Túnez: Viaje a la zona cero de todas las primaveras

Túnez

Texto y fotos: Antonio Navarro Amuedo

El bulevar Bourguiba, centro neurálgico de la capital tunecina, pasa por ser la zona cero de las que se dieron en llamar primaveras árabes –aunque, siendo escrupulosos, la espita se abrió en Sidi Bouzid, localidad situada en el centro del país, en cuyas calles vivió y murió el vendedor de verduras Mohamed Bouazizi, protomártir de la revolución de los jazmines-. Con sus árboles de copa recortada como sombreros de judío ultraortodoxo, su paseo central y sus atascos, la avenida dedicada al primer presidente de Túnez y su prolongación hacia la ciudad vieja es concurrida y animada de día, pero sorprendentemente apagada al caer el sol.

Más allá de las nueve de la noche no encontrará el paseante mucha gente por la calle ni demasiada animación, algo que sorprenderá quienes lleven bastante calle árabe en las suelas de los zapatos. Y aún en las horas más bulliciosas del día, el paseante no tiene nunca la sensación de agobio que se experimenta en otros lugares semejantes de sus hermanas del Magreb. 

Cuesta creer sobre el terreno que en aquel espacio que delimitan, de un extremo, la Torre del Reloj –el Horloge- y, de otro, la Puerta de Francia (o Puerta del Mar en su denominación en árabe) y que toma dos denominaciones en el nomenclátor, bulevar Habib Bourguiba y avenida de Francia, cupiese tanta gente en las jornadas tumultuosas de la revolución. En sus cafés y bares sentí el pulso de una sociedad alegre y vitalista, sufrida y recia, consciente de las dificultades del momento, pero nunca la épica de los días en que se fraguó la revuelta que acabó con el régimen de Zine El Abidine Ben Ali e hizo saltar la chispa de las muchas y dispares primaveras árabes. Quedan, por cierto, solo unos meses para que se cumpla la primera década de aquellos hechos. 

Un gusto es tomarse un café con bollería francesa y zumo de naranjas recién exprimidas en los veladores del Gran Café del Teatro, nombre que se explica por encontrarse junto al bello edificio Art Nouveau del Teatro Municipal –antiguo Casino-, como lo es subir a la terraza del hotel el Hana International, desde donde se divisa una bella vista de la ciudad vieja y la nueva, la urbe colonial y la medina, que se funden en un horizonte blanco y azul y luz poderosa. Al fondo se otea la bahía de Túnez. Más allá, el Mediterráneo.

Una medina desabrida y fascinante

Lo cierto es que al otro lado de la Puerta del Mar, a la que se llega pasando por la catedral católica de San Vicente de Paúl –fondo ineludible de quienes van a hacerse la fotografía con las simpáticas letras en relieve del ‘I love Tunis’-, no se encuentra el Mediterráneo, sino la antigua medina de Túnez. Si las medinas son un mundo aparte y cada una es de su padre y de su madre –las hay grandes y pequeñas, eclécticas, peligrosas y seguras, pegajosas, rectilíneas, laberínticas, peatonales, de arcilla y arena-, la de Túnez es un bello misterio envuelto en un enigma, por parafrasear a Sir Winston Churchill refiriéndose a Rusia.

Acostumbrado a las de las ciudades marroquíes, la vieja medina tunecina me resultó áspera y desabrida, pero no por ello menos bella e interesante (no en vano, la Unesco la declaró en 1979 Patrimonio de la Humanidad). Llegaba condicionado por el consejo de algún amigo que me advertía de que no encontraría la autenticidad de una medina como la de Fez –uno de los mayores espacios peatonales del mundo, donde los borricos son aún el mejor medio de transporte-, por lo que imaginaba un lugar domesticado e inane. Nada más lejos de la realidad. 

Mi guía en la medina no fue autóctono, sino un extravagante alemán de nombre Raoul Cyril, confinado –antes del pánico del coronavirus- en un improbable callejón cochambroso para escribir su tesis doctoral sobre la sociología de este laberinto moruno, árabe, beréber, francés y otomano. Raoul, que vive en una bella casa restaurada por un arquitecto británico junto a la calle de la Qasba –una de las arterias longitudinales de la medina; por cierto, en Túnez capital la ‘qasba’ es el palacio que alberga la sede del primer ministro-, se siente como pez en el agua en este medio, es conocido por todos en el barrio, no dejan de saludarle vendedores de brochetas o señoras veladas, y asegura una y otra vez que por nada del mundo viviría fuera de la medina. 

