Afganistán, ¿el fin de la contrainsurgencia?

La victoria de los talibán en Afganistán pone de relieve los errores en la estrategia de contrainsurgencia que ha empleado la OTAN en ese teatro. Sin embargo, el problema es más profundo y reside en gran medida en las propias características de las sociedades occidentales y en las de sus fuerzas armadas, que las hacen muy poco aptas para ese tipo de conflicto. Como consecuencia, estas operaciones serán en el futuro una opción estratégica poco atractiva, por presentar pocas posibilidades de victoria. Este cambio de orientación supone para las fuerzas armadas una reorientación completa de la doctrina, medios, adiestramiento y organización priorizados durante las últimas décadas. En el campo político, supone una limitación importante a las opciones estratégicas disponibles.
Es difícil afirmar que la rapidísima caída de Afganistán en manos de los talibán haya sido una completa sorpresa. De hecho, la idea de que la OTAN había fracasado en el teatro afgano estaba muy extendida desde hace mucho tiempo: basta recordar las negociaciones de Doha entre Estados Unidos y los talibán. Sin embargo, ningún analista con responsabilidades políticas se había atrevido a gritar que el emperador estaba desnudo, como en el famoso cuento de Andersen. En cualquier caso, la caída de Kabul el 15 de agosto quedará como una fecha histórica, en el sentido de que representa de alguna manera un cambio de época, como lo fue la caída del Muro de Berlín o los atentados de las Torres Gemelas. Aunque analizar «en caliente» siempre es arriesgado, merece la pena hacer algunas consideraciones sobre las causas profundas de este fracaso y sus posibles consecuencias.
Decía Martin Luther King que «el lugar más caliente en el infierno está reservado para aquellos que permanecen neutrales en tiempos de gran conflicto moral». Una forma de entender esta «neutralidad» es la de implicarse en estos conflictos, pero solo «a medias», de manera que no se garantiza la victoria del lado deseado: en estos casos, los resultados son los mismos que cuando se permanece al margen de los conflictos, pero con todos los inconvenientes derivados de ser parte perdedora en ellos (costes económicos, humanos, reputacionales…). Este es el caso de Afganistán: Estados Unidos (y la OTAN) se han implicado solo parcialmente en el conflicto, lo que ha hecho que se alargue hasta los ¡20 años! sin resultados.
Los métodos que emplearon las diferentes potencias europeas en sus acciones de colonización o de protectorado en el Norte de África desde mediados del siglo XIX se resume en una sentencia, probablemente apócrifa, que se ponía en boca de los rifeños en los años del Protectorado español sobre Marruecos: «Reino Unido paga y no pega, Francia pega y no paga y España, ni paga ni pega». Esta frase, aparentemente sencilla, revela además los dos métodos de extender la influencia de las metrópolis: «pagar» o «pegar», o una combinación de ambas (que, en realidad, era lo habitual).
«El palo y la zanahoria», nada nuevo bajo el sol. En cierta manera, la OTAN en Afganistán, ha pagado y ha pegado poco o nada, y, además, no siempre lo ha hecho a quien hubiera debido. Sin embargo, estos errores se deben mucho más a la naturaleza intrínseca de la propia OTAN que a fallos en la ejecución de las operaciones.
La OTAN es una organización política que agrupa Estados democráticos de cultura occidental. Consecuentemente, sus acciones están siempre enmarcadas por unos condicionantes políticos, que a su vez responden a los límites morales que impone la opinión pública, absolutamente determinante en los sistemas democráticos, y también a los valores de sus soldados, que, no lo olvidemos, son parte de estas sociedades. Es precisamente ese sistema político el que ha asegurado la prosperidad y la libertad de pensamiento que permiten a los Estados miembros de la época disponer de organizaciones armadas competentes y dotadas de medios avanzados. Pero ese mismo sistema político impone límites a lo que esas organizaciones armadas pueden y no pueden hacer. No olvidemos que las operaciones militares están siempre enmarcadas por la cultura y los valores de la sociedad que las ejecuta1. Y las sociedades democráticas occidentales tienen límites muy estrictos en la aplicación de la violencia, que, al final, es la base de las operaciones militares.
