Ante la crisis mundial, el Consejo de Seguridad deja de lado el conflicto del Sáhara
El Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas (ONU) ha discutido este jueves pasado un informe del secretario general Antonio Guterres sobre el proceso de negociaciones en curso para resolver definitivamente el conflicto del Sáhara Occidental. La opinión generalizada de los dirigentes de los países miembros del Consejo es que se trata de un conflicto secundario, marginal y que debe resolverse en base a negociaciones cuatripartitas entre las partes, los tres Gobiernos involucrados, de Marruecos, Argelia y Mauritania, y el movimiento Frente Polisario, que representa la población refugiada en los campamentos argelinos de Tinduf. Ya se han realizado dos reuniones en 2018 y 2019, y Antonio Guterres quiere una nueva para este año.
Por otra parte, el mismo jueves Guterres convocaba por videoconferencia a los miembros del Consejo para abordar la crisis mundial generada por el coronavirus. Esta es en realidad la preocupación principal de todos los países, y el nudo estratégico clave al que se enfrenta la ONU y su órgano ejecutivo máximo, el Consejo de Seguridad.
El Frente Polisario, que no estaba presente en el debate del Consejo, pero que hizo conocer su posición a través de Sudáfrica, miembro no permanente de los 15, alega que el derecho de autodeterminación es inalienable y que no renunciará al mismo.
Tras los discursos repetitivos e inanes de dos de las cuatro partes que deben negociar, Argelia y el Polisario, se esconde una amarga realidad. La pandemia mundial está haciendo comprender a la población saharaui refugiada en Tinduf, que se encuentra atrapada en una ratonera. La falta de medios sanitarios básicos, el hambre y la desnutrición provocan en ella el pánico a que una casi inevitable extensión del contagio de la COVID-19 en los campos de refugiados acabe en una hecatombe y diezme inexorablemente a sus habitantes. De Tinduf no se puede salir, las fronteras están cerradas, y Argelia no tiene capacidad para absorber los miles de contagiados que necesitarán atención hospitalaria y cuidados intensivos.
En estas ultimas semanas de extensión de la pandemia, los dirigentes del Polisario no han hecho ninguna mención a sus consecuencias. Ellos, en caso de síntomas graves, podrán ser atendidos por los hospitales argelinos, y hasta por Cuba si fletan un avión medicalizado desde Tinduf a La Habana, pero la población de los campos deberá hacer frente con sus medios a la mortífera enfermedad. En cuanto a los ‘funcionarios’, estudiantes, negociantes y profesionales en el entorno del Polisario, que en todo el mundo suman varios miles repartidos entre los países y sus delegaciones, la crisis les ha cogido en los países de residencia, donde podrán ser atendidos como las poblaciones locales.
También los saharauis que habitan en el territorio serán afectados por la pandemia, pero tendrán la misma atención que el resto de ciudadanos en el sistema sanitario marroquí, que se prepara para hacer frente a la avalancha de la COVID-19.
El Polisario enarbola una serie de derechos que han formado parte del bagaje reivindicativo en el mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, que condujo a la descolonización de África. Pero antes que esos ‘derechos’ se encuentra la propia supervivencia de las poblaciones. El derecho principal de cualquier saharaui, europeo, africano o ciudadano del mundo es el de vivir, y no el tener una bandera, una lengua o una creencia particular. Y en este momento, es este derecho el que está en peligro. Argelia, Marruecos, Mauritania y el Polisario deberían concluir y firmar un gran acuerdo para que, una vez concluida la emergencia sanitaria, diseñar una solución territorial, autonómica, integradora y respetuosa de la idiosincrasia de cada una de las poblaciones que componen el mosaico norteafricano. El acuerdo se puede alcanzar ya, y su aplicación se hará realidad una vez abiertas las fronteras.