Kenia anuncia el cierre de Dadaab, el campo de refugiados más grande de África
María Ferreira/Mundo Negro
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Pie de foto: Un grupo de mujeres refugiadas caminan por los alrededores del campo de Dadaab, el más grande de África. Fotografía de María Ferreira.
"Somos refugiados, no tenemos futuro"
Los últimos atentados terroristas de Al Shabab pusieron de nuevo en el disparadero el campo de refugiados de Dadaab, en el que viven cerca de medio millón de personas. El Gobierno keniano cree que los terroristas se nutren de la población refugiada. Este verano podría echar el cierre sin decidir cuál puede ser el futuro de los que allí viven.
Fatuma sostiene un bidón de aceite vacío en sus manos, de pie, durante catorce horas al día esperando a que uno de los cientos de vehículos que cruzan el noroeste de Kenia diariamente se pare a darle agua. Esa es su vida en el campo de refugiados de Dadaab, el más grande de África. Fatuma tiene catorce años y la piel cuarteada. Nació como refugiada, conoce Somalia por las historias que le ha contado su madre y jamás ha cruzado la entrada que separa el campo de refugiados del resto de Kenia. “Los días que no consigo agua suficiente tenemos que utilizar la que recogemos de los charcos que se forman durante la época de lluvias. Agua sucia”, cuenta.
Su historia se diferencia en poco de la del resto de mujeres y niños que esperan de pie, y bajo el sol, en los caminos. Todos agitan botellas, cubos e incluso bolsas de plástico cada vez que un coche pasa delante de ellos. No descansan. Siempre hay un miembro de cada familia haciendo guardia.
El centro de refugiados de Dadaab se creó en 1991 para acoger a 90.000 víctimas de la guerra civil de Somalia. Hoy, más de veinte años después, viven en él más de 450.000 personas en condiciones de extrema pobreza que se ha visto agravada en estos últimos años por la violencia y el terrorismo. La situación actual, ya inestable de por sí, ha empeorado después de que el vicepresidente de Kenia, William Ruto, señalara directamente al centro de refugiados como una de las causas de la presencia de Al Shabab en el país y ordenara el cierre del campo en un plazo de tres meses.
¿Es legal obligar a los refugiados a volver a su país de origen? ¿Puede Somalia ofrecer una vida digna a las miles de personas que viven en Dadaab? ¿Quedarse en Dadaab sería realmente la mejor opción? Detrás de los intereses políticos y económicos de la decisión del Gobierno, de la presión de las ONG para que Dadaab no sea cerrado y de tanto revuelo internacional, nos encontramos con que no sabemos nada de la vida en el campo de refugiados. Que no sabemos qué es la pobreza. Que nos conformamos con un relato ya manido sobre lugares comunes e imágenes paternalistas. ¿Dónde queda la voz de los habitantes?
El discurso del hambre
Cuando se habla de las zonas del noreste de Kenia y de Somalia, el discurso suele girar en torno al hambre. La aproximación a la pobreza ha ido directamente a lo impactante, a las imágenes de niños desnutridos con moscas en los ojos. Ha sido tal el bombardeo de información centrada en la hambruna, en la enfermedad y en la pobreza, que nos hemos inmunizado, hemos aceptado esa realidad sin la necesidad de cuestionarnos activamente lo que subyace a esas situaciones. Y es que el hambre no es un problema, es una consecuencia. El problema es la corrupción. El problema es el contrabando. El problema es el terror. El problema son las personas que permiten que esta situación tenga lugar.
El centro de Dadaab está lejos de ofrecer una vida digna a los refugiados que viven en él, a pesar de los esfuerzos de las ONG que trabajan sobre el terreno. Viven en un desierto donde no se dan las condiciones mínimas para vivir dignamente. No hay infraestructuras, ni seguridad, ni futuro. Charles Gaudry, coordinador general de Médicos Sin Fronteras en Kenia, explica que el desmantelamiento del campo de Dadaab “privaría a generaciones enteras de refugiados de la posibilidad de tomar sus propias decisiones de futuro”.
Pie de foto: Un carro cargado de leña y una vivienda en Dadaab. Foto de María Ferreira.
Sin embargo los refugiados no tienen futuro. Los refugiados no tienen libertad. No tienen dinero. Dependen de la ayuda internacional y de las labores humanitarias. ¿Es honesto defender la idea de que el campo de refugiados no debe ser cerrado por el bien de las personas que viven en él? “Mi hijo murió de hambre. Murió de beber agua de los charcos”, explica Faisal, un refugiado que lleva más de veinte años en el campo de Dadaab. “La única forma de sobrevivir aquí es haciendo negocios con los que vienen de fuera, con los que traen comida desde Somalia”.
Detrás del deber oficial de los policías que trabajan en el campo se esconden todo tipo de actividades ilegales, entre las que se encuentra facilitar la llegada de la mercancía de contrabando por la que ganan aproximadamente un 15 por ciento del valor total. “Si te opones a ellos tu vida corre peligro. Si les ayudas, además ganas dinero”, explica una fuente de la Policía dentro de Dadaab. Incluso los niños están implicados en estas actividades que convierten a este pueblo artificial en el centro de un negocio del que se benefician políticos y altos cargos, mientras sus habitantes mueren de enfermedades y de hambre.