Como cita el coronel Calvo Albero2, la democracia es el final de un largo camino, no una base de partida, y la meta de establecer un Gobierno local opuesto a los talibán se demostró compleja: la Alianza del Norte, la oposición armada que, con el decisivo apoyo norteamericano, derrocó a los talibán en 2001, se componía fundamentalmente de miembros de las minorías étnicas del país (su líder, Ahmed Shah Massoud — asesinado por Al Qaeda en vísperas del 11S— era tayiko, su principal jefe militar, Abdul Rashid Dostum, uzbeko…) cuyo único interés común era la oposición al régimen talibán, que era étnicamente pastún (el grupo mayoritario) y, de hecho, la Alianza se disolvió rápidamente con la caída del régimen talibán. La búsqueda de líderes de etnia pastún, pero opuestos a los talibán, llevó a confiar la administración a Hamid Karzai, un personaje muy próximo a los cultivadores de opio, fuertemente reprimidos durante el régimen talibán. En palabras del General Petraeus, todo el gobierno era un «sindicato del crimen»3. Y, para crear y mantener el nuevo Estado, Occidente le confió ingentes cantidades de fondos. Volviendo al dicho de los rifeños, Estados Unidos (y Occidente) comenzaron «pagando» a quien no debían. Un muy mal comienzo.
«Corazones y mentes»
Las operaciones de contrainsurgencia son un tipo muy especial de operaciones, particularmente difíciles de ejecutar. Una de las primeras dificultades nace de la necesidad de articular un «relato», una historia sencilla (cuanto mayor sea su audiencia prevista, más sencilla debe ser esta historia, en opinión de un experto como Goebbels), un cuento de «buenos» (los insurgentes) y «malos» (el gobierno y quien les apoya), que resulte atractiva para la población local. Para los insurgentes, cualquier causa (real o imaginaria) puede servir para crear ese «relato», cuya conclusión es la llegada a una
«Arcadia feliz» en la que todos los problemas (reales o imaginarios) tendrán una solución satisfactoria. Sin embargo, el gobierno y sus funcionarios no pueden ofrecer ese paraíso soñado, puesto que son responsables de la desagradable realidad cotidiana, que, en la mayoría de los casos, incluye desempleo, miseria, inseguridad, corrupción… Difícilmente pueden competir con la Arcadia prometida por los insurgentes. Sin embargo, en el caso afgano, Occidente sí tenía su Arcadia propia: la promesa de un Afganistán democrático, igualitario y próspero.
Desgraciadamente, tras veinte años de intervención occidental, la miseria seguía reinando en el país, debida en gran medida a una corrupción rampante, como bien subraya el coronel José Luis Calvo Albero en su excelente artículo. Por sí solo, este hecho ya suponía una desacreditación del «contrarrelato» de Occidente, pero, además, una de las características del «relato» es que debe resultar atractivo para la audiencia a la que se dirige, y la democracia es un concepto tan alejado de la estructura tribal de la sociedad afgana que resulta muy dudoso que tenga un atractivo real fuera de sectores urbanos muy minoritarios. Aún más, la promesa de una democracia igualitaria suponía la destrucción de esa estructura social y la pérdida del poder de sus dirigentes, a cambio de beneficios poco evidentes.
No es sorprendente que este «contrarrelato» haya tenido poco éxito, fuera de Kabul. Y ¿cuál era el «relato» de los insurgentes? La promesa de la imposición de un Estado basado en los valores islámicos (absolutamente dominantes en el mundo rural afgano), que, consecuentemente, recibirá el favor de Alá. La victoria contra los soviéticos en 1984 es, además, una prueba de ese apoyo divino.
Para algunos autores, la clave de la contrainsurgencia se resume en otra frase sencilla: la lucha por los «corazones y mentes» de la población local. Esta expresión se atribuye generalmente al general Gerald Templer, gobernador de Malasia durante la insurgencia de los años 50. El general Templer entendía que4: «La respuesta [a la revuelta] no está en mandar más tropas a la selva, sino en los corazones y las mentes de la población».
Como todas las simplificaciones, esta expresión resulta poco clara, y, de hecho, existen numerosas interpretaciones. Quizá la más simple es la de que las tropas deben ganarse la «simpatía» de la población local. Sin embargo, el sentido de esta frase abarca mucho más. Para las Fuerzas Armadas norteamericanas5: «Los “corazones” se refieren a persuadir a la población de que sus intereses están mejor servidos si la contrainsurgencia tiene éxito. Las “mentes” se refieren a convencerlos de que la fuerza [gubernamental] puede protegerlos eficazmente, y que resistirse a esa fuerza es inútil. Nótese que ninguno de estos conceptos se refiere a que la población sienta ninguna simpatía por los Soldados e Infantes de Marina. Es el interés propio, y no las emociones, lo que importa».