El joven, que se gana la vida mostrando a viajeros de lengua germana este dédalo callejero que intento descifrar a contrarreloj, me explica que la medina se divide, como el mundo, en dos hemisferios: norte y sur. Así que la medina septentrional es relativamente ordenada y limpia, y en ese sector abundan los baños públicos, los hoteles y los colegios; la meridional, en cambio, muestra un evidente descuido y deterioro urbanístico; Raoul me aconsejaba evitar ciertos sectores. “No hay lugar como la medina; es el mejor laboratorio sociológico de Túnez”, me asegura desde la terraza soleada de su vivienda. 

Lo cierto es que, a pesar de no haber vivido ninguna mala experiencia en la medina, sí tuve que soportar el incordio de ciertos personajes extraordinariamente atentos a la presencia de extranjeros. Llama la atención en estos tiempos complejos para el turismo en Túnez –no había estallado aún la crisis del coronavirus- la ausencia de foráneos en los zocos de la medina, imagen que contrasta enormemente con el panorama callejero de Marrakech o Fez, en el cercano Marruecos. Por dos veces en el mismo día me contaron que en esos días se celebraba en la ciudad un festival de tapices nacional y que me encontraba ante la oportunidad del año de llevarme una alfombra beréber, y también me ofrecieron insistentemente perfume de jazmín, azahar, nardo y cacto (por varias fuentes medineras me insistieron también con la cantinela de que me podía llevar por seis o siete dinares la base de uno de los perfumes estrella femeninos de Chanel nada más y nada menos).

Y para descansar del atolondramiento que un vive en las calles comerciales, uno debe perderse por los pasajes de aroma otomano situados alrededor del zoco de las chechías –gorrito típico de Túnez generalmente de color burdeos y hecho a base de piel de cordero-, a la sombra del minarete de la bellísima mezquita Zeitouna. En sus cafetines se concentran muchos estudiantes que charlan y ríen y fuman –sin distinción de género, a diferencia de lo que ocurre en los espacios públicos en sus vecinos norteafricanos- y beben té y café turco.

Le debo a Raoul haber disfrutado de uno de los mejores restaurantes de la medina –Dar Slah-, uno de esos espacios que se abren inopinadamente en las callejuelas más pegajosas de la medina con su imponente patio porticado y luz. Allí di cuenta de una rica sopa de lentejas, una ensalada mechuía –tomates, pimiento verde, berenjena pasados por la parrilla y servida templada- y un cuscús de pescado. Reconozco que la primera visión del cuscús con dorada me causó un rechazo inicial e injustificado. El cuscús tunecino, a diferencia del marroquí, pica, pues está aderezado con la omnipresente ‘harissa’, que es una salsa hecha a base de pimiento rojo, a menudo ahumado, aceite de oliva, ajo, alcaravea y cilantro. Como entrante me sirvieron ‘briks’, que son unas empanadillas fritas rellenas de pollo, huevo o atún típicas del país.

Eso sí, para comer buen pescado fresco, no busquen en la ciudad colonial, la medina o la avenida Bourguiba: tomen el tren o un auto y diríjanse a La Goulette, suburbio de clases medias asomado al golfo de Túnez que se sitúa a unos cuatro o cinco kilómetros del casco urbano. La avenida de Roosevelt es un auténtico espectáculo por la sucesión de pescaderías y restaurantes con el género más fresco posible. Avasallador. Si uno se quiere tomar una copa y adentrarse en la noche tunecina, habrá de poner rumbo a la ruta de Gammarth, donde han florecido en los últimos años discotecas y bares de copas que en poco se diferencian de los europeos salvo en que aún se fuma en ellos y en que siguen pegando fuerte mitos de la música árabe como Fairuz o Umm Kalzum. “La noche en Túnez sigue siendo arabizante, en eso esta sociedad es distinta a la de otros países del Magreb”, me asegura Ismail, un periodista marroquí afincado en la ciudad desde hace años.   

