Repensar la Unión desde la ciudadanía europea

Repensar la Unión desde la ciudadanía europea

La Conferencia sobre el futuro de Europa, impulsada por la presidenta de la Comisión Úrsula Von Der Leyen, tiene cuanto menos la virtualidad de invitarnos a repensar crítica y constructivamente sobre lo que significa hoy nuestra unidad en un mundo tan global, multipolar, descentralizado y complejo como el que vivimos. Desde el fracasado intento del llamado Tratado Constitucional de Una Constitución Para Europa,  -y salvados los restos del naufragio de manera bastante satisfactoria con el Tratado de Lisboa-, diferentes embates han dificultado una reflexión a fondo que aunara a todo  el europeísmo, (desde las corrientes más laxas clásicas y estatales, hasta aquellas más federalistas), como respuesta a  los ataques del radicalismo antieuropeísta encarnados por las diferentes fuerzas identitaristas (identitarias) y populistas, mucho más coordinadas entre ellas y con los enemigos históricos de la Unión de lo que creemos conocer. En fase pues de cicatrización acelerada de las heridas abiertas, (i)por las políticas de austeridad (austericidas ¿?) de la Unión ante la crisis financiera vivida, (ii) por el embiste del Brexit y sus derivadas, y (iii) por la pandemia sanitaria y socio-económica global provocada por la Covid-19; ahora, -con un impresionante programa de reactivación económica impulsado desde Europa-, euro-vacunados y esperanzados, es un buen momento para iniciar, con la actitud orteguiana de El Espectador, -quizás prodigiosamente sentados ,y centrados, en la serranía que acoge El Escorial -por gracia  de los Cursos de Verano de la Complutense-, para ponernos a reflexionar y a repensar de nuevo sobre Europa, nuestra Europa, la de la Unión.

La ciudadanía europea, nacida el calor de los debates de las Conferencias intergubernamentales de Maastricht, y a iniciativa de la delegación española del gobierno entonces de Felipe González, significa y aporta conceptualmente mucho más de lo que apreciamos, y más allá de la literalidad que supone, a mi entender, tiene un enorme potencial cohesionador  y impulsor del futuro de nuestra Unión.

Efectivamente, nacida como un plus a la nacionalidad reservada con exclusividad a los que ya eran nacionales de un Estado miembro de la Unión, la ciudadanía europea recogía un conjunto de derechos y articulaba un conjunto de posibilidades para su ejercicio efectivo. Significaba simbólicamente la superación de la Europa-mercado, exclusivamente centrada en las libertades económicas y en la liberalización de los factores que intervenían en la producción –personas (trabajadores), mercancías y capitales-, para afianzar una condición política suplementaria al vínculo de nacionalidad, que más allá de sus virtualidades concretas, cargada de simbolismo nuestra pertenencia a un cuerpo amplio de las democracias del bienestar más avanzadas del mundo. Más allá de la libertad de circulación y residencia, a mi entender, la verdadera aportación estaba en dos aspectos concretos, la asistencia diplomático-consular en terceros países y, sobre todo, el derecho de voto –sufragio activo y pasivo- en las elecciones municipales (y europeas), en el lugar de residencia.

A mi entender estamos ante una de las grandes aportaciones al pensamiento político de finales del siglo XX y principios del siglo XXI. La ciudadanía, nacida como el conjunto de derechos políticos, y en especial la posibilidad de ser elector y elegible, y por lo tanto tener la plenitud de derechos políticos en la comunidad de la que se forma parte. El concepto de ciudadanía, nacido al albur de las revoluciones británica, americanas y en especial la francesa, vinculaba estrechamente la idea de ciudadanía a la de nacionalidad, y circunscribía irremediablemente la plenitud de derechos políticos en una comunidad a la pertenencia a la misma por el vínculo previo de la nacionalidad. Nacía así, irremediablemente asociada, -irremediablemente marcada, irremediablemente herida-,  la ciudadanía a la nacionalidad. Ser nacional otorgaba plenitud de derechos y condición de ciudadanía. En cierta manera, la ciudadanía nacía irremediablemente vinculada a la contradicción con el (lo) extranjero, con el meteco, con el gentil, …con el que no es de los nuestros, con el que no forma parte de nuestra comunidad y por lo tanto no le podemos otorgar plenitud de facultades, en forma de derechos, para determinar el futuro de la misma (de la nuestra). Este primigenio vínculo entre ciudadanía y nacionalidad se ha mantenido inexpugnable a lo largo de los siglos XIX y XX, llevando a no pocas confusiones entre ambos conceptos y siendo a menudo fuente de inadecuados efectos secundarios. 