Con referencia a los «corazones», la mejora de los intereses de la población local vendría dada por la resolución de los problemas que han creado la insurgencia. Así, una campaña de «corazones y mentes» consistiría en descubrir racionalmente los motivos que llevan a la población a rebelarse, y solucionar las causas profundas de su descontento6. No es sorprendente que el propio Templar considerase que los combates no eran más que el 25 % de la operación, mientras que el 75 % restante consistía en ganarse el apoyo de la población7, apreciación compartida por el francés David Galula8, veterano de Argelia y una de las fuentes de inspiración del citado manual norteamericano.
En este sentido, volvemos al problema del «contrarrelato»: es difícil suponer que una victoria occidental, que supondría un cambio radical en las estructuras sociales tradicionales sobre las que se asienta la sociedad afgana, y que, además, implica una reforma de la que abominan las muy influyentes autoridades religiosas locales, vaya en el mejor interés de la población. Así, la única «zanahoria» que ofrece Occidente es la promesa de prosperidad económica y de un Estado que funcione. Tras veinte años sin atisbos de mejora y con la corrupción rampante a la que hacía referencia el coronel Calvo Albero, es una «zanahoria» poco creíble. Como ya decía Maquiavelo9, «el innovador se transforma en enemigo de todos los que se beneficiaban de las leyes antiguas, y no se granjea más que la amistad tibia de los que se beneficiarán de las nuevas […] que nunca fían en las cosas nuevas hasta que ven sus frutos».
Con respecto al nuevo gobierno que reemplazó a los depuestos talibán, con el apoyo de la OTAN, resultan interesantes algunos datos: en 2011, 4600 millones de dólares salieron del país rumbo a Bahréin, Londres y otros destinos. Esa cantidad equivalía a todo el presupuesto del Estado de ese año, y, por supuesto, provenía esencialmente de la corrupción a todos los niveles10. La corrupción en la administración pública llegó al punto de que los cargos de relevancia se subastaban al mejor postor, con precios que alcanzaban los 200 000 dólares para aquellos ligados a la represión del cultivo del opio, que acabaron en manos de los propios narcotraficantes11.
Consecuentemente, las tropas occidentales se vieron lógicamente ligadas a la defensa de una administración eminentemente corrupta y criminal. Así, por ejemplo, en 2007 tropas británicas proporcionaban escolta al jefe de policía de Sangin, en la provincia de Helmand, conocido y violento pederasta, o en Now Zad, también en Helmand, esas tropas británicas informaban de que el tráfico de opio lo realizaba la propia policía12.
Los intentos por mejorar la imagen de las tropas occidentales a ojos de la población afgana se tradujeron en muchos proyectos de construcción de infraestructuras, especialmente escuelas. Sin embargo, la economía rural afgana, centrada en la agricultura, tiene poca necesidad de personal con estudios, por lo que la promesa de una educación tiene un atractivo limitado. Aún más cuando se dirige a las mujeres, que, tradicionalmente, tenían vedado el acceso a trabajos remunerados.
De la misma forma, se intentaron proyectos de sustitución del cultivo del opio por productos alternativos (los pistachos, por ejemplo). Sin embargo, los esfuerzos de las tropas occidentales chocaron frontalmente con los intereses de los nuevos dueños de la administración. Así, si en 2001 los talibán habían reducido la producción de opio a 185 toneladas; en 2007, después de años de esfuerzos de las tropas occidentales, la producción estaba en 8200 toneladas13. En conjunto, la parte de «corazones» resultó un fracaso.
Con referencia a las «mentes», resulta interesante contemplar la forma de operar de las fuerzas de la OTAN en el teatro de operaciones de Afganistán (que no es diferente de la forma de hacerlo en otros teatros): bases bien protegidas, desde las que las fuerzas se despliegan en pequeños puestos avanzados (FOB, por sus siglas en inglés) de entidad sección o compañía en puntos relevantes del terreno, mientras que el resto del territorio se cubre con patrullas… Pero, durante el arco nocturno, la mayoría de las unidades se repliegan sobre sus bases, con escasa o nula presencia de tropas occidentales en la miríada de pequeños asentamientos que forman el Afganistán rural. Es decir, durante la mayoría del tiempo, los pequeños pueblos afganos no tienen presencia militar occidental, lo que los deja a merced de los guerrilleros talibán. Consecuentemente, es difícil que la población llegue a la conclusión de que las fuerzas occidentales pueden garantizarles su seguridad, pese a que, en combate, los talibán sufran numerosísimas bajas.
