“Buenos días, soy Francisco”
Reacio a los tramposos oropeles de un confinamiento a vida en las habitaciones más nobles del Vaticano, el papa Francisco I prefirió vivir y alimentarse en la Residencia Santa Marta, en cuyo comedor y salas comunes aparecía a la vista de todos. Él mismo descolgaba el teléfono para llamar a cardenales, obispos o simples sacerdotes, y dejarles petrificados con un escueto: “Buenos días, soy Francisco”.
Entre los muchos que se han adentrado en la biografía de Jorge Bergoglio, el que hizo la síntesis más aguda y fina es probablemente el dominico Timothy Radcliffe, su amigo personal: “Francisco es un jesuita vestido de dominico y encarnado en un franciscano”. En suma, configurar en una misma persona a las tres grandes órdenes religiosas del catolicismo, a menudo enfrentadas entre sí. Y ello, además, sin contar con la Prelatura del Opus Dei, instituto preferido por Juan Pablo II a los jesuitas, como consejeros y encargados de las misiones más delicadas tanto doctrinales como diplomáticas.
“Los cardenales han ido a buscarme al fin del mundo”, dijo Francisco cuando el cónclave le convirtió en el primer papa latinoamericano y el primero también no europeo, excepción hecha del sirio Gregorio III allá por el siglo VIII. Y encadenó asimismo la serie de papas no italianos comenzada con el polaco Juan Pablo II, seguida del alemán Benedicto XVI y él mismo, un argentino, cuyos padres lograron no sin muchas penalidades emigrar a una tierra que a principios del siglo XX osaba disputarle a Estados Unidos la primacía mundial como gran país del futuro.
Esa conciencia de ser un hijo de la emigración ha marcado uno de los grandes rasgos del pontificado de Francisco: la defensa del derecho de todo ser humano a buscar su futuro libremente sin ser tratado como un ilegal o un delincuente. Un mensaje que, a pesar de estar a las mismas puertas de la muerte, transmitió personalmente al vicepresidente de Estados Unidos, J. D. Vance, el último gran dirigente mundial al que recibió en audiencia.
Quiso Francisco subrayar especialmente ese rasgo de defensor de los emigrantes al efectuar su primer desplazamiento a la isla de Lampedusa, situada a pocas millas de Túnez, desbordada desde hace ya varios lustros por una avalancha migratoria, integrada no solo por africanos sino por no pocos asiáticos que huyen de las guerras y de las inenarrables miserias de sus propios países de origen.
La emigración, además del cambio climático y de su presunta contemporización con los dictadores y tiranos actuales, le han valido críticas acervas. Nicolás Maduro, Recep Tayyip Erdogan o Vladimir Putin no han sido nunca objeto de drásticas condenas por parte del papa Francisco, que por otra parte nunca ha tratado de justificarse. Quienes han hablado en su nombre, especialmente su “task force” compuesta por ocho cardenales, los conocidos como el C8, siempre han defendido que “Francisco nunca se pondrá del lado de un país frente a otro” y, por extensión, de una parte de su población frente a la otra. Una actitud que le ha valido al menos ser considerado y estimado como la última voz pacífica del escenario internacional, una vez que Nelson Mandela ya no existe, que el Dalai Lama no habla y que los premios Nobel han perdido su aura.
No todos comprenden su mensaje, y su “neutralidad diplomática” es fuertemente criticada, sobre todo en relación con ciertos conflictos (Rusia-Ucrania, Hamás-Israel), “por poner al mismo nivel a agresores y agredidos”. Como todos sus antecesores, también Francisco abandona este mundo sin haber pisado China jamás. Si los jesuitas jugaron un papel decisivo en la expansión del catolicismo en China y Japón, ningún Papa ha entrado jamás en Pekín.
En cuanto a la propia Iglesia católica, Bergoglio tomó el testigo de un Razinger exhausto por las luchas intestinas en el interior de la Curia. Desde que fuera elegido en el cónclave de 2013, Francisco se enfrentó con pulso firme a quienes se resistían a abandonar boatos y oropeles. Asentado en una cuádruple divisa como guía de su acción -humildad, servicio, cercanía y compasión- Bergoglio preconizó la “teología del pueblo”, la variante argentina, no marxista, de la “teología de la liberación” latinoamericana, que puso en el centro a los excluidos realzando el valor de la cultura popular.
Nueve años tardó en lograr la reforma de la Curia romana, plasmada en la Constitución apostólica “Praedicate evangelium”, y que ha abierto la puerta a que los laicos, incluidas las mujeres, asuman funciones de gobierno y responsabilidad. Una reforma, pues, trascendental, que Francisco llegó a culminar parcialmente tras muchos decenios de intentos por no pocos de sus antecesores en la silla de San Pedro. El Colegio Cardenalicio que elegirá a su sucesor está conformado actualmente en un 80% por miembros escogidos por él, lo que hace presuponer su fidelidad al pensamiento reformista de Francisco.
Y, en fin, dos cuestiones urgentes más que han marcado todo su pontificado y le han atraído la incomprensión y los más duros ataques contra su persona: la pederastia y su defensa de la vida. Respecto de la primera, su actitud firme de condena y de apartamiento de quienes hayan abusado de los menores ha sido implacable, pese a que los más encarnizados enemigos de la Iglesia católica se afanen en diluir las enérgicas medidas ordenadas por Francisco, al tiempo que enarbolan un empeño manifiesto en agrandar cualquier comportamiento inadecuado si es de un sacerdote, mientras miran con exquisita tolerancia a los abusos de personas que profesan otras creencias, sobre todo si son políticos o asimilados de la misma cuerda.
En cuanto al derecho a la vida, y su condena al aborto artificialmente provocado, Francisco ha sido coherente siempre con uno de los pilares más firmes de la Iglesia: esa incuestionable defensa a ultranza de los más vulnerables, especialmente de los seres más inermes e indefensos, o sea los “nascituri”. Una posición que ha descolocado a los que inicialmente le jalearon como “un papa progre”.
Son probablemente los mismos que le censuraron por no haber asistido a la solemne reinauguración de la catedral de Notre Dame de París, ceremonia que, además del reconocimiento a la obra colosal de restauración realizada por una Francia republicana y laica a ultranza, congregó a lo más granado de la dirigencia política mundial. Francisco declinó presidir e incluso asistir a tan gran despliegue de pompa y grandeza y prefirió en su lugar visitar Ajaccio, la capital de la isla de Córcega, y celebrar allí un acto de piedad popular. Quienes le conocían bien afirmaron que “fue una decisión muy ligada a su cultura familiar -y argentina- a la que considera un vector mayor de la fe “para reconquistar el corazón de los hombres”. Una tarea más para quién suceda al 266º papa de la Iglesia católica.