El nuevo escenario peruano: temores y esperanzas
La victoria por justamente un cuarto de punto -ni tan solo la mitad más uno de los votos- de Pedro Castillo sobre Keiko Fujimori ha creado una situación inédita en Perú, caracterizada por el ascenso de una plataforma de izquierda anticapitalista, precisamente cuando el país había empezado a recoger, antes de la pandemia, los frutos de la liberalización económica que ha situado al Perú entre las economías más avanzadas de Iberoamericano, gracias al esfuerzo colectivo por superar los años de plomo del Sendero Luminoso de Abimael Gúzman. Las estadísticas hablan por sí sólas; la tasa de pobreza ha bajado desde el 60% de la década de los 90 al 21% actual, mientras que la desigualdad ha caído 13 puntos durante el mismo periodo, gracias a un incremento del PIB del 60%, una reducción de la desnutrición del 78%, y un aumento de la esperanza de vida de 10 años. Estos datos son rubricados por la Comisión Económica para América Latina de la ONU, al pronosticar que Perú sería el país de la región que experimentaría un mayor crecimiento económico en 2021, en torno al 9,5%.
Estos avances no ha ido sin embargo acompasados por una reforma del sistema político, por lo que Perú adolece de un sistema de partidos fragmentado y débil, que dificulta la gobernabilidad y da píe a una incertidumbre derivada de los perennes conflictos del ejecutivo con un legislativo frecuentemente obstruccionista.
Así las cosas, la llegada al poder de Castillo induce a maravillarnos acerca de cual es la cuestión a la que su triunfo en las urnas responde. Ciertamente, carece de soporte parlamentario suficiente para darle la vuelta al sistema político, por mucho que persista en impulsar una Asamblea Constitucional que le pone en curso de colisión con el Congreso sin disponer de un mandato incontestable para acometer un proceso de este calado. Castillo ha debido entender el mismo día de las elecciones que el único camino que le permite implementar una parte de su programa redistributivo pasa por la socialdemocracia, no por el comunismo. O lo que es lo mismo, por la vía de la evolución, no por el sendero la revolución.
Seguramente por haber llegado él mismo a esta conclusión, Castillo ha moderado su retórica maximalista, y ha hecho gestos para lanzar una señal de estabilidad y seguridad jurídica al mundo empresarial peruano e internacional, incorporando a su equipo económico a personalidades como Pedro Francke y Oscar Dancourt, mientras que se espera la continuidad de Socorro Heysen al frente de la Superintendecnia de Banca y Seguros y de Julio Velarde como presidente del Banco Central de Reserva, al tiempo que no podemos desdeñar el peso de alguien tan abiertamente partidario del diálogo con los sectores del establishment peruano, y del gradualismo en las políticas fiscales como Verónika Mendoza.
Todas estas personas son tecnócratas solventes perfectamente conscientes de que la economía peruana no puede permitirse salidas de capital ni una caída de la calificación crediticia que exacerbaría la disparidad cambiaria entre el sol y el dólar, algo que difícilmente podría soportar el sistema bancario peruano. Por consiguiente, debemos prestar más atención a los hechos que a las palabras, por muy incendiaria que sea la retórica proveniente del entorno de Castillo, que se verá obligado a encauzar en el posibilismo las expectativas de los elementos más radicales de esta cohabitación de gobierno, como Hector Béjar, y de Vladimir Cerrón, ambos muy próximos al castrismo, y con notable ascendiente sobre Guido Bellido, el flamante primer ministro cubano. Es desde esta óptica que cabe interpretar la salida de Perú del Grupo de Lima, un gesto más simbólico que sustancial, habida cuenta de los magros resultados logrados por esta alianza internacional para resolver la situación venezolana.
En cualquier caso, Perú, al igual que la mayoría de los países iberoamericanos, está atravesando una grave crisis social como consecuencia de la pandemia, que ha resultado en que diez millones de peruanos vivan con menos de 100 euros al mes, en un mercado laboral en el que los empleos sumergidos y precarios dan ocupación al 80% de la población. La particularidad de Perú es la dicotomía estructural entre el mundo rural y el urbano, con un diferencial de pobreza de 35 puntos en detrimento de la población del interior. Los riesgos de que estalle este polvorín social son tan patentes, que incluso Roque Benavides Ganoza, el principal magnate del sector minero peruano, ha manifestado su predisposición a dar apoyo al incremento de los impuestos a la minería abogado por el nuevo gabinete.
Con todo, el triunfo de Castillo ha comprado tiempo al país, al alejar por el momento el peligro de las revueltas populares impulsadas por la izquierda radical, algo que difícilmente se hubiese evitado de haber ganado Keiko Fujimori. Al no otorgar a nadie una mayoría abrumadora, el electorado peruano ha depositado en las urnas mensaje claro: entiéndanse.