Perder la guerra en España, exiliarse en el Magreb y liberar a Francia
“Con frecuencia, la España del exilio me ha mostrado una gratitud desproporcionada porque los exiliados españoles lucharon durante años y, luego, aceptaron con dignidad el dolor interminable del exilio. Yo me he limitado a decir que ellos tenían razón. Y, solamente por esto, he recibido durante años la fiel, la leal amistad española que me ha ayudado a vivir. Esta amistad, aunque yo no la merezca, es el orgullo de mi vida. En realidad, es la única recompensa que puedo desear”. Este párrafo de “Lo que le debo a España”, del Premio Nobel de Literatura Albert Camus, figura de manera ostensible en una de las paredes de las que cuelgan los testimonios gráficos de muchos de aquellos miles de personas que hubieron de salir de su país al término de la Guerra (In)Civil.
Se calcula que fueron unos 13.000 los antiguos combatientes, políticos, dirigentes sindicales, periodistas y activistas del bando republicano los que salieron de los últimos aeródromos y puertos en aviones y barcos de diversos tamaños muy poco tiempo antes de ser tomados por el bando nacional.
Era el final de marzo de 1939 cuando aquella desbandada se dirigió al otro lado del mar Mediterráneo, en la región del Magreb, los antiguos territorios de la Francia colonial, hoy Túnez, Argelia y Marruecos.
A aquel contingente se unirían posteriormente otras 4.000 personas deportadas a Argelia desde los campos de concentración en los que Francia las había confinado.
Todos aquellos españoles sufrieron el rigor y la dureza de aquellos campos de internamiento, especialmente los destinados a otros recintos de castigo a causa de sus protestas, críticas o insubordinaciones.
Especialmente penoso fue el destino de los españoles que las autoridades francesas destinaron a la construcción del Transahariano, el ambicioso proyecto de conectar por tren el Mediterráneo y el Atlántico desde Argel a Dakar. Unos 2.000 refugiados españoles procedentes de Camp Morand fueron destinados a estos trabajos en condiciones durísimas y a cambio de un salario miserable, lo que propició huelgas, sabotajes y protestas que las autoridades francesas intentaron neutralizar con un sistema de traslados disciplinarios a campos de castigo, especialmente el terrible Hadjerat-M´Guil.
El curso de la Segunda Guerra Mundial condicionó mucho el destino de aquellos exiliados, a los que se les iban presentando alternativas. La mitad de los que llegaron a Túnez retornaron a España tras la promesa del régimen franquista de no represaliarlos.
Otros cientos pudieron emprender viaje a diversos países de Iberoamérica, reclamados por familiares y amigos allá. Varias decenas más, especialmente los aviadores, aceptaron ser llevados a la URSS, y a otros muchos se les ofreció la alternativa de alistarse en los ejércitos aliados para combatir en los campos de batalla en Europa.
Algunos no tuvieron empacho en expresar en alto su queja: “Los franceses nos han tratado como a perros y ahora nos piden que vayamos a liberarlos”. Finalmente, los muertos en los campos de concentración y de trabajo no tuvieron en cambio ninguna opción.
Entre los que optaron por alistarse en las filas de la Resistencia Francesa frente al régimen colaboracionista de Vichy, destaca el apenas centenar y medio de expatriados que conformaron La Nueve, la compañía que fuera la punta de lanza de la liberación de París, en donde entraron a bordo de sus blindados con el nombre tatuado de las batallas que habían perdido en la Guerra Civil.
En la exposición se exhibe una fotografía en la que posan al completo en el Reino Unido todos sus integrantes antes de desembarcar en Normandía en 1944 con el objetivo de liberar del poder nazi a la capital francesa. Al lado, otra foto muestra el automóvil que abre el desfile triunfal en los Campos Elíseos, a cuyo bordo se sienta Amado Granell junto al general De Gaulle.
Dos años han tardado José Miguel Santacreu, comisario científico, y Juan Valbuena, comisario visual, en armar esta exposición, que ofrece un recorrido histórico y emocional en dos espacios, marcados por una cronología y unos sentimientos muy definidos, que oscilan entre el miedo, la indignación, la esperanza y la resignación.
Al final de los procesos de independencia en la región, en 1962, unos 2.000 españoles permanecieron en Túnez, Argelia y Marruecos, muchos de los cuales se habían integrado con la población local, adaptándose a los modos y costumbres de su nueva vida.
Todos llevaron siempre en su corazón y memoria a la España que los vio nacer. Pero, muchos de ellos no volverían a verla nunca más porque la muerte, por unas u otras causas, se llevó para siempre su secreto anhelo del retorno.