Myanmar: por cada paso adelante, dos pasos atrás
Echar la vista atrás hasta la Segunda Guerra Mundial nos ayuda a entender algunas de las particularidades de la perenne inestabilidad en Myanmar. Una de las consecuencias de haber sido uno de los escenarios bélicos más violentos y devastadores durante la invasión japonesa durante la Segunda Guerra Mundial fue dejar una profunda huella de división; en buena parte, consecuencia de la alianza de la etnia birmana con el imperio japonés contra el imperio británico, que a la sazón ocupaba Myanmar.
La invasión japonesa concedió al país una independencia nominal, bajo el Gobierno títere de Ba Maw. Sectores desafectos del nacionalista Ejército de Independencia de Myanmar se echaron literalmente al monte, donde entablaron contacto con el Partido Comunista de Myanmar, y llegaron a un acuerdo para constituir un frente unido, denominado Liga de la Libertad del Pueblo Antifascista, encabezado por el líder del Ejército Nacional de Myanmar, Bogyote Aung San, quien ordenó a sus milicias que se alzasen inesperadamente contra el invasor japonés (a cuyo servicio habían estado hasta ese momento), a principios de 1945. Con ello, logró forzar la salida británica que trajo la independía de Myanmar en 1947, una gesta póstuma, ya que al poco fue asesinado por un rival político. El recurso a la violencia en política es por lo tanto algo bien conocido por su hija Aung San Suu Kyi, quien dirigió los destinos del país -con nula sensibilidad hacia las minorías étnicas y los derechos humanos- hasta el golpe de Estado de febrero de 2021, que puso fin a una década de modestas reformas democráticas respaldadas por el estamento militar, que habían estado precedidas por medio siglo de Gobierno castrense, algo que permitió al Ejército articular una constitución sobre cuya reforman detentan un veto, y que otorga a los generales el derecho constitucional de disolver el Parlamento nacional. Esta estipulación les ha permitido precisamente derrocar al Gobierno de Aung San Suu Kyi bajo la coartada de fraude electoral, anticipándose preventivamente a una reforma constitucional que pusiera en tela de juicio las cláusulas de salvaguarda con la que tienen la sartén por el mango, y sobre todo, arriesgara su impunidad.
En cualquier caso, la fecha del alzamiento, coincidente con la puesta en marcha de la Administración Biden, no puede verse sólo en clave de un asunto interno. Por un lado, porque a pesar del veto de China en el Consejo de Seguridad de la ONU a una resolución de condena del golpe, es cuestionable no ya que los militares buscasen un mayor acercamiento a China, sino que Pekín estuviese detrás del golpe: una de las motivaciones de la limitada apertura permitida en años recientes por el Ejército, fue la seria preocupación por convertirse en un mero satélite de China, algo que los generales trataron de impedir mediante un reacercamiento a EEUU, toda vez que una retórica altisonante había puesto a una Myanmar condenada al ostracismo en manos chinas, entre 1980 y 1990.
La moderada reacción hasta la fecha tanto de Washington como de los países ASEAN sugiere que en estos países se ha entendido que una vuelta a esa situación no les reportaría ningún beneficio, algo que, plausiblemente, habrá formado parte de los cálculos de los militares, sabedores de que las esperables sanciones comerciales no pueden cruzar la línea a partir de la cual quienes las impongan se tirarían piedras contra sus propios tejados.
No se trata sólo de que algunos de estos países, como Tailandia, Indonesia, Malasia, Filipinas o Camboya, hayan sufrido marcados retrocesos en su calidad democrática, que no les permiten dar muchas lecciones a terceros, sino que, en realidad, tienen tan poco interés en que Myanmar entre en un vórtice de inestabilidad como la propia China, el principal socio económico del país, y por las mismas razones: las empresas de los países ASEAN, y muy especialmente Japón, han invertido ingentemente en Myanmar con el apoyo de sus Gobiernos, por lo que es improbable que apuesten por una política que regale una ventaja estratégica a China. En este sentido, EEUU no podrá dejarse arrastrar por el relato tóxico de la polarización washingtoniana, ignorando los cruciales intereses que tienen en Myanmar sus aliados asiáticos, especialmente los de los miembros del Grupo QUAD, el embrión de una OTAN en Asia. No en vano, Myanmar comparte 2.129 kilómetros de frontera con el norte con China, y tiene 1.920 kilómetros de litoral en el océano Índico. Lo último que le conviene al Grupo QUAD es darles incentivos a los militares birmanos -que nunca han actuado en contra de los intereses geoestratégicos norteamericanos- para que faciliten un corredor económico chino con salida al golfo de Bengala, en las narices de India.
En consecuencia, las opciones de EEUU y sus aliados están limitadas por imperativos geopolíticos, pero también morales. Los países occidentales no deberían alimentar unas protestas en las calles que, dada la naturaleza del régimen, no podrían por sí mismas alterar el rumbo de los acontecimientos, pero podrían fácilmente llevar al uso de la fuerza por parte de la administración militar, resultando en una masacre como la de los cientos de estudiantes muertos durante el levantamiento popular de 1988. Del mismo modo, Washington y sus socios deben abstenerse de imponer sanciones económicas que agraven la profunda crisis de pobreza del país, penalizando a su población más vulnerable.
No hay buenas soluciones para Myanmar; sólo algunas menos malas que otras. Si la Casa Blanca está genuinamente interesada en mejorar la situación de los birmanos, toda salida pasará inevitablemente por involucrar a China, para que sea parte de la solución y no se convierta en un problema. Mantener el temple político requerido para ello no será fácil, en estos tiempos de irrespirable clima político en EEUU. Pero lo que está en juego en la región no se puede superar con acciones de cara a la galería y aspavientos, sino mediante el ejercicio de una diplomacia tan discreta como realista.