Las cuatro potencias de Oriente Medio: los puntos cardinales de un espacio en crónica erupción
Este documento es copia del original que ha sido publicado por el Instituto Español de Estudios Estratégicos en el siguiente enlace.
Introducción
Turquía, Egipto, Irán y Arabia Saudí son en términos culturales, militares, políticos y religiosos iconos en Oriente Medio. Ya sea por su poso histórico, su visión política, su interpretación religiosa, su poder económico o diplomático, su masa de población o su posición geográfica, tomar en consideración a estos países resulta indispensable para realizar cualquier lectura de la región.
Oriente Medio es una de las regiones más efervescentes del globo: alberga una historia de constante fracturas sociopolíticas intestinas e intervenciones externas, y en la configuración de su mapa intervinieron intereses foráneos y equilibrios de poder internacionales. Así, el orden de fuerzas regional fluctúa entre avatares geopolíticos que instrumentalizan la diversidad étnica, religiosa y política, solapándose para recrear un escenario en constante fricción. En este contexto, hay cuatro naciones cuya cosmovisión e incidencia, actualmente y a lo largo de la historia, resultan clave para entender las dinámicas de Oriente Medio: Egipto, por su papel fundamental en la historia del pueblo árabe; Turquía, cuna del Imperio otomano y epicentro del poder durante siglos; Irán, nación histórica de bagaje persa con una particular forma de proyectarse en la actualidad, y Arabia Saudí, guardiana de los principales santos lugares del islam y potencia energética mundial.
Cada una de estas naciones posee un centro de gravedad, fortalezas y carencias, una fuente de poder, deficiencias estructurales y una red de alianzas que configuran sus respectivas cosmovisiones. Este trabajo plasmará el contexto presente de cada nación y evaluará sus capacidades y carencias con el objetivo de mostrar su posicionamiento y proyección en el tablero regional actual.
A lo expuesto hay que sumar que cada una de estos países tiene su propia concepción de la relación entre política y religión y aspira a ser el adalid del islam a partir de sus propias creencias: Ankara a través de un islam político suní; Teherán, de la teocracia chií; Riad, de la bandera del wahabismo ortodoxo suní que profesa la familia Saud, y El Cairo, de un régimen liderado por el Ejército, pero sin dar la espalda a una vertiente religiosa sunní alejada de la política que funciona como aglutinador social.
Las cuatro fuerzas de Oriente Medio
Turquía
De las cuatro potencias mencionadas, Turquía es el país cuya posición geográfica le concede la oportunidad de proyectarse en mayores latitudes: el Mediterráneo al oeste, el mar Negro al norte, Oriente Medio al sur y el Cáucaso al este. La república turca se sitúa en el centro: la geografía le otorga así un poder del que obtiene réditos políticos, como su historia reafirma.
Este año se cumple el centenario del nacimiento de la República de Turquía. Sin embargo, las elecciones recién celebradas han acaparado el foco mediático: los resultados en las urnas han dictaminado el continuismo político bajo el liderazgo de Recep Tayyip Erdogan.
El presidente turco ha liderado el país durante más de dos décadas, a lo largo de las cuales ha vertebrado una república acorde con una visión definida a partir de su carácter personalista1. Durante el proceso, el conservadurismo religioso y el nacionalismo turco se han combinado con el pragmatismo diplomático. Durante sus primeros años en el poder, Erdogan condujo la economía bajo pautas liberales que le granjearon una gran reputación interna y repercusión internacional. Sin embargo, en la última década ha dejado patente un deje autocrático, a causa del cual el sistema democrático ha dado muestras de fragilidad, dada la centralización del poder en torno al líder. La negativa al ingreso de Turquía en la Unión Europea, las disputas regionales en el Mediterráneo oriental y Siria, la causa kurda o las incógnitas que rodean la intentona golpista de 2016 concedieron a Erdogan el pretexto perfecto para purgar las instituciones públicas y reducir los polos de poder históricos del país, especialmente entre el sector gullenista2, la corriente kemalista3 y las Fuerzas Armadas.
Turquía posee unas bases institucionales democráticas que han funcionado durante décadas. Con todo, después de tantos años bajo el mismo liderazgo, ha habido momentos en que la figura de Erdogan ha dado muestras de estar por encima de las instituciones. Por consiguiente, se ha producido un deterioro en la funcionalidad institucional, fruto de la acumulación de poder y de la prolongación de la estadía de Erdogan en la presidencia. Dicho esto, las elecciones recién celebradas han permitido vislumbrar el estado del sistema democrático del país: si bien el presidente sobreexplota su influencia sobre organismos que deberían ser independientes, el Estado mantiene unos cimientos democráticos. Los comicios también han dejado patente que Erdogan no tiene rival en el panorama político nacional actual. El líder del AKP ha sabido sacar partido de su conocimiento de la mentalidad turca y de su manejo del pulso social para minimizar a una oposición unida sin precedentes4.
En el plano internacional, Ankara ha sido capaz de actuar sin posicionarse y de capitalizar al máximo su ubicación para proyectarse en aquellas zonas donde aspira a erigirse en potencia: Oriente Próximo, Asia Central, el Mediterráneo oriental y Eurasia representan el amplio radio de acción en el que Erdogan quiere situar a Turquía como actor indispensable.
La guerra en Ucrania ha puesto de manifiesto la cosmovisión geopolítica turca. El país es miembro de la Alianza Atlántica, pero no ha aceptado la política de sanciones contra Rusia. Sin embargo, ha albergado las pocas conversaciones que se han producido entre contendientes y ha probado la eficiencia de su industria de defensa, especialmente con el modelo de UAV Bayraktar TB2. La incipiente industria militar turca constituye uno de los principales atributos económicos y estratégicos del país5.