Del Bardo a Cartago

Como va quedando claro que no toda la vida cabe en una medina, y mucho menos Túnez, pues hay mucho Túnez fuera de la ciudad antigua, en la agenda de este viaje al centro de todas las primaveras árabes estaba marcada con rotulador rojo una visita a un lugar ya indeleblemente unido al de la barbarie terrorista y el dolor; una joya de Túnez y el Magreb y la humanidad entera: el Museo Nacional del Bardo. El antiguo palacio del bey alberga una mareante colección de piezas arqueológicas en la que destaca su colección de mosaicos romanos, algunos de ellos descomunales: nunca vi nada igual. En marzo de 2015 22 personas de distintas nacionalidades perdieron la vida a manos de tres terroristas, cuya memoria queda honrada en un monumento a la entrada del museo. El recuerdo de la barbarie, por desdicha, flota en el ambiente de cada una de las estancias.

Y del Bardo a Cartago. De las paredes del museo a las ruinas de la Cartago romana –poco queda de la ciudad fundada por los fenicios-, con su teatro, villas y anfiteatro, su museo paleocristiano y las melancólicas termas de Antonino, vecinas del palacio de la Presidencia de la República (qué bello lugar asomado a la bahía y qué bien sabían los romanos dónde construían). De Cartago a Sidi Bousaid y de Sidi Bousaid a La Marsa. Y de La Marsa a Gammarth. Se completa así el póker mágico de la costa de la capital. Un paraíso con ciertas constantes: casas de poca altura, fachadas blancas y añil omnipresente en rejería y puertas, pinos y olivos, sosiego. Es el refugio de las clases pudientes y expatriados, que eligen casi sin excepción la tranquilidad del suburbio burgués de La Marsa para vivir.

Y de la historia antigua a la contemporánea –porque en estas semanas se está escribiendo de nuevo historia de verdad, para desdicha de todos-, curiosamente el día que regresaba a España tras mi periplo tunecino se confirmaba el primer caso de COVID-19 en el pequeño país magrebí. (Después han venido bastantes más, y muertes, y confinamiento domiciliario y cierre de fronteras como en la mayoría de países del norte de África). Unas jornadas después se producía el atentado junto a la Embajada de Estados Unidos en Les Berges du Lac, apacible distrito financiero y comercial que tuve ocasión de patearme durante mi periplo. A pesar del prometedor éxito de su sistema democrático, Túnez vive una circunstancia complicada.

Para no pocos habitantes de la ciudad con los que tuve ocasión de conversar, la experiencia democrática está siendo agridulce y hasta decepcionante. La aprobación de una Constitución consensuada y la implantación de un sistema multipartidista y de libertades no está viéndose acompañado, alegan, de un desarrollo material satisfactorio. Lo cierto es que la economía es precaria; necesita inversión, turismo y empleo para una población joven y expectante. La tarea que tiene por delante el primer ministro Elyes Fakhfakh –la aprobación de su gabinete, en el que conviven liberales y socialdemócratas, islamistas y laicos, se vivió aquellos días de febrero con moderado optimismo- es delicada. Se esperan curvas en los próximos meses y años para nuestra aguerrida república del Mediterráneo.

Pero la patria de Aníbal, la Cartago púnica y temible, vigía del Mare Nostrum, beréber, morisca y árabe, la de la juventud valiente y entusiasta, saldrá adelante. Suscribimos las palabras del gran Josep Pla: “Confieso que, desde hace unos cuantos años, mi ilusión máxima es el Mediterráneo. A él debemos –debe el mundo occidental- todo lo que somos.  De la vivificación de su espíritu en el tiempo depende nuestro porvenir”. Y Túnez es parte genuina de ese espíritu. Túnez es faro para la región y no nos cabe duda de que lo seguirá siendo con más intensidad. Como tampoco, en fin, nos cabe duda de que disfrutar de una puesta de sol entre las callejuelas de Sidi Bousaid, todo un exceso del Mediterráneo, es una de las pocas cosas realmente bellas que se pueden ver en esta vida.