En 1968, en Vietnam, los norteamericanos pusieron en marcha con éxito el programa CORDS (Civil Operations and Revolutionary Development Support) que, entre otras actividades, desplegó pequeñas unidades tipo sección o compañía del Ejército Sudvietnamita en multitud de pueblecitos aislados, supervisados y apoyados por asesores norteamericanos, y con fuertes reservas aeromóviles proporcionadas por Estados Unidos. Estas pequeñas unidades —y los asesores norteamericanos integrados en ellas—, permanecían en esos pueblos, protegiendo a la población y aislándola de la influencia de la guerrilla. El programa fue un éxito, pero era un esfuerzo muy tardío, y su personal sufrió numerosas bajas. Nada similar se ha hecho en Afganistán, quizá por las consecuencias sobre la opinión pública occidental de sufrir bajas en una guerra impopular.
Occidente y la guerra de contrainsurgencia
Como hemos citado anteriormente, la sociedad occidental conduce las operaciones militares de acuerdo con sus valores. Eso implica que las acciones que sus fuerzas militares pueden emprender están condicionadas por esos valores. Es decir, acciones que se han revelado exitosas en otras circunstancias históricas, están hoy vedadas a las fuerzas occidentales.
En una obra clásica sobre contrainsurgencia14, Arreguín-Toft explica que el insurgente puede elegir entre dos modelos estratégicos: la defensa convencional o la acción guerrillera, mientras que el contrainsurgente puede optar por una de dos posibilidades: el ataque directo o lo que el autor llama «barbarie». Cuando el insurgente opta por la defensa directa siempre es derrotado por el contrainsurgente que elige el ataque directo (sería el caso de la derrota del Dáesh), mientras que cuando el insurgente opone su modelo estratégico de guerra irregular a las tropas contrainsurgentes que emplean el ataque directo, éstas últimas suelen fracasar. Es decir, ante una guerra de guerrillas, el único modelo que parece garantizar la victoria a la contrainsurgencia es el de la «barbarie». Arreguín-Toft define la «barbarie» como la «violación sistemática de las leyes de los conflictos armados […] siendo su elemento principal las agresiones a personas no combatientes (por ejemplo, violaciones, asesinatos y torturas)»15. Esta sería la opción de «pegar» de la que hablaban los rifeños. Así, por ejemplo, la revuelta de Casablanca de agosto de 1907 contra la dominación francesa se solventó con el bombardeo indiscriminado de la ciudad por la Marina nacional francesa durante tres días, con un saldo de entre 600 y 2000 muertos civiles. La colonización francesa en Marruecos arroja un saldo de unos 100 000 muertos16. Veamos algún caso histórico del resultado de esta aproximación a la contrainsurgencia.
Un ejemplo de una operación de contrainsurgencia conducida con éxito es la citada rebelión malaya de los años cincuenta. En esa campaña, las Fuerzas Armadas del Imperio británico se enfrentaron a una revuelta de inspiración comunista en su dominio de Malasia. Sin embargo, esta revuelta prendió únicamente en la población de origen chino, apenas un tercio de la población total de la región, asentada fundamentalmente en zonas rurales.
Decía Mao Tse-tung que «la guerrilla debe moverse entre la población como pez en el agua». En realidad, el citado método de los «corazones y mentes» se dirige a hacer que el «agua», la población, resulte hostil al «pez», el insurgente. Como hemos visto, este método no ha sido viable en Afganistán. Otra solución es «secar» el lago: aislar a la población del contacto con la guerrilla, que era el fin del mencionado programa CORDS.
El sistema de CORDS implica el concurso de una enorme cantidad de fuerzas y el riesgo de alguna de las pequeñas unidades implicadas en la defensa de los pueblos pueda ser arrollada por un decidido ataque enemigo. Una solución más radical es la que adoptaron los británicos en Malasia: el llamado Plan Briggs, consistente en forzar a la población de origen chino a abandonar sus poblados, y a concentrarse en campos protegidos por las tropas británicas. Entre 1950 y 1952, 400 000 personas perdieron sus casas, sus tierras y sus cosechas, y fueron obligados a vivir en campos vigilados, sin libertad para abandonarlos y sin ninguno de los derechos que les concedía la propia ley británica17.
Las cosechas y los poblados fueron destruidos, para que no fuesen aprovechados por los guerrilleros. Esto reducía la necesidad de tropas, que podían mantenerse agrupadas y eliminaba el problema de distinguir al guerrillero del pacífico campesino: todo el que estaba fuera de los campos era un guerrillero. De hecho, el problema de diferenciar al guerrillero de la población civil es lo que causa más bajas entre los civiles18.