Turquía se ha ganado una reputación diplomática haciendo gala de su plasticidad en política exterior, basada en ser socia sin confirmar alianzas. Conforma una excepción el caso de la OTAN, cuyo vínculo también ha sido capaz de explotar con audaces maniobras políticas.
No obstante, Erdogan ha dado un giro a su política exterior en los últimos años. La agresividad diplomática que llevó a Ankara a enemistarse con Riad, Abu Dabi o El Cairo, a tenor de los levantamientos sociales de 2011 o el bloqueo a Catar, ha virado desde 2018-2019. Un posible argumento para justificar el cambio es el exceso de frentes abiertos; sin embargo, el más ponderable es la cuestión económica. La crisis continua que sufre Turquía desde hace años exige flujos de capital externo, de aquí que el país euroasiático haya aceptado realizar un acercamiento a naciones de la zona: Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos son países con gran capacidad de inversión; Egipto es un comprador armamentístico.
Irán
Nación histórica y cuna del Imperio persa, el Estado de Irán se ha forjado a partir de sus enemistades. Como otras potencias regionales, la República Islámica de Irán se encuentra en una ubicación determinante: tiene salida al océano Índico y capacidad de condicionar el tráfico del estrecho de Ormuz; por tierra, la protegen los montes Zagros y cuenta con salida a Asia Central. A lo expuesto se añaden la conectividad que el mar Caspio le otorga, la Nueva Ruta de la Seda y los canales energéticos que conectan Asia con Europa.
La República Islámica de Irán está viviendo un ciclo político conservador tras el mandato aperturista de Rohani, que encauzó el pacto nuclear con el G5+1. Sin embargo, con la llegada al poder de Ebrahim Raisi6, de perfil más tradicional, en el Ejecutivo se ha instaurado una línea dura que aumenta el hermetismo de Irán, reduce las opciones de apertura y, desde una perspectiva internacional, apuesta por Rusia y China.
Irán posee una estructura estatal, cuenta con un sistema definido de organismos que, si bien están controlados por una fuerza alineada, cumplen sus funciones institucionales. No se trata de un régimen regido por vínculos de sangre ni por un único estamento, existen jerarquías de poder e iconos, pero se sitúan bajo los parámetros de una legislación, en este caso islámica. A pesar de las presiones exteriores, traducidas en sanciones, el régimen teocrático ha sido capaz de vertebrar un sistema estatal sólido con órganos administrativos funcionales.
El Estado iraní ha demostrado ser capaz de cimentar unas instituciones tan sólidas como rígidas. Sin embargo, las protestas sociales, especialmente en el último año, han dado muestra del desgaste del régimen dirigente, al que se le exigen cambios. Agrava la coyuntura descrita una economía desfallecida, que resta credibilidad a la ideología
«revolucionaria» que proclaman las cortes de poder del país.
El aparato político contempla un funcional sufragio universal, mediante el cual se elige al gobierno, aunque el sistema no se puede considerar una democracia plena. El Ejecutivo debe pasar el filtro de la máxima autoridad religiosa y líder supremo del régimen: el ayatolá Jamenei. Asimismo, la oligarquía surgida de la vertebración de la teocracia deposita el poder fáctico del Estado en el arcano ideológico de la revolución: la Guardia Revolucionaria, un organismo que controla la esfera de la seguridad mediante el poder militar y la inteligencia de forma notablemente efectiva. No obstante, Irán deberá afrontar la sucesión del ayatolá Alí Jamenei, un episodio que genera incertidumbre ante la posible disputa entre los órganos de poder del Estado7.
Irán es una nación con una base estatal definida y consolidada: el sistema se basa en ideas vertebradas, existen unos ejes de poder reconocidos y la fuerza que se proyecta dentro y fuera del país se revela de una alta eficiencia. El hecho de que fuerzas del calibre de Estados Unidos o Israel hayan invertido tantos recursos en debilitar al régimen y este siga en pie revela su grado de resiliencia.
Si bien la diplomacia iraní no se distingue por su flexibilidad, sí ha probado su habilidad en la mesa de negociación. El pacto nuclear conforma un buen ejemplo. En cuanto a su proyección internacional, de las cuatro naciones objeto de estudio, Irán es la que tiene un mayor poder de influencia tácito en la región, gracias a su capacidad de percusión sobre determinadas entidades políticas y paramilitares de diferentes países de Oriente Medio: en especial, Líbano, Iraq8 y Siria, aunque tampoco hay que desestimar su influencia sobre Yemen o Armenia.
Otro rasgo estratégico distintivo de Irán, surgido del rechazo recíproco con Estados Unidos, es que no necesita bascular entre potencias. Su línea política apunta sin dobleces a China y Rusia, países que, al igual que Teherán, desean ver cómo Washington pierde su hegemonía. Esta es una diferencia remarcable respecto a Turquía, Arabia Saudí y Egipto que se ha de tener en cuenta: la nación persa puede capitalizar su relación con países no alineados y potencia antagónicas a Washington. Tomando en consideración las tendencias globales actuales, esta realidad puede resultar una ventana de oportunidad diferencial para la continuidad del régimen.
La coyuntura internacional de Irán ha forjado su política exterior. Es la nación más eficiente en materia de seguridad de las cuatro fuerzas de Oriente Medio. Dispone de una industria propia a pesar de sus limitaciones, una sociedad tecnificada y los organismos de poder son tenaces, factores que le han permitido una proyección exterior muy particular y que demuestran las capacidades del país en clave de inteligencia, destreza militar y resiliencia estratégica. En estas dimensiones, la República Islámica de Irán está por encima de Turquía, Arabia Saudí o Egipto. El único rival a su nivel en la región es Israel, su principal enemigo.
