acceso a estos servicios.

Es necesario reconocer que siempre habrá un sector de la sociedad que consumirá drogas por mucho que las instituciones y los profesionales médicos lo desaconsejen. Por eso han surgido los programas de reducción de daños, que realizan actividades como el control de drogas o el consumo supervisado para asegurarse de que las sustancias utilizadas no están contaminadas o mezcladas con otras más potentes y para garantizar mejores condiciones sanitarias de consumo.

En este sentido, es importante informar al público y crear una conciencia social sobre los peligros del mal uso y el abuso de opioides. También es crucial formar a los profesionales sanitarios para que intervengan de forma temprana antes de que se desarrolle la adicción. Sería fundamental que pacientes y proveedores dialogasen sobre las posibles consecuencias negativas del consumo de opioides, las alternativas de tratamiento y la posibilidad de prescribirlos solo durante períodos más cortos y en menores dosis.

Al final, es cuestión de cuántos recursos están dispuestas a invertir las administraciones para revertir y aliviar la situación. Pero las jurisdicciones y administraciones locales no pueden resolver el problema por sí solas, necesitan apoyo a nivel estatal y federal, e incluso internacional.

Conclusiones

En la actualidad, EE. UU. se encuentra en medio de una crisis sociosanitaria que ha causado, y sigue cobrándose, muchas víctimas. La epidemia de opioides que comenzó en los 90 no ha dejado de aumentar y se ha adaptado a los patrones de consumo y a las condiciones médicas y socioeconómicas que la motivaron. Desde el predominio de los analgésicos recetados hasta el aumento del consumo de heroína y fentanilo, los opioides han supuesto una sangría constante no solo sanitaria, sino también de recursos económicos y de seguridad.

Según los enfoques tradicionales que han abordado el problema en el país, la culpa recaería en los actores que contribuyen a la oferta, como los cárteles extranjeros en el caso de las drogas ilegales, o las empresas farmacéuticas y los profesionales sanitarios en el caso de las lícitas. Sin embargo, es necesario ser crítico con estas estrategias. Controlar la oferta a costa de olvidar la demanda ha resultado insuficiente e ineficaz, ya que las tasas de consumo y sobredosis se han mantenido estables o incluso han crecido debido a la mayor potencia de nuevos opioides. Además, el enfoque en la oferta ha llevado en ocasiones a medidas criminalizadoras que perpetúan las desigualdades sociales.

Por lo tanto, aunque el control de la oferta sea necesario, EE. UU. también tiene que abordar los factores de demanda. Lo que la industria farmacéutica y las redes ilícitas hacen en última instancia es llenar los vacíos y satisfacer las necesidades causadas por problemas socioeconómicos estructurales. De ahí que sea imperativo repensar los factores fundamentales que impulsan la adicción a los opioides. El reto consiste en encontrar un equilibrio entre el acceso legítimo a los mismos con fines médicos/científicos y el riesgo de abuso que a veces conlleva su consumo.

Comprender la relación entre las condiciones socioeconómicas y demográficas de las personas y las muertes por opioides puede ayudar a orientar las respuestas a la crisis y acotar los esfuerzos de prevención, tratamiento y rehabilitación de grupos vulnerables. Dichas intervenciones solo pueden surtir efecto si se previenen o mitigan los factores que aumentan la vulnerabilidad. Esto requeriría un esfuerzo coordinado y financiado entre los estados y la administración federal, lo que supondría un buen referente internacional para atajar un problema que es de por sí global y podría extenderse rápidamente a otros países.

Paula Alonso Santos/ Graduada en Estudios Internacionales Máster en Geopolítica y Estudios Estratégicos.

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  14. Ibid
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