Médicos Sin Fronteras gestiona un hospital y cuatro centros de salud en el campamento de Dagahaley, uno de los cinco que se encuentran en Dadaab. En 2014 atendieron 180.000 consultas externas, a pesar de que la ayuda humanitaria se ha visto reducida considerablemente a causa de los problemas de seguridad a los que se enfrenta el personal. “Ahora mismo no hay ningún voluntario extranjero, debido a la constante amenaza de secuestros en la zona”, cuenta Siat, el subcoordinador de MSF en Dagahaley. “El personal que trabaja en los centros de salud tiene que ser de origen somalí. Si fueran kenianos cada vez que las Fuerzas Armadas kenianas atacan Somalia, los refugiados podrían tomar represalias contra ellos”, añade Siat.
Pie de foto: Instantánea de un partido disputado en un improvisado campo de fútbol. Fotografía de Tom Maruko /MSF
El hospital de MSF cuenta con 100 camas y la mayoría de los casos que se atienden son enfermedades respiratorias y otras causadas por beber agua contaminada. Cuentan con un quirófano en el que se realizan cesáreas, pero en casos más graves los pacientes tienen que ser evacuados al hospital de Garissa o a Nairobi. “Para que un refugiado sea trasladado debe contar con un permiso para salir del campo de Dadaab. Este proceso se alarga unos 30 minutos”, explica Siat. Una vez el permiso ha sido concedido se tardan unas dos horas en llegar desde Dagahaley a Garissa, lo que significa que muchos pacientes cuyo estado es de extrema gravedad mueren por el camino. MSF es la única organización que trabaja ofreciendo servicios médicos en Dagahaley y Siat asegura que “a pesar de que las condiciones no son buenas, la opción de regresar a Somalia atenta contra los derechos de los refugiados. Muchos de ellos han nacido aquí, jamás han estado en Somalia, no se les puede obligar a regresar a una tierra que no es la suya”.
En la UCI pediátrica del hospital de MSF hay un niño con cardiopatía grave. La ONG está intentando conseguir los permisos para llevarle a Europa, porque en Kenia no se le puede realizar la operación que necesita. Sin embargo, todavía no ha habido suerte. “Sé que mi hijo va a morir”, cuenta su madre. “Le ingresan todas las semanas, está sufriendo mucho”.
Pie de foto: Una mujer con su hijo en un centro sanitario del campo. Fotografía de María Ferreira.
Libertad para los refugiados
A unos 100 kilómetros de Dagahaley vive la familia de Osman, refugiado somalí que tiene negocios, aunque no especifica cuáles. Jamás ha podido llevar al médico a sus hijos y ha perdido a dos niños de los siete que ha tenido. “Si el cierre de Dadaab significa que podremos ir donde queramos, que seremos libres, entonces que lo cierren hoy mismo”, dice convencido. “A mi hija la violaron al lado de casa y nadie la ayudó, la vida en Somalia era peligrosa pero aquí no es mejor”, asegura.
“Somos refugiados, no tenemos futuro”, dice Faruk, un chico de 18 años. “No conocemos otra vida, da miedo pensar qué pasará si cierran el campo de refugiados”. Las autoridades de Kenia llevan años amenazando con el fin de Dadaab y hasta ahora ninguna de esas amenazas se ha cumplido, sin embargo después del ataque terrorista de Garissa, el pasado abril, el vicepresidente de Kenia aseguró que las medidas que se iban a tomar para frenar el terrorismo iban a ser tan duras como las que se tomaron en Estados Unidos después del 11-S. “Si hay corrupción dentro de Dadaab, si hay violencia, es porque se está permitiendo desde las altas esferas”, dice Mohammed, activista somalí. “El cierre no es la solución porque los responsables están ahí fuera y viajan en avión, pero que los refugiados sigan en esta situación no se puede tolerar”, añade.
No podemos olvidar que muchos de los refugiados sienten que han perdido una identidad y no han adoptado una nueva, no se les considera ciudadanos en Kenia, no pertenecen a ningún lugar. Ser refugiado no debería ser un estado de por vida, debería ser algo temporal, y en el caso de Dadaab no ha sido así.
Pie de foto: Una mujer y un niño son atendidos en un centro sanitario. Fotografía de María Ferreira.
Al atardecer, las mujeres siguen esperando en la carretera, con sus botellas vacías de agua. Los niños se bañan en los charcos que deja la estación de lluvias. Y los camiones de contrabando empiezan a llegar desde Somalia para descargar la mercancía lejos de los campamentos, en medio de algún camino. Hassan alquila sus dos camellos para transportar la mercancía por 100 chelines –alrededor de un euro– cada uno. “Me da igual lo que carguen mis camellos, lo hago para sobrevivir. Sobrevivir no es malo. Malo es el sitio donde tenemos que hacerlo”.
Mientras, los políticos y las grandes ONG deciden sobre el futuro de Dadaab. Y los refugiados siguen pasando hambre, sigue entrando mercancía de contrabando, los niños siguen siendo ingresados por malnutrición. Y a Occidente sigue llegando solo esa foto, la del niño que tiene hambre. La foto a la que estamos acostumbrados y que no nos hace preguntarnos qué hay detrás. Que no nos hace querer saber más.
Pie de foto: Vista general del campamento de Dagahaley, uno de los cinco que conforman Dadaab en la actualidad. Fotografía de Tom Maruko / MSF.