Irán aglomera un gran poder e influencia entre bastidores. Su presencia indirecta a través de milicias y agrupaciones es un elemento capital en la incidencia regional del país. Gracias a su cosmovisión, los canales y la morfología de su actuación, Irán es el Estado con mayor capacidad de influencia en Oriente Medio: Siria, Líbano e Iraq son los mayores exponentes de ello. Irán maneja y proyecta su poder hacia el exterior de una manera oficiosa, entre bastidores, a través de una red de influencia que actúa sobre actores en el mismo terreno, fruto de haber desarrollado una notable habilidad para maniobrar en los estratos conocidos como zona gris9. Esto no significa que Teherán renuncie a canales más visibles y oficiales: lo confirman su integración en la Organización de Cooperación de Shanghái —esta le permite ampliar su circuito económico a pesar de las sanciones— , el reciente acercamiento a Riad o el pacto nuclear (JCPOA).
Arabia Saudí
El reino saudí no posee el bagaje histórico de Turquía, Irán o Egipto. Sin embargo, gestiona los santos lugares del islam —La Meca y Medina—, con el simbolismo que ello conlleva. La base de legitimidad en la que se asienta la casa Saúd otorga un poder diferencial al estamento religioso wahabí, factor que el príncipe heredero quiere cuanto menos controlar para vertebrar el Estado bajo su visión. La morfología tribal y la orografía imperante en la península arábiga dificultaron durante siglos el establecimiento de una suerte de nación. De hecho, aún hoy una fuente de inestabilidad es la minoría chií, asentada en la región nororiental, espacio donde se encuentran los mayores yacimientos de petróleo del Estado.
Desde la proclamación de Mohammed Bin Salman (MbS, en adelante) como sucesor al trono, Arabia Saudí entró en una vorágine de tensiones endógenas y exógenas. El caso Khashoggi, las purgas de palacio, la guerra en Yemen o el bloqueo a Catar situaron al príncipe en los titulares internacionales. Esta línea agresiva en la política exterior eclipsó medidas las aperturistas que se implaban en el interior del reino y generó escepticismo acerca del futuro político de un país del que se espera que aporte estabilidad a la región.
La confirmación en el poder de MbS agrietó los puentes diplomáticos establecidos con diversos actores: la retención del primer ministro libanés, el caso Khashoggi o los arrestos de miembros de la familia Saúd deterioraron la fiabilidad internacional del Reino del Desierto. El príncipe heredero se esforzó por dejar su firma patente desde que entró en escena. No obstante, con el paso del tiempo su perfil ha ido bajando en intensidad y sus políticas han dado muestras de la voluntad de cerrar escenarios de tensión. Yemen es el caso más representativo.
En el plano regional, el golfo Pérsico, una zona a priori liderada por Arabia Saudí a través del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), ha exhibido una atomización mayor a la esperada por la comunidad internacional. La línea seguida en política exterior por Catar dejó en evidencia que Riad no controla a todos los miembros del CCG, como se presuponía, dadas las diferencias de tamaño, masa demográfica y capacidades militares. Doha demostró la inconsistencia geopolítica del Reino del Desierto y de sus aliados —EAU, Egipto y Bahréin— al ser capaz de sobrellevar el bloqueo que estos le impusieron entre 2017 y 2020.
MbS ha querido acometer el cambio desde arriba, que la familia Saúd sea su responsable y propulsora. En consecuencia, pese a coincidir con muchos críticos en la necesidad de ejecutar reformas para modernizar el país —permiso de conducción para la mujer, mercado del entretenimiento, etcétera—, no ha permitido que la sociedad alce la voz: el líder de facto no se quiere arriesgar a que esas voces crean poseer algún tipo de influencia para promover el cambio. El análisis del príncipe heredero no es baladí: el reino tiene una población de 34 millones de personas y un alto porcentaje de ella se sitúa por debajo de la treintena. MbS es consciente de que tiene la oportunidad de marcar las pautas a las generaciones venideras para pavimentar el reino que él mismo dirigirá, presumiblemente durante muchas décadas.
MbS quiere convertir Arabia Saudí en un Estado moderno, un eje turístico con espacios futuristas y una economía industrial10. Para alcanzar tales objetivos, el príncipe heredero sabe que debe alinear el capital occidental, el armamento estadounidense y, probablemente, la tecnología israelí: una combinación de factores contrapuestos a las directrices conservadoras wahabíes que llevan marcando las pautas del país durante generaciones.
La Visión 2030 abanderada por MbS, el pacto entre Riad y Teherán, la entrada de Arabia Saudí en la Organización de Cooperación de Shangái (aunque solo como socio de diálogo) o el recurso al poder blando enfocado a través del ámbito deportivo (F1, Dakar, fútbol, etcétera) han dejado entrever las líneas de acción y las prioridades de los espacios estratégicos del líder saudí.
No obstante, la ausencia de partidos políticos o la línea patrilineal predominante en Arabia Saudí son demostraciones del camino que le falta por recorrer al país en comparación con Egipto, Irán o Turquía. En el espectro social y político, Arabia Saudí mantiene un sistema de rasgos medievales, característica le que ha costado inversiones y relaciones bilaterales sumamente provechosas. Sin embargo, la familia Saúd sigue sin
percatarse de la conexión entre los progresos sociales y el desarrollo nacional en una economía global, especialmente si se trata de una nación con una población mayoritaria por debajo de los treinta años, conectada con el mundo y con poder adquisitivo. De aquí que la Visión 2030 de MbS pretenda corregir las deficiencias estructurales de la economía —prácticamente dependiente en su totalidad de los ingresos del petróleo—, diversificando competencias e integrándose en mercados de futuro, como el tecnológico.
El problema de mayor calado es que el contexto interno saudí no ayuda. La ausencia de trabajadores autóctonos cualificados retrata el sistema y las dinámicas sociopolíticas. La necesidad de Riad de importar personal técnico cualificado para sus proyectos refleja las carencias de un Estado sin una base cultural o una proyección sólida en su núcleo institucional, factor capital para completarse como nación. El mayor aval de Arabia Saudí es financiero: su petróleo. La entrada del país, aunque no a todos los efectos, en la Organización de Cooperación de Shanghái refuerza este pilar, pero también deja a la vista sus deficiencias.
