El grupo fundamentalista cumple su primer aniversario en el poder en régimen de aislamiento internacional bajo la sospecha de proteger a los miembros de Al Qaeda

Un año de la caída de Kabul: los talibanes sumergen a Afganistán en la oscuridad

AP/ZABI KARIMI - En esta foto de archivo del 15 de agosto de 2021, combatientes talibanes toman el control del palacio presidencial afgano tras la huida del presidente Ashraf Ghani, en Kabul, Afganistán

Ashraf Ghani ni siquiera tuvo tiempo de calzarse. Cuando el jefe del Servicio de Protección Presidencial, Qaher Kochai, y el asesor de Seguridad Nacional, Hamdullah Mohib, fletaron un vuelo con destino Tayikistán y forzaron la salida del entonces presidente de Afganistán, convencidos de que los talibanes acabarían con él como hicieron en su día con Mohammad Najibulá, a Ghani no le quedó otra opción que aceptar. A pesar de las acusaciones, escapó del país descalzo y sin millones de dólares en la maleta, según el informe del Inspector General para la Reconstrucción de Afganistán de Estados Unidos (SIGAR, por sus siglas en inglés), que recoge decenas de testimonios de las horas previas a la caída de Kabul. 

Se cumple el primer aniversario de la segunda caída de Afganistán en manos de los fundamentalistas. En agosto de 2021, los talibanes irrumpieron sin hallar resistencia en el palacio presidencial, en el corazón de la Zona Verde de Kabul, donde camparon a sus anchas durante unas horas. Cantaron victoria. Las principales ciudades del país cayeron como fichas de dominó, casi por inercia, ante la incomparecencia del Ejército afgano y las tropas estadounidenses. 20 años no son nada. La ofensiva relámpago que comenzó en Kandahar sometió al país en apenas dos semanas. Los golpes de Mazari Sharif y Jalalabad fueron definitivos, pero nadie vaticinaba la caída de Kabul. 

Pánico. Decenas de miles de personas en varios puntos del país se apresuraron a la huida. Haber colaborado con el régimen anterior, profesar otra rama de la misma fe o ser sospechoso de alguna de las dos anteriores era una condena anticipada. La supervivencia pasó a ser el objetivo número uno para la mitad del pueblo afgano, las mujeres. El aeropuerto capitalino Hamid Karzai colapsó, no había hueco para todos y la desesperación empujó a la gente a encaramarse a las alas de las aeronaves, era mejor intentar lo imposible que quedarse. Con salvoconductos y tiempo limitado, la histeria se apoderó de todo y de todos. Afganistán se sumía así en la oscuridad, una vez más. Los talibanes tomaron el control. 

Un año después, ningún Estado ha reconocido de forma oficial el régimen talibán a pesar de los amagos. Nadie ha concedido legitimidad al grupo, pero pocos lo han combatido. Solo la heroica resistencia en el montañoso valle del Panshir, comandada por Ahmad Masud, el heredero del ‘León de Panshir’, Ahmad Shah Masud, perteneciente a la dinastía beligerante con los talibanes, plantó cara al grupo. Pero este último reducto cayó en manos de los fundamentalistas en septiembre. En la otra cara de la moneda, como actor desafiante del control y mando talibán, se encuentra el ISIS-K, el Estado Islámico de la Provincia de Jorasán, la filial del Daesh en la región. Estos han protagonizado una serie de atentados en suelo afgano, el último perpetrado en abril contra una mezquita kabulí que dejó decenas de muertos. 

En estos últimos 365 días, el pueblo afgano ha sido testigo de una concatenación de acontecimientos que han marcado inexorablemente el segundo paso por el poder de los talibanes. La instauración de un Gobierno de corte radical, como era previsible a pesar de los cantos de sirena que prometían cierta inclusión; la vuelta de la policía religiosa, con un estricto sometimiento de los afganos en base a las más draconianas interpretaciones de los preceptos coránicos; la sangrienta persecución contra las minorías, en especial la chií de los hazaras; la arbitrariedad de la naturaleza, con devastadores terremotos y sequías; o la violación de la libertad de expresión y prensa, con la censura a disidentes y periodistas. 

Las diferencias del primer mandato talibán, entre 1996 y 2001, y el actual son nulas. Las ideas, la forma de imponerlas y el estilo de “gobernanza” sigue siendo el mismo. Las detenciones arbitrarias, torturas y ejecuciones sumarias contra opositores y críticos son prácticas habituales, pero la represión se ceba en este caso con las mujeres. En el Emirato Islámico de Afganistán, apenas pueden ejercer sus derechos. Ni los más fundamentales. Las niñas no tienen acceso a educación secundaria. Es el único régimen del mundo que lo impide, algo inédito que no se da en ninguna otra parte del mundo. 

Los indicadores económicos de Afganistán iban a la baja antes de la toma de poder talibán. La pandemia de COVID-19, la pérdida de confianza en el Ejecutivo de Ghani o la disminución radical del gasto militar procedente del exterior, propiciada por la retirada anunciada de EE.UU. y la latente amenaza de seguridad, agravaron la situación económica. La llegada de los fundamentalistas la llevó directamente al colapso. Más del 90% de los afganos sufre inseguridad alimentaria desde agosto de 2021. Millones de niños experimentan desnutrición aguda, según Human Rights Watch (HRW). 

Al Qaeda descansa en Kabul 

En una espaciosa vivienda ubicada en un área pudiente de Kabul se encontraba recluido desde hacía meses el líder de Al Qaeda y sucesor de Osama bin Laden, según la información de inteligencia estadounidense. Ayman al Zawahiri escogió de forma diligente su nuevo emplazamiento, con toda probabilidad en cuanto vio que los talibanes ascendían de nuevo al poder en Afganistán. Volvían los viejos tiempos. La estancia del terrorista de origen egipcio en el país, protegido por el régimen fundamentalista, simbolizaba la connivencia entre los talibanes y Al Qaeda. Una alianza que se creía pretérita, pero que sigue vigente. 

Un dron disparó dos misiles Hellfire a primera hora de la mañana del domingo 31 de julio sobre el balcón de una vivienda kabulí. Era la residencia de Al Zahawiri. El objetivo de la operación, que finalizó con éxito, era el líder yihadista. Pero los talibanes no tardaron en condenar la acción y denunciar la injerencia. El mayor de los temores se ha visto cumplido: Al Qaeda cuenta con un nuevo refugio que no es tan nuevo. La retirada de EE.UU. ha facilitado el retorno del grupo yihadista a su base habitual y con sus socios tradicionales. Con la operación, Washington hizo una demostración de fuerza, la lucha antiterrorista continúa a pesar de la retirada. 

Estados Unidos ha tratado de presionar a los líderes talibán a través de terceros países como Emiratos, Qatar o Turquía, más próximos al grupo. El fin pasa por arrancar concesiones al régimen y ofrecer a cambio ayuda humanitaria, pero la intransigencia en el seno de los talibanes no ha remitido. Rechazan de plano las demandas de la comunidad internacional. Ni siquiera Rusia y China, que han mantenido numerosos contactos diplomáticos desde la retirada de Estados Unidos, han sido capaces de estrechar lazos con la cúpula talibán. Mientras que sus vecinos directos, Pakistán, Irán y los países de Asia Central, se han visto obligados a lidiar con un vecino que ha sumido al país en el oscurantismo.