¿Es realmente posible la unidad que reclama Biden?
La idea de unidad siempre ha iluminado a la democracia norteamericana, desde que los padres fundadores firmaron la Constitución aún vigente en Estados Unidos. Por eso las constantes apelaciones del presidente Joe Biden a la unidad del país en su discurso inaugural, entendida como fraternidad dentro de la diversidad y como búsqueda de objetivos comunes, no sonaron extrañas en la mañana del día 20 de enero en la escalinata de la fachada oeste del Capitolio. Al contrario, era esperable que el nuevo mandatario repitiera una y cien veces la palabra en base a la cual edificará su mandato. Biden encara el reto de unir lo que ha separado el hombre más tóxico que ha habido en la Casa Blanca en medio siglo, desde los tiempos de Nixon. Lo que Dios unió, lo separó el hombre. El reto consistirá en salvar la reticencia de muchos norteamericanos que ven con recelo sus políticas por lo que puedan perjudicarles en su bienestar y en su primacía individualista, ciudadanos honestos y trabajadores que atisban una dependencia demasiado ocultada o subterránea del ya presidente hacia los círculos más radicales de la izquierda norteamericana, de los cuales no le será fácil desligarse ni siquiera en aras a la proclamada y necesaria unidad.
No se trata de que convenza a los trumpistas más exaltados, los que apoyan el atropello a la democracia cometido en el Congreso el día de Reyes. A esos no va a seducirles ni con su guante de seda ni con su aparente moderación en las formas, tan necesaria, por otra parte, tras las sobreactuaciones de su antecesor. A esos solo van a lograr convencerles los tribunales y las condenas ejemplares que penden sobre sus cabezas, ahora que ya están identificados gracias a sus propios selfies en los pasillos, hemiciclo y despachos de la Cámara de Representantes. Se trata de que tenga capacidad de conquistar, aunque sólo sea por las emociones, a la mayoría blanca tradicionalista, mayoritariamente rural y conservadora que ha dado 75 millones de votos a su adversario. A los republicanos de toda la vida, los que reconocen el bien común de su país y luchan cada día por conquistar metas que son inalcanzables en otras latitudes del mundo, sueños que son posibles sin embargo en la tierra de las oportunidades que es América.
No se escapará tampoco, en este empeño que Biden se ha autoimpuesto en el discurso hasta ahora más importante de su vida, de la obligación de sacar de la radicalidad a aquellos sectores que han sido la espita de la provocación desde que Trump tomó posesión en enero de 2017. La legitimidad electoral de su victoria fue negada por una parte de Estados Unidos que no duda en emplear el acoso en las calles y en la vida pública a todo aquel que se sale del discurso políticamente correcto. Los manifestantes violentos del pasado verano en Kenosha, en Minneapolis, en las grandes ciudades de la mayoría de los estados, en el estado de Oregón o en Los Ángeles, son a partes iguales el otro objetivo de Biden para lograr la unidad del país. ¿Conseguirá convencer a la izquierda intolerante, que ha querido incluso derribar todas las estatuas de Colón o de Junípero Serra, de que ahora que gobierna él es necesario confraternizar y dejar atrás el fuego en las calles? Porque la otra cara del ataque al Capitolio fueron esas salvajadas callejeras, no podemos quedarnos solo con la reacción que provocaron obligando a padres de familia a empuñar sus armas porque sentían amenazadas a sus esposas e hijos. Antifa es la otra casa de QAnon, y el presidente no podrá desarticular una de ellas sin actuar al mismo tiempo contra la otra. Si a una de ellas debe algo y se siente atado de pies y manos para extirparla, la unidad que proclama no será posible.
Existe en muchos estadounidenses la convicción de que llegan tiempos oscuros, más aún que los de Trump. Un destacado asesor republicano me comentaba hace pocos días su temor, su seguridad, mejor dicho, de que los demócratas van a convertir EEUU en un régimen dictatorial. La paradoja es que muchos compatriotas suyos lo han pensado también, pero en sentido contrario en estos últimos cuatro años. Mi amigo me decía más: él cree que apoyar a Trump públicamente es y ha sido durante los últimos tiempos un atrevimiento muy peligroso que pone en riesgo incluso a la familia de quien se pronuncia de tal forma en esta “guerra incivil” de la que aborrece el nuevo presidente. Una sociedad que llega a ese grado de tensión larvada no puede superar los obstáculos con un mero discurso plagado de llamamientos a la unidad. Necesita acciones encaminadas a coser lo que se ha descosido durante muchos años, no sólo los de Trump.