
Nada menos que 155 años han pasado desde que el almirante español Casto Méndez Núñez nos dejó su lapidario “más vale honra sin barcos, que barcos sin honra”, que bien podríamos creer que sea el lema apócrifo de la diplomacia española, aparentemente empeñada en contradecir aquel aforismo del Conde de Romanones que rezaba: “En la política exterior sólo tienen primacía los intereses".
Siendo de la opinión de que de todas las causas perdidas y por perder, la del Frente Polisario es tal vez la más quimérica, por lo que creo que es útil mirar con serenidad hacía atrás, para entender mejor las razones que nos llevaron a terminar siendo la potencia administradora sobre el Sáhara, Naciones Unidas dixit, y lo quijotesco de nuestra empresa colonial allí.
Afortunadamente, no tenemos que retrotraernos a la noche de los tiempos, sino a 1885, momento en el que tuvo lugar la Conferencia de Berlín, uno de cuyos resultados fue la asignación de las potencias europeas a España de los territorios situados al este de las islas Canarias, o lo que es lo mismo; del Sáhara Occidental.
La presencia española se materializó gradualmente, primero con establecimiento de pesquerías, y posteriormente implantando un protectorado que se extendía de sur a norte desde Cabo Blanco a Cabo Bojador, bajo la égida del tratado de Lyil con los jefes tribales de la región, y los ulteriores acuerdos fronterizos establecidos con Francia entre 1900 y 1924.
Sin embargo, España nunca tomó posesión fehaciente del Sáhara, puesto que ni definió una política de prospección y explotación de sus recursos naturales, ni tuvo nunca una estrategia seria para tan tardía colonia. No fue hasta 1947 cuando gracias al descubrimiento de los yacimientos de fosfatos por el geólogo Alia Medina que el Gobierno español comenzó a interesarse por el potencial extractivo del Sáhara, que incluía enormes depósitos de cromo, níquel y wolframio, así como yacimientos de menor envergadura de metales preciosos. Pero el mundo de los años cincuenta era muy diferente al siglo XIX. Las potencias europeas se habían quedado en cuadro después de la Segunda Guerra Mundial, lo que propició un proceso internacional de descolonización, auspiciado por las nuevas potencias reales, EEUU y la URSS, al que Marruecos no fue ajeno.
Así, Marruecos obtuvo la independencia en 1956, y la idea del ‘Gran Marruecos’ promovida por los nacionalistas marroquíes del partido Istiqlalde Al-lal El Fassi, se puso sobre el tapete. La respuesta de España, recién aceptada en la ONU, fue promulgar un Decreto Ley, mediante el cual el Sáhara pasaba a ser una provincia española, administrada por un gobernador general. Con este ardid nominal, el Gobierno de Franco trataba de esquivar la normativa internacional de descolonización promovida por las Naciones Unidas. Al tiempo, en Argelia --asimismo una provincia francesa-- estallaba una guerra de independencia liderada por el Frente Nacional de Liberación Argelina.
Desde el primer momento, la ONU enmarcó el problema en términos de descolonización, algo que no encajaba con las respectivas aspiraciones de España y Marruecos, por lo que las posturas de ambos países se enquistaron. La ofensiva diplomática marroquí tuvo como respuesta española la proposición de un referéndum de autodeterminación, que fue contestado por Rabat con la presentación de una propuesta de arbitraje vinculante de la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Ante el consecuente impasse, la miriada de grupúsculos de liberación activos en el Sáhara confluyeron en el Frente Polisario, cuya hegemonía fue disputada por España al crear el Partido de la Unión Nacional Saharaui.
Los acontecimientos se precipitaron con el reconocimiento, por parte de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de la representatividad del Frente Polisario en 1972, que éste interpretó como una legitimación para emprender la lucha armada contra España y Marruecos, a imitación de sus correligionarios del Frente Nacional de Liberación Argelina. Cuando en 1975 se produjo el inconclusivo dictamen de la Corte Internacional de Justicia, que, si bien instaba a España a abandonar el Sáhara, rechazaba la validez de las reclamaciones marroquíes de soberanía por razones históricas. Con todo, Marruecos, aprovechó la precaria situación en la que se hallaba una España que estaba en la antesala de un cambio de régimen para ocupar las posesiones españolas con el apoyo de Estados Unidos y Francia. Con la salida del Sáhara, España se convirtió en mero espectador del conflicto entre Marruecos y el Polisario, sin que esto evitara que ciudadanos españoles fuesen víctima de atentados terroristas del Frente Polisario hasta bien entrados los años 80. Desde entonces hasta 2019, el conflicto del Sáhara pasó a un segundo lugar ante la trepidación que viene caracterizando el mundo árabe desde la caída del muro de Berlín. El trato que hizo Donald Trump con Marruecos e Israel en tiempo de descuento volvió a sacar al Sáhara a la palestra, descolocando tanto al Polisario como a España, que aún hoy está siendo víctima de su desidia histórica.
Sin embargo, en esta ocasión no parece volvamos a disponer de tiempo muerto, por lo que quizás vaya siendo hora de que en el Gobierno de España reflexionen sobre la mencionada cita de Romanones, y se reconozca de iure lo que ya ocurre de facto, antes de que sea un fait accompli que nos relegue a la irrelevancia.