En Sudáfrica se evaporó el espíritu de Mandela
Un expresidente, Jakob Zuma, convicto de corrupción, se niega a entregarse a las autoridades y sus partidarios inician una carrera enloquecida y devastadora de destrucción, pillajes y asesinatos. Las iniciales y supuestamente pacíficas manifestaciones de protesta tardaron apenas unos minutos en convertirse en violentos disturbios con un saldo creciente de muertos y heridos y el saqueo e incendio de centros comerciales a lo largo de una semana infernal.
Es Sudáfrica, el país más rico de África, el que abrazó la democracia con Nelson Mandela, una vez liquidado el escandaloso sistema de apartheid. Treinta años después, ¿queda algo del espíritu que Mandela quiso insuflar a sus compatriotas e inspirar al resto del continente? A primera vista, no lo parece.
El simplista antagonismo negros-blancos que presidió las más de tres décadas de segregación racial ha dado paso a otra dicotomía igual de lacerante: ricos y acomodados de un lado; pobres, de otro. Resulta que, a punto de cumplirse tres decenios de la implantación de la nueva democracia en el país, la brecha entre ricos y pobres no solo no se ha colmado sino que no cesa de agrandarse. Han proliferado en este tiempo los complejos residenciales fuertemente protegidos por alambradas de espino y todo tipo de medidas de seguridad, el signo más ostensible de que quienes están dentro de tales recintos son los que dominan la economía, las finanzas y obviamente la política del país.
El actual presidente, Cyril Ramaphosa, denuncia que este destructivo estallido de violencia estaba perfectamente planificado y orquestado, aunque sin aclarar por quién y desde dónde. Fuentes cercanas a su gobierno deslizan sin embargo que todo ello se ha estado gestando en el interior del propio país, aludiendo implícitamente a que el expresidente Zuma estaría urdiendo una reconquista del poder de una forma u otra, incluso provocando el estallido de una verdadera guerra civil.
Zuma se habría erigido en el líder de esa mayoría de pobres, nutrida sobre todo por los que engrosan las sorprendentes cifras de paro del país: 35%, que se disparan por encima del 50% entre los jóvenes. Entre estas masas se ahonda en la desesperanza de que la nueva democracia no ha cambiado las cosas, que los pobres lo siguen siendo, con perspectivas de ser aún más miserables, mientras que los poderosos no hacen sino engrosar el volumen de sus fortunas. La diferencia con el régimen pre-Mandela es que estos últimos eran siempre blancos afrikaneers y los de ahora son las nuevas élites negras.
Aparte de obligar a admitir a la antigua minoría blanca del país la inclusión de directivos y accionistas negros en sus empresas y negocios, poco más se ha hecho en estos treinta años de democracia. Ni se han acometido las profundas reformas que garanticen el acceso general de la población a los derechos básicos de la educación y la sanidad (la pandemia del coronavirus ha puesto en descarnada evidencia estas últimas carencias), ni se han dibujado siquiera proyectos creíbles de leyes, encaminadas a la redistribución de las ingentes riquezas que alberga el subsuelo sudafricano. Tampoco se ha producido un auténtico reparto de la tierra, antes en manos exclusivamente blancas y hoy “okupadas” en gran parte y convertidas en eriales desoladores, en la senda del mal ejemplo anticipado por otros países, como Zimbabue, a cuya riquísima agricultura sucedió la confiscación y la penuria.
El estallido actual necesita por tanto ser reconducido abordando esas imprescindibles reformas ya demasiado tiempo aplazadas. En otro caso, asistiremos una vez más a algo mucho más grave que una oleada de saqueos, y al sempiterno drama de que un gran país de África, en este caso el más rico aún del continente, pueda deslizarse por la pendiente de la guerra civil y la miseria.