Por primera vez con el Tratado de la Unión Europea, con toda la importancia simbólica, política y referencial que suponía, se separaba la idea de ciudadanía de la idea de nacionalidad. Es cierto que inexorablemente se vinculaba todavía tener la nacionalidad de uno de los Estados miembros, pero por primera vez, de manera significativa, el acento se pone en la residencia y no en la nacionalidad.

Independientemente de la nacionalidad, -eso si, insisto, de uno de los Estados miembros de la Unión-, es la residencia lo que determina la ciudadanía o sea las posibilidades de sufragio activo y pasivo en las elecciones municipales, elemento seminal  de la misma. Con independencia de otras cuestiones, a mi modo de ver, el discurso político es tremendamente potente: aquellos que forman parte de una comunidad política son los que residen con una cierta vocación de permanencia en la misma. Hay quien habla de una ciudadanía multicultural, o de una ciudadanía transnacional, o de una nueva ciudadanía,… a mi me gusta hablar de una ciudadanía republicana, de una ciudadanía europea que compromete al residente con el espacio público, con el buen funcionamiento de lo común, con sus espacios públicos abiertos y plurales, tolerantes, al tiempo que comprometidos con el bienestar de todos. Y esto supone la emergencia de la Europa local, de la ciudad, de la cives, de lo cívico, de los ciudadanos como elemento estructurador de Europa.

Frente a la nación esencialista, que nos han enfrentado, dividido y que forman parte de la trágica historia y del aprendizaje de Europa, la ciudad emerge como la cuna cosmopolita de la convivencia democrática y de la tolerancia liberal, como la afirmación de que todos los que en ella se hayan son ciudadanos de pleno derecho que deciden conjuntamente sobre su presente y futuro políticos; toda una declaración de principios frente al identitarismo esencialista y las políticas iliberales, y además, como base y piedra de vuelta al tiempo de la adhesión a la construcción de una Europa más fuerte, más unida y que los ciudadanos nos sintamos más protagonistas de ella.

Se podrá argüir en contra está idea de la Europa fortaleza.  no siempre con políticas de inmigración adecuadas a las exigencias humanitarias, pero yo invito a entender la ciudadanía europea como un trascender de las lógicas del realismo político estatalista para podernos plantear escenarios nuevos acordes con nuestros valores, ciertamente con el realismo que el contexto nos permita.

Estoy convencido de la necesidad de ampliar y reforzar los derechos ya existentes que configuran el estatuto de ciudadanía de la Unión, al tiempo que pensar nuevos elementos que vinculen políticas ya existentes a la ciudadanía, -espacio europeo de educación superior, investigación e innovación, derechos digitales, erasmus, consumidores, ejercicio profesional,… -; y con una tarea suplementaria de imaginación política para hacer de la ciudadanía de la Unión los cimientos, seguramente más sólidos posibles, del edificio que desde 1950 estamos construyendo, y que no se hará de golpe como decía Robert Shuman, pero que se deben hacer. Siempre los bárbaros acampan a las afueras de la ciudad esperando su oportunidad; nosotros, en el corazón de Europa, más ciudadanos, más unidos y más fuertes en una Europa que incorpora a su espacio de seguridad, justicia y libertad un amplio espacio de bienestar y de ciudadanía, como la respuesta a los contraataques muy rabiosos que deberemos resistir.

Dr. Santiago J. Castella Surribas, Profesor Titular de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad Rovira i Virgili, Miembro de Número de la Real Academia Europea de Doctores, y actualmente Senador del Grupo Parlamentario Socialista por Tarragona