Egipto
Egipto ha sido el epicentro intelectual e ideológico de Oriente Medio. Evidentemente también es relevante por su ubicación geografía, que le concede un papel necesario en diferentes espacios de gran valor geoestratégico como país africano, mediterráneo, árabe y de mayoría musulmana. Por ello, a la nación liderada por el mariscal Al-Sisi hay que otorgarle el peso que demandan el canal de Suez y la conexión entre el mar Rojo y el mar Mediterráneo. Esta realidad geográfica supone que el papel de Egipto sea innegable en escenarios capitales para la logística global. Asimismo, los aspectos culturales o su entramado de alianzas en Oriente Medio convierten al país en indispensable para contener la inestabilidad crónica en la zona.
Al valor geoestratégico de Egipto hay que añadirle su peso como nación histórica, cuya influencia cultural ha sido clave en el desarrollo del orbe árabe y musulmán. Sin embargo, este activo no ha salvado a la nación de encadenar crisis económicas e inestabilidades políticas durante décadas. El país cuenta con la mayor masa demográfica de Oriente Medio (112 millones de habitantes)11. Esta característica, en lugar de representar una fortaleza, supone un foco de inestabilidad, a tenor de una economía incapaz de responder a las demandas de tal masa poblacional. Así, desde hace décadas, Egipto vive de la financiación exterior12: su economía, anclada en el sector primario, no cubre las necesidades de la sociedad, y menos aún ahora, con la crisis alimenticia desatada a raíz de la guerra en Ucrania. A lo expuesto, se suma el severo golpe que la pandemia propinó a otro pilar económico de Egipto: el turismo.
La nación del Nilo ha sido la única de las cuatro fuerzas de Oriente Medio que ha sufrido de manera directa el golpe de efecto que supusieron los levantamientos sociales de 2011, pues se produjeron varias transiciones en el poder: primero el cese de Mubarak; posteriormente el golpe que depuso a Morsi. Egipto lleva más de una década rehaciéndose y una apabullante crisis económica dificulta cualquier plan dirigido a corregir sus carencias estructurales.
En términos de influencia regional, la proyección de la nación no ha parado de menguar desde los tiempos de Nasser. El reconocimiento del Estado de Israel bajo el liderazgo de Anwar el-Sadat confirmó la decadencia de su reputación dentro del orbe árabe y, desde entonces, el país ha estado más preocupado por su coyuntura interna. Ejemplifica la situación de Egipto en el contexto regional el gran ejército que posee, factor que no se traducido en una mayor influencia exterior, pese a su repercusión en el interior del país. De hecho, el Ejército egipcio es la más grande de la región, lo que no se refleja en términos de poder ni de proyección. En la actualidad, la figura de Abdel Fattah al-Sisi representa el poder egipcio. Históricamente el Ejército ha desempeñado el papel de árbitro del Estado, pero el golpe de julio de 2013 inauguró un nuevo ciclo.
A partir de los años setenta, la transición de poderes comenzó entre las guerras perdidas contra Israel y el auge del petróleo. Hoy son los países del Golfo, con Arabia Saudí a la cabeza, quienes sostienen una relación asimétrica con la nación del Nilo. Con un poder político definido, la economía es la mayor preocupación actual de Egipto. Los países del Golfo le han concedido respaldo financiero, especialmente Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos13, en gran medida debido a la relación entre Al-Sisi y el líder emiratí, Mohamed bin Sayed, quienes comparten la animadversión por los Hermanos Musulmanes. Tras el golpe de Estado de 2013, Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos y Kuwait concedieron a Egipto un paquete de ayuda de 12 mil millones de dólares. El vínculo entre Egipto y los Estados del Golfo se proyecta en diversas esferas, desde la inversión al material militar, pasando por el capital que transfieren los migrantes egipcios residentes en el golfo Pérsico, en torno a los 25 mil millones de dólares.
La fluidez en las relaciones descrita se extiende a otros contextos. En su momento, Al- Sisi no tuvo reparo en entregar las islas de Tirán y Sanafir, en el mar Rojo, a Arabia Saudí. En los asuntos relacionados con Yemen y Catar, Egipto se posicionó de la parte de Abu Dabi y Riad. El Cairo no jugó un papel directo en la guerra contra Yemen, sin embargo, se unió al bloqueo impuesto a Doha.
Por cuanto respecta a Libia, Egipto es el principal interesado en apoyar a Khalifa Haftar, al igual que Arabia Saudí y EAU. El Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN), rival de Haftar, cuenta con el respaldo de Turquía (y Catar), a raíz, entre otros motivos, del reconocimiento de las aguas de soberanía turca en el Mediterráneo oriental. Por tanto, Libia funciona como un tablero donde se mide el orden de fuerzas vigente en Oriente Medio. Este escenario no ha hecho más que reafirmar la proximidad entre Egipto y las naciones del Golfo.
Pese a la vulnerabilidad económica de Egipto, sus condiciones son mejores que en 2013, en gran parte debido al apoyo financiero de los países del Golfo, que ha reafirmado su alineamiento geopolítico con Arabia Saudí y EAU. No obstante los vínculos económicos entre Estados, Al-Sisi no dejará en evidencia a Egipto en el ámbito de la política exterior como un socio escudero, a la zaga del Reino del Desierto y los Emiratos Árabes Unidos. Ahora bien, la asimetría en su relación actual es evidente, amén de las imperativas necesidades financieras y económicas de Egipto.
