El largo brazo de Netanyahu
La eliminación del líder de Hezbolá (Partido de Dios), objetivo principal de los intensos bombardeos sobre Beirut, descabeza a la principal organización terrorista, armada y controlada por Irán, para hostigar a Israel y servir de tampón ante una posible guerra abierta entre Teherán y Jerusalén.
Sayyed Hassan Nasrallah era el líder indiscutible de Hezbolá desde 1992, tras haber iniciado su andadura política en las filas del Movimiento Amal en los años ochenta del siglo pasado. Además de incrementar las capacidades militares de Hezbolá, consiguió multiplicar su influencia política en el Líbano muy por encima de su representatividad, conformando de hecho lo que ha dado en llamarse “un Estado dentro del Estado [libanés]”.
Con su eliminación, tras la escabechina realizada contra muchos de sus dirigentes y guerrilleros mediante el sabotaje de sus buscapersonas y walkie-talkies, el jefe del Gobierno de Israel, Benjamín Netanyahu, culmina varios objetivos.
Demuestra, principalmente al régimen iraní y a sus proxis, que Netanyahu no iba de farol cuando advertía en su discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas, que “no hay lugar en Oriente Medio al que no podamos llegar”, al que añadió una advertencia directa a los ayatolás iraníes, en especial al líder supremo, Alí Jamenei: “Sepan que, si ustedes nos atacan, nosotros responderemos”, dejando entrever que tal respuesta sería brutal.
La intensificación de las operaciones de inteligencia y bombardeo sobre Líbano se han producido mientras Estados Unidos y Francia pergeñaban una tregua de veintiún días, que solo los más ingenuos pensaban que Israel podría aceptar.
Netanyahu definió con claridad los objetivos que se proponía conseguir inmediatamente después del ataque terrorista de Hamás el 7 de octubre de 2023: destruir a Hamás y a Hezbolá, al menos su capacidad de hacer daño a Israel. Por supuesto, los sentimientos y las ideas de revancha no se van a erradicar con una victoria militar, aunque sea por aplastamiento. También lo saben Netanyahu y los israelíes, pero la conformación de las mentes requiere mucho tiempo y eso queda por lo tanto para después de haber eliminado la posibilidad de “echar a los judíos desde el río hasta el mar”.
Tanto Hamás como Hezbolá sabían de antemano que un desafío a Israel provocaría la respuesta de éste, como así ha sido. Su estrategia se basaba en la convicción de que la contundencia de su revancha fuera tal que el relato se le volviera en contra; la opinión pública internacional se olvidara de la masacre del 7 de octubre, o al menos la pusiera en sordina, e incluso que se desencadenara una guerra regional en la que los países árabes fueran puestos entra la espada y la pared de romper relaciones con Israel, o del proyecto de tenerlas o intensificarlas.
Netanyahu, que al retomar el poder tenía pendientes causas judiciales por corrupción, soborno, fraude, cohecho y abuso de poder, lejos de acobardarse ha acentuado su estatura de líder, conforme sucede cuando un país está en guerra, máxime si en ésta lo que está en juego puede ser su propia existencia. Ha desesperado al presidente norteamericano, Joe Biden, que no solo se ha visto desbordado en su teórico papel de poderoso mediador y árbitro del conflicto, sino que ha tenido que reafirmar una y otra vez su apoyo a Israel, aún en el caso de que ejecutase acciones de guerra susceptibles de ser llevadas ante la Corte Penal Internacional o el Tribunal de La Haya.
El nuevo mapa que está conformando en la región Netanyahu no es atribuible exclusivamente a sus méritos. Desde luego, el Líbano ya no será lo mismo. En realidad, como país independiente en cuyo territorio podían coexistir, e incluso convivir gentes de todo grado, condición y religión, hace tiempo que dejó de existir. Israel prepara su invasión terrestre, que en todo caso no será para ocuparlo y quedarse, pero desde luego sí para establecer una muy amplia franja de seguridad que aleje por unos cuantos años la tentación de Hezbolá u organizaciones afines o sucesoras de seguir haciendo imposible la vida a los que viven inmediatamente en Israel junto a la línea fronteriza.
En cuanto a Gaza, Netanyahu se reafirma en que, al día después de terminada la guerra, no tolerará que Hamás rija los destinos en aquella Franja. Tampoco querrá reocuparla, como insisten en asegurar los que le acusan de un desmedido afán expansionista. Si algo distingue a los analistas judíos de todo tipo, militares, civiles o científicos, es su finura y su capacidad de no repetir malas experiencias, de forma que en el caso de Gaza no querrán volver a un territorio del que salieron por propia voluntad. La preponderancia de Hamás en él, desbancando totalmente a la propia Autoridad Palestina, les ha servido para constatar que, en estas dos décadas, Hamás ha destinado la inmensa mayoría de los fondos internacionales que recibía para preparar una sofisticada infraestructura terrorista, puesta ahora al descubierto tras la invasión israelí.
“Los misiles israelíes caen a millares en el sur del Líbano, y las gentes mueren sin saber por qué”, decía este mismo sábado el insigne escritor de origen marroquí Tahar Ben Jelloun. Ciertamente, decenas de edificios se han derrumbado con los bombardeos israelíes. La indiscutida excelencia de la inteligencia israelí favorece que los bombardeos sean de carácter quirúrgico. Pero, en una guerra, hay daños inevitables, sobre todo cuando gran parte de los objetivos se esconden u ocultan tras escudos humanos.
Las elecciones presidenciales norteamericanas del 5 de noviembre cambiarán en cualquier caso el inquilino de la Casa Blanca. Pero, salvo que el nuevo opere un giro tan radical que deje de suministrar armas y apoyo a Israel, es metafísicamente imposible que Netanyahu, fortalecido como líder del país, renuncie a culminar sus objetivos, y asegurar por lo tanto la seguridad del país para unas cuantas decenas de años más.