Terrorismo y antiterrorismo en Nigeria
El Sahel es una región de gran fragilidad política. Se evidenció con la crisis maliense de 2012 y 2013, en la que diferentes milicias procedentes de las regiones del norte del país, estuvieron a punto de hacerse con Bamako, la capital. Y se ha vuelto a constatar durante el último año, con la rapidísima propagación del terrorismo yihadista que se había ido desarrollando en Mali desde la revuelta touareg, a países vecinos como Burkina Faso y Níger y a lo largo de la desdibujada frontera compartida.
Sin embargo, Nigeria, otro de los grandes afectados por el terrorismo en la región, tiene un sistema político relativamente más consolidado que el de los anteriormente citados, y unos recursos económicos y militares muy superiores, ya no sólo que otros países del Sahel, sino que la mayor parte del continente africano. No obstante, eso no ha imposibilitado que el número de víctimas mortales que el terrorismo yihadista ha causado, haya seguido subiendo en los últimos tres años, ocupando la actividad terrorista del país cada vez un mayor peso en el conjunto de la actividad terrorista mundial. Aunque el incremento podría deberse a una mayor focalización en Nigeria tanto de la actividad terrorista del ISWAP, la filial del Daesh en la cuenca del lago Chad, como de Boko Haram, podemos observar que el número de víctimas ha aumentado también en Níger, Chad y Camerún, casi el doble en el caso de éste último, por lo que se trata de una situación generalizada en la zona. A pesar de la mayor mortandad y un mayor número de atentados, lo que sí ha conseguido hacer Nigeria es reducir geográficamente la actividad terrorista, limitándola casi en exclusiva al estado de Borno, al noroeste del país.
Desde 2017, según fuentes del Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo, las víctimas en Nigeria han ascendido de 780 a 1024 en 2018, y a 1097 en 2019. En lo que llevamos contabilizado de 2020, en enero y febrero han muerto al menos cerca de 180 personas entre civiles y miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad. De la misma forma, el peso del terrorismo en territorio nigeriano dentro del cómputo global, se ha elevado de un 5,70% del total en 2017, a un 9,90% en 2018, y a un 11,90% en el pasado 2019. El aumento de la cifra tanto de atentados como de víctimas, ha venido de la mano de una mayor virulencia de los ataques cometidos, algo que se ha replicado en toda la región del Sahel. Durante 2017, entre los atentados con mayor número de víctimas mortales, ninguno se había producido en la zona de África Occidental, no fue así en 2018, cuando dos de los diez ataques más mortíferos del año tuvieron lugar en Nigeria, ni en 2019, cuando Nigeria, Burkina Faso, Mali y Níger vieron como ataques producidos en su territorio, hasta un total de cinco, formaban parte de la lista de ataques con mayor número de víctimas, según recoge el Anuario sobre Terrorismo Yihadista de 2019 del OIET.
Este progresivo aumento de la intensidad y del número de atentados, se debe en parte a la aparición en los últimos años de una escisión de Boko Haram, que juró lealtad al Daesh en pleno apogeo de su autoproclamado califato, y que pugna con Boko Haram por el liderazgo terrorista en la región. Sus objetivos son claramente diferenciados. El ISWAP se centra en los ataques a elementos de las fuerzas de seguridad nigerianas y de los países del entorno, mientras que Boko Haram lo hace, aunque no exclusivamente, sobre la población civil. La persecución de estos últimos a la población cristiana, ahonda en la fractura entre un norte mayoritariamente musulmán, de etnia hausa y fulani, y un sur principalmente cristiano, de etnia yoruba. El conflicto social no se trata únicamente de una confrontación religiosa, sino que entran en juego factores como los modos de vida y subsistencia: la trashumancia ganadera del norte frente al sedentarismo agricultor del sur. El yihadismo se nutre de este conflicto social que el estado central no consigue resolver, y que resulta en una vía de escape para una población musulmana que no ve sus reivindicaciones atendidas. Todo esto a pesar de la reeleción de Mohamadou Buhari, musulmán de etnia fulani, como presidente de Nigeria el pasado año.
A pesar de que tal y como se ha comentado anteriormente, las capacidades políticas y militares de Nigeria respecto a otros países de su entorno son muy superiores, el país no está exento de sufrir problemas similares de los que se vale el fundamentalismo religioso para propagarse en otras zonas del Sahel. La incapacidad del Gobierno para llegar ciertas zonas rurales o alejadas de núcleos importantes de población, produce un vacío en la cobertura de necesidades básicas. Estas necesidades, desde sanitarias a educativas, judiciales o policiales, no se pueden solventar únicamente con una militarización del conflicto, sino con una aproximación integral.
El gobierno federal anunció a finales de diciembre que durante el primer cuatrimestre de este año, las tropas nigerianas irían retirándose de aquellas zonas donde la situación se hubiera ido estabilizando, dando paso a una mayor presencia policial. De esta forma se busca paliar la sensación de militarización, y fomentar la integración de las fuerzas de seguridad en poblaciones donde la presencia estatal se percibe lejana. Para posibilitar esta medida, también se planteó en ese mismo Consejo de Seguridad de finales de diciembre, el fortalecimiento del cuerpo de policía con la incorporación de 10.000 nuevos integrantes y una mejora de medios materiales que llegarán durante los próximos meses.
El aumento del papel policial en la lucha contra yihadismo es clave. Las acciones antiterroristas llevadas a cabo durante el pasado mes de febrero, incluyeron el desmantelamiento de un campamento del grupo terrorista Ansaru, cuya actividad terrorista en el centro del país se había visto bastante reducida y que podría estar surgiendo de nuevo. La operación tuvo lugar en Kaduna, una zona al norte de la capital nigeriana, y en ella fueron neutralizados más de dos centenares de terroristas. Sin embargo, en un reciente reporte del Institute for Security Studies sobre la política antiterrorista nigeriana, se pone de relevancia cierta limitación en los resultados globales de sus acciones contraterroristas. El Gobierno nigeriano ha invertido cerca de 17.000 millones de euros en fortalecer sus capacidades en el ámbito de la seguridad, y aun así no ha podido más que expulsar la presencia terrorista de los grandes núcleos urbanos y limitar su presencia a zonas rurales de difícil acceso en los estados de Borno y Yobe.
Que Nigeria no haya sido capaz, pese a su fuerte inversión, de llevar a cabo una política antiterrorista exitosa se debe a varios factores: estratégicos, tácticos, de cooperación entre agencias y por supuesto, de corrupción. Esto último es algo común en numerosos sistemas políticos africanos. La sensibilidad de un sector como éste, ha impedido que se produzca una correcta auditoría de la utilización de los fondos, lo que ha permitido en ocasiones el enriquecimiento y fraude dentro de las diferentes agencias y estamentos que controlan los contratos e inversiones. El ISS incide por tanto, en que tan importante es el dotar y reforzar económicamente el sector de la seguridad, como velar porque las inversiones se desarrollen correctamente, y perseguir a aquellos que impiden que así sea. El terrorismo ha dejado ya más de 30.000 víctimas mortales en Nigeria, no solo civiles, sino también policías y militares cuyos medios son en ocasiones insuficientes a pesar de las partidas destinadas a que no sea así. La resolución de la situación pasa porque todos los elementos cumplan su cometido, a nivel político, estratégico y operacional, de lo contrario la situación de Nigeria continuará con su deterioro, extendiéndose aún más a los países vecinos.