El radio de influencia de Egipto es de menor escala que el de las otras fuerzas regionales, situación que principalmente justifica la actual coyuntura interna del país. El establecimiento de prioridades es entendible, dadas las amenazas que este debe afrontar. Además de un déficit económico constante, Egipto encara otras crisis acuciantes, entre las cuales destaca la amenaza hídrica surgida a raíz de la construcción de la Presa del Renacimiento por parte de Etiopía.
A causa de las razones expuestas, Egipto no se encuentra en posición de proyectarse en la región como Turquía, Irán o Arabia Saudí. Sin embargo, puede resultar un socio diferencial para que estas naciones inviertan el orden de fuerzas a su favor. En dicho sentido, Arabia Saudí ostenta una posición ventajosa sobre las demás.
Uno de los mayores activos de Egipto es el continuismo en las generaciones cultivadas y tecnificadas de su sociedad. Muchas figuras reputadas y voces consagradas dentro del círculo árabe y musulmán han surgido aquí y son responsables del origen de las corrientes culturales e identitarias de la región. Todo ello gracias a una continuidad intelectual capaz de resistir las transiciones políticas que el país ha vivido, en muchos casos desde el exilio.
Cualquier potencia que quiera despuntar en Oriente Medio, ya se trate de Turquía o Arabia Saudí, tendrá un mayor éxito si cuenta con el respaldo de Egipto. La influencia por su poso intelectual e ideológico es un activo a tener en cuenta. Lo ejemplifican centros de estudio como la Universidad de al-Azhar o la figura del gran muftí de Egipto, Shawki Allam, y su papel aglutinador sociopolítico y religioso. Por consiguiente, las naciones interesadas en convertirse en ejes de influencia en la región tendrán más posibilidades de asegurar su impronta con el apoyo de un canal intelectual reputado e histórico como el egipcio.
La cosmovisión a partir de la religión y la política exterior
A la hora de analizar el orden de fuerzas imperante en estas cuatro potencias, un factor a tener en cuenta es la relación entre religión y política dentro de cada país y la concepción religiosa de cada cual como instrumento para proyectarse en el exterior. No es casualidad que estas cuatro naciones se erijan en adalides de sus respectivas ideas: Turquía, de un republicanismo suní ideológicamente próximo a los Hermanos Musulmanes; Arabia Saudí, de una monarquía absoluta profesante de un sunismo ultraconservador abanderado por el wahabismo; Egipto, de una república suní de orden castrense, e Irán, máximo representante del chiismo, de una república teocrática. Este aspecto es capital, ya que ha sido motivo de tensiones y confrontación entre las fuerzas regionales, más si cabe cuando las entidades religiosas internas tienen la capacidad de forjar alianzas y marcar líneas de acción específicas en otras naciones.
El islam representa un pilar en la cosmovisión de estas potencias, especialmente en las actuales Turquía, Arabia Saudí e Irán. Cada nación abandera una visión religiosa adherida a su carácter identitario. Por ello, el islam se ha usado como instrumento para atraer a corrientes y comunidades, justificar acciones y defender causas y la religión se ha instrumentalizado, focalizándose incluso en el factor sectario. Por ejemplo, este último ha sido un componente constante en la narrativa usada por Arabia Saudí desde su posición de guardiana de los santos lugares del islam y potencia suní14.
Diferentes escenarios de Oriente Medio muestran que las diferencias religiosas no son una fuente natural de fricciones, sino el argumento recurrente para justificar intereses políticos. Irán proporciona apoyo a Hamás (organización suní) y, sin embargo, mantiene relaciones tensas con Azerbaiyán, país de mayoría chií muy próximo a Turquía por las raíces étnicas que comparten.
En la misma línea se sitúan las relaciones entre Irán y Arabia Saudí, adalides del chiismo y del sunismo respectivamente. Ambos países rompieron sus relaciones oficiales en 2016, cuando Riad acometió la ejecución del clérigo chií Nimr Baqir al-Nimr. Sin embargo, a comienzos de año anunciaron un acercamiento que abre múltiples posibilidades y que demuestra que las diferencias religiosas son un factor salvable.
Otro factor relevante es la naturaleza de los regímenes: monarquías como Arabia Saudí o EAU experimentan un rechazo natural hacia los movimientos musulmanes de corte republicano15. De aquí su animadversión a los Hermanos Musulmanes y su concepción del islam político, muy en la línea de la Turquía de Erdogan. Estas discrepancias han sido motivo de tensiones durante años y, una vez más, ponen de manifiesta que la relación entre religión y Estado se materializa de manera diferente en cada país.
Cada una de las naciones objeto de estudio —principalmente Turquía, Irán y Arabia Saudí— quiere destacar entre el resto como potencia regional y exportar su cosmovisión. En consecuencia, los choques por el respaldo de milicias, hermandades o agrupaciones políticas y religiosas en terceros países son una vía para ganar influencia. Las corrientes ideológicas asociadas a una vertiente concreta del islam sirven de bandera política a estas naciones para proyectarse en el exterior. Ejemplo de ello es el afán del líder turco Tayyip Erdogan por erigir Turquía en icono del mundo musulmán —a pesar de no ser una nación árabe—, razón por la cual se habla de neotomanismo16.
Turquía ha dado múltiples muestras de una eficiente flexibilidad en política exterior. Su posición central entre varios espacios de alto valor geopolítico le ha otorgado presencia internacional. Al mismo tiempo, Ankara ha sabido moverse en cada tablero donde se ha implicado, ya se trate de la guerra civil siria, la invasión de Ucrania o el mencionado bloqueo a Catar. Sin unirse a bloques, Turquía ha sido partícipe en cuestiones regionales, lo que la ha dotado de utilidad dentro de la comunidad internacional: el país ha probado su valor diplomático y se ha granjeado una reputación de buen socio, sin necesidad de someterse a la condición de aliado. La OTAN conforma la única excepción: su aval como miembro le concede a Turquía una posición que sabe explotar con extrema habilidad.
Por su parte, el núcleo de poder de Arabia Saudí ha atravesado una transición. Tras confirmar su posición, el príncipe heredero MbS está tomando medidas para romper los resortes más conservadores que obstaculizan la modernización del reino. Tras unos primeros años en los que el líder de facto de Arabia Saudí cometió errores de cálculo que le costaron la reputación internacional y una plétora de inversiones, su política exterior ha entrado en una fase más discreta17.
A pesar de diferenciarse en el formato estatal, Egipto y Arabia Saudí han trabajado en su sintonía gracias a sus respectivas coyunturas económicas y al hecho de compartir adversarios: tanto las diversas vertientes de los Hermanos Musulmanes como Irán representan para El Cairo y Riad las mayores amenazas de Oriente Medio. Este es uno de los motivos por los que, entre las cuatro fuerzas de la región, Egipto y Arabia Saudí tiene una relación más fluida, además de la afinidad natural que sostienen los lazos árabes. Los puntos expuestos perfilan una perspectiva que diferencia a Turquía: si bien desconfía de Irán, este último es un país fronterizo y una potencia energética de la que Ankara puede sacar beneficios notables. Una vez más, Turquía juega diestramente sus cartas diplomáticas.
En otro orden de acontecimientos, las relaciones entre Turquía y Arabia Saudí se tensaron con el bloqueo a Catar; la trama Khashoggi confirmó la efervescencia del desencuentro. Probablemente ni MbS ni Erdogan estaban interesados en alcanzar tal grado de tensión. Sin embargo, el caso del periodista dinamitó el pragmatismo diplomático previo, al menos durante un tiempo. Hubo que esperar al desbloqueo a Catar en 2021 para que se produjeran los primeros pasos hacia la reconciliación.
Obviamente el apartado energético marca las líneas de actuación de cada una de estas potencias. Irán es el tercer productor de gas mundial18, pero está limitado por las sanciones. Por su parte, Arabia Saudí ocupa una inmejorable posición en el mercado energético, concretamente en el sector del petróleo19. Además de las cifras de producción, el liderazgo en el Consejo de Cooperación del Golfo potencia la influencia del país, capaz de condicionar el mercado energético global. Este es el mayor aval del Reino del Desierto.
Comparar la economía de Arabia Saudí e Irán puede servir de referencia, pese a que la población del reino saudí es menos de la mitad de la iraní: el PIB de Arabia Saudí es superior. En la misma línea, las exportaciones de Arabia Saudí triplican las de Irán20.
Reapertura de las relaciones entre Riad y Teherán
Una de las últimas noticias que ha puesto a Oriente Medio en el foco mediático internacional ha sido el acercamiento entre Irán y Arabia Saudí. Cualquier avance diplomático concerniente a la región que nos ocupa es digno de alabar. No obstante, en este caso existen connotaciones más allá de la voluntad de dos países por mejorar sus relaciones. Que China haya sido la gestora de esta maniobra es significativo, pues deja entrever un trasfondo a escala global en el acuerdo entre Riad y Teherán.
En clave geopolítica, se trata de una maniobra diplomática para presionar a Estados Unidos desde las dos partes implicadas; tres, si se cuenta a Pekín. No obstante, son muchos los escenarios que pueden dinamitar este pacto. Al tratarse de dos potencias energéticas con una base religiosa tan influyente, el acercamiento presenta muchas aristas y diversas limitaciones. Dicho esto, cualquier mejora en las relaciones entre Irán y Arabia Saudí supone una mayor estabilidad en la zona.
En este acuerdo es menester entender el valor de China para Irán y para Arabia Saudí. En el primer caso, se trata de un mercado mayúsculo y un socio que atiende a las necesidades económicas y prioridades geopolíticas del país y, en el segundo, de un mercado con un amplio potencial, pues Riad está menos necesitada que Teherán. El acuerdo contiene, por ende, un trasfondo geopolítico y un mensaje implícito al aliado principal de los Saúd, Estados Unidos. Al príncipe heredero le desagradaba desde hacía tiempo su dependencia de los norteamericanos21, y más desde la llegada de Joe Biden en la Casa Blanca. Además, Riad no se ha sentido apoyada por Estados Unidos en momentos de necesidad: la guerra en Yemen, la confirmación de la influencia iraní en Siria o Iraq, los ataques sufridos por la infraestructuras saudíes o el caso Khashoggi. El cambio de posición de Oriente Medio en la lista de prioridades estadounidenses ha dado pie a que el Reino del Desierto mueva ficha. El acuerdo con Irán, conducido por China, dejar entrever que Arabia Saudí dispone de alternativas22.
Sin embargo, más allá de gestos, la razón de peso que ha llevado a Arabia Saudí a sentarse con Irán es Yemen. La guerra ha hipotecado geopolítica y económicamente al Reino del Desierto e Irán tiene vínculos con los huzíes, a pesar de que el grado de apoyo y sus afinidades sean debatibles. Tales motivos justifican que Riad haya decidido dirigirse directamente al proveedor de su enemigo en la guerra. Por su parte, Arabia Saudí está ansiosa por cerrar un conflicto que no le ha deparado más que desavenencias. Una de las grandes razones para aceptar el pacto con Irán va en esta dirección. Por su parte, Irán está mermada económicamente y su asistencia a los rebeldes yemeníes le ha supuesto no pocas críticas dentro del país.
Pese al acercamiento, Arabia Saudí e Irán se ven recíprocamente como una amenaza estratégica e ideológica. Por tanto, la desconfianza entre ambos no va a desaparecer. Por el momento, el pacto los beneficia de cara a China, envía un mensaje a Estados Unidos y les permite enfocar sus recursos en otras cuestiones.
Si analizamos el contexto internacional, solo China estaba en posición de liderar esta reapertura diplomática: primero, porque no está enemistada con ninguna de las partes (las relaciones entre EE. UU. e Irán parten desde la desconfianza, Europa no tiene el peso suficiente y Rusia está en guerra) y, segundo, porque la Republica Popular es un mercado demasiado tentador para Riad y Teherán. China representa para ambas naciones de Oriente Medio una oportunidad para dar el salto a los mercados tecnológico, armamentístico, de las comunicaciones, energético o automovilístico. Definitivamente, más allá de su papel como socio comercial, este acuerdo supone una victoria diplomática para China, que ha sabido hacer uso de su posición y reactivar las relaciones oficiales entre dos potencias regionales.
Los vínculos en materia energética entre Riad y Pekín se han incrementado con el paso del tiempo. El año pasado Arabia Saudí cubrió el 18 por ciento de las necesidades de crudo chinas, proporción que demuestra la dimensión de una asociación comercial que movió cifras superiores a los 80.000 millones de dólares en 2022. Ahora bien, el punto a tener en cuenta en esta relación no es el presente, sino el futuro: el potencial de un coloso energético y un gigante industrial merece tomarse en consideración. Asimismo, los mercados mencionados son sectores clave para el desarrollo de la Visión 2030 que quiere aplicar MbS23.
Arabia Saudí, liderada por el príncipe heredero, aspira a transformar sus pilares, desde la base económica a las dinámicas sociales. La idea de MbS es intervenir sobre los mismos núcleos de poder que levantaron el Estado saudí, especialmente la corrupción en la realeza y la influencia del clero. El máximo beneficio que Riad puede obtener de su acercamiento a Irán es demostrarle al Partido Demócrata estadounidense que Arabia
Saudí tiene más alternativas que la norteamericana, algo que además ha hecho de la mano de China, el mayor rival de EE. UU.
Relaciones El Cairo-Ankara
Turquía y Egipto han mantenido durante una década relaciones tensas. La defensa desde Ankara de Morsi y su deposición abrieron una brecha diplomática entre Gobiernos. La situación empezó a reconducirse a partir de 2020, cuando las cuestiones de Libia y el Mediterráneo oriental cobraron importancia estratégica y los líderes de uno y otro país no pudieron mantenerse indiferentes ante la oportunidad de obtener un beneficio mutuo. Cabe subrayar que ambas Administraciones han sabido separar el ámbito político del económico, ya que este último no ha dejado de dinamizarse con los años24,25. Las cifras que vinculan a Turquía y Egipto prueban la importancia que sus Ejecutivos otorgan a los lazos económicos. En el contexto descrito, la cuestión del Mediterráneo oriental tuvo el peso suficiente para que unas relaciones políticas deterioradas durante años se replantearan. Cierto es que a ello se sumó una coyuntura regional favorable: los Acuerdos de Al-Ula26 pusieron fin al bloqueo a Catar y Ankara y El Cairo encarnaban los bandos opuestos de una crisis que afectaba a la región.
De las cuatro naciones tomadas en consideración, Turquía es la que tiene más recorrido diplomático: su política exterior está marcada por décadas bajo un mismo liderazgo y argumentos sólidos para proyectarse en el exterior. Precisamente por ello, las relaciones de Turquía con Egipto, Arabia Saudí e Irán basculan según las necesidades políticas, económicas y geoestratégicas de cada momento. Gracias a su versatilidad diplomática, Turquía es la potencia de Oriente Medio que mejor capitaliza las tensiones y los acercamientos: ninguna de las fuerzas de la región iguala su destreza en dicho ámbito. Este es uno de los mayores valores de la nación euroasiática, que ha tenido que hacer valer otros activos ante la ausencia en su territorio de recursos energéticos, la gran baza estratégica de sus rivales regionales: el petróleo en Arabia Saudí, el gas en Irán y, en el caso de Egipto, los yacimientos recientemente encontrados en el Mediterráneo oriental.
Relaciones de las cuatro naciones con Israel
Otra clave para entender la dinámica de estos cuatro países es su relación con Israel: una potencia tecnológica puntera en diversas dimensiones estratégicas, lo que explica que un Estado con siete décadas de existencia sea el más avanzado de la región. Por esta razón, cualquier relación que se establezca con la nación hebrea puede representar un salto cualitativo en materia de seguridad y tecnología en el caso de Egipto, Turquía y Arabia Saudí. Irán no puede incluirse en tal escenario, pues ambos Estados se consideran antagónicos.
La relación con el Estado judío puede suponer un salto notable para Arabia Saudí en su afán por modernizarse y reducir su dependencia económica de los hidrocarburos. También podría suponer un golpe estratégico en su rivalidad con Irán. Dicho esto, a pesar de lo tentador que pueda resultar, los Saúd afrontan obstáculos en el interior del país para dar el paso de oficializar las relaciones con el Estado hebreo, especialmente debido a la influencia del clero wahabí, a la que se suma el reciente acercamiento con Irán.
Así pues, por el momento, a Riad le interesan el acercamiento oficial con Teherán y unas relaciones entre bastidores con Israel. Este enfoque político quedó patente en el encuentro entre MbS y el líder judío, Benjamín Netanyahu, de noviembre de 202027. No obstante, la mejoría de las relaciones de Israel con determinadas naciones de Oriente Medio, especialmente dentro del mundo árabe, es una realidad constatada por los Acuerdos de Abraham28.
Turquía fue socia de Israel en su momento. Sin embargo, con la llegada de Erdogan al poder la relación entre países se deterioró paulatinamente, en especial a causa del perfil islamista y personalista del que el líder del AKP ha dotado a Turquía, marcando un rumbo que no resulta del agrado de Israel. Pese a lo expuesto, entra en juego el factor Azerbaiyán: un gran aliado de ambos Estados que puede ser clave en la reconducción de sus relaciones. La nación caucásica está hermanada con Turquía y es una gran socia del Estado judío, al que le debe mucho en materia de seguridad y defensa29. Unas relaciones más fluidas, que incluso desemboquen en algún tipo de alianza, podrían vertebrar un triángulo Israel-Turquía-Azerbaiyán capaz de alterar la línea de flotación geopolítica tanto de Oriente Medio como del Cáucaso.
Egipto, en su día gran enemigo (derrotado) de Israel, reconoció al Estado hebreo en 1979, con el que desde entonces ha mantenido unos vínculos formales y tensos, que durante décadas le han supuesto perder reputación dentro del mundo árabe y unas relaciones fructuosas con Estados Unidos. Dada la existencia de relaciones oficiales entre ambos Estados, El Cairo ha jugado un papel crucial en las negociaciones de diferentes actores árabes con Israel, posición distintiva que contribuyó a que Egipto ocupara un espacio específico en la diplomacia regional. Sin embargo, los Acuerdos de Abraham representan un riesgo para el país: pueden suponer que Egipto pierda su posición en favor de los Emiratos Árabes Unidos o Bahréin, que representan nuevas posibilidades para el Estado judío dentro de Oriente Medio y el orbe árabe.
Conclusiones
Turquía, Egipto, Irán y Arabia Saudí aúnan gran parte de la esencia de Oriente Medio. Representan la diversidad identitaria de la región, con sus contradicciones y su naturaleza ecléctica, y poseen intereses y cosmovisiones que se solapan para inducir una situación de efervescencia e inestabilidad en la zona.
Irán está en una situación delicada. Además de una crisis económica galopante, debe gestionar movimientos sociales cada vez más difíciles de aplacar en su lucha por el cambio. A tal respecto, la tecnificación de su sociedad puede ser determinante en el trasfondo de los mencionados levantamientos populares, una diferencia reseñable si la coyuntura se compara con la de Arabia Saudí.
A nadie le conviene que Egipto se desestabilice. Su amplia población y su ubicación repercuten en demasiados estratos y puntos geoestratégicos para correr el riesgo de que no haya un poder central que evite que el país sea un foco de inestabilidad, en especial por lo que respecta al yihadismo.
En Turquía, la continuidad de Erdogan supone una línea política reconocible. No obstante, la economía será la prioridad y el primer reto al que el Gobierno del AKP deberá enfrentarse, esta vez con un plan económico con pautas más ortodoxas, que permitan que Turquía se granjee la confianza de sus socios comerciales exteriores. En materia internacional, Ankara es un actor del que se espera que desempeñe un papel intermediario. La nación liderada por Erdogan ha sabido mostrar su utilidad ante la comunidad internacional gracias a su destreza diplomática.
MbS ha tomado las riendas de Arabia Saudí y parece haber rebajado su ruidosa política exterior. Sin embargo, es palpable que sus decisiones se dirigen a preparar al país para el transcurso de décadas bajo su liderazgo. La ruptura con la gerontocracia es una novedad que no debe pasar desapercibida ni ser infravalorada. La sociedad saudí aún debe procesar los cambios: el choque entre el mundo libre y sin cesuras al que se accede a través las redes sociales y el transcurso de la vida diaria bajo un régimen conservador supone una contradicción que en algún punto se hará notar.
Entre estos cuatro actores cardinales de Oriente Medio, Irán, con un carácter más disruptivo, es el interlocutor más complejo de tratar. La influencia de Irán en ciertos países de la región está más arraigada que la de actores como Turquía o Arabia Saudí, que se mueven en clave monetaria o diplomática, más oficial pero menos efectiva sobre el terreno.
La influencia saudí sobre los precios del crudo, la presión turca sobre la OTAN (con el ingreso de Suecia), el peso de Egipto sobre vías de comunicación compartidas con Europa o la capacidad de injerencia iraní demuestran la atomización del poder. El papel
de estas fuerzas regionales es cada vez más evidente en una escala que condiciona las líneas estratégicas de los colosos globales: Oriente Medio y sus principales actores regionales condicionan un teatro que sabe de intereses cruzados y actores divergentes.
Oriente Medio en la transición del orden mundial
La geopolítica habla en clave de poder y en el tablero de Oriente Medio potencias tanto globales como regionales han mostrado sus credenciales para posicionarse, dados los recursos naturales que la región atesora y las líneas de tránsito globales que la surcan. Estados Unidos ha desplazado el foco de Oriente Medio y, con ello, ha provocado que aliados estratégicos ya no miren solo a Washington. A pesar de que el centro de gravedad económico se ha desplazado a Asia-Pacífico, Oriente Medio tendrá un peso específico en la política internacional. La transición hacia un orden multipolar, con ejes de influencia dispersos por el globo, otorga a las potencias regionales un papel al alza. Naciones como Turquía, Irán o Arabia Saudí, con un radio de influencia muy marcado, van a desempeñar un rol capital en los avatares geopolíticos; Egipto puede ser el aliado que asiente o fortalezca la posición de alguna de estas tres naciones.
Los actores regionales estudiados poseen un conocimiento y una incidencia más efectiva sobre las dinámicas de la zona que las grandes potencias. Tal posición les brinda la oportunidad de ganar margen de maniobra en su diplomacia y demostrar a gigantes como China o Estados Unidos que están en posición de bascular en sus alianzas. Oriente Medio no perderá carácter eruptivo ni valor geoestratégico: Turquía, Irán, Arabia Saudí y Egipto son actores cardinales en uno de los enclaves del planeta donde más intereses y conflictos se solapan. En este sentido, la naturaleza de Oriente Medio representa el itinerario internacional hacia el que nos dirigimos y refleja la versatilidad que exige forjar un orden con unos márgenes de inestabilidad limitados. Un mantra que, en primera línea, marcarán potencias regionales como estas cuatro naciones.
Jacobo Morillo Llovo*
Analista geopolítico independiente