El Plan Briggs y la anulación indiscriminada de derechos de la población civil son un ejemplo práctico de la «barbarie» que describía Arreguín-Toft, y de su éxito frente a la guerrilla. Análisis similares pueden hacerse sobre otros ejemplos históricos, como a rebelión de Palestina de 1930, la revuelta de Kenia de 1952-1960 o la guerra de Argelia de 1954-1962, con resultados paralelos. Puede deducirse fácilmente que estos métodos no serían tolerables por la sociedad occidental de 2021.
Otro factor a tener en cuenta es el carácter sociológico de los ejércitos occidentales: fuerzas profesionales, de tamaño reducido y elevado coste, procedentes de sociedades que han confiado todo lo concerniente al uso de la fuerza a ese reducido grupo de soldados profesionales. En efecto, fuera de las comunidades militares occidentales (y, en cierta medida, algunos círculos políticos y diplomáticos), el conflicto de Afganistán ha resultado absolutamente ajeno al conjunto de la población de los Estados occidentales, con actitudes muy poco favorables (cuando no abiertamente opuestas) a esa operación. Como consecuencia, los contingentes desplegados han sido siempre insuficientes para alcanzar los objetivos previstos, se le han impuesto enormes restricciones al desarrollo de cualquier operación que pueda suponer bajas (cuestión capital en una guerra impopular) y se han dedicado la mayoría de los recursos a la protección de la propia fuerza.
Como ejemplo, la erradicación del cultivo del opio en la provincia de Helmand en 2006 se planteó por los británicos con objetivos modestos, que requerían el empleo de 14 000 soldados. Solo se desplegaron 3300, la mayoría dedicados a la propia logística del contingente británico y a proporcionar seguridad a sus bases19. Solo se disponía de 200 soldados capaces de operar ofensivamente, en una zona de más de 1000 km2, lo que ayuda a explicar el fracaso de los esfuerzos británicos. Ejemplos similares pueden encontrarse en todo el transcurso de la operación.
En otro orden de cosas, la insurgencia malaya carecía de apoyos exteriores. De hecho, históricamente, una de las características siempre presente en las insurgencias exitosas ha sido la existencia de apoyos exteriores, traducidos en suministro de armamento y pertrechos militares y en la existencia de una zona segura, normalmente al otro lado de una de las fronteras del país envuelto en el conflicto, donde los guerrilleros están a salvo y pueden adiestrarse, rearmarse y reorganizarse. En Afganistán, los talibán han contado con el apoyo imprescindible de Pakistán.
Cabe preguntarse por qué Pakistán, en teoría aliado de los norteamericanos, ha permitido a los talibán el empleo de su territorio como zona segura y muy probablemente, ha proporcionado armamento a los luchadores talibán. Sin pretender hacer un análisis de las motivaciones internas de Pakistán, lo cierto es que Occidente no ha ejercido una presión suficiente sobre las autoridades pakistaníes como para obligarles a cesar en el apoyo al movimiento talibán, que, por otro lado, estaba causando numerosas bajas en las fuerzas occidentales desplegadas en territorio afgano. Como establecía Clausewitz, «la guerra es la continuación de la política por otros medios», y en Afganistán y Pakistán entran en conflicto dos objetivos políticos: por un lado, la operación de contrainsurgencia en Afganistán, y, por otro, la necesidad de conservar lazos con un Pakistán nuclear progresivamente cortejado por China y alejándose de la influencia occidental. Como se ha demostrado, ambos objetivos eran incompatibles, y el desenlace del conflicto de Afganistán puede suponer el peor de los resultados para Occidente: perder tanto en Afganistán, como hacer que Pakistán entre decididamente en la órbita china. En este caso, Occidente (con Estados Unidos a la cabeza) no ha sido capaz de establecer prioridades claras en su política en la zona, impulsando objetivos mutuamente excluyentes.
Conclusiones
La derrota en Afganistán no es una sorpresa, sino el final casi inevitable de un proceso lastrado por los errores de los líderes occidentales.
La derrota en Afganistán podía haberse evitado si los norteamericanos se hubiesen limitado a hacer caer el régimen talibán y haberse retirado después del país. Sin embargo, muy probablemente, esto habría llevado a Afganistán a una situación de continua guerra civil, con un enorme sufrimiento para su población, lo que difícilmente habría sido tolerado por la opinión pública occidental.
En términos de seguridad doméstica, el mito20 de la victoria de los muyahidines sobre los soviéticos en los 80 (y su repercusión en la opinión pública islámica) fue uno de los principales factores que llevaron al auge del fundamentalismo islámico21 (tanto o más que el dinero de Arabia Saudí). Esta nueva victoria tendrá, previsiblemente, un efecto similar para alentar a los más radicales de los yihadistas, lo que apunta a nuevos atentados en Occidente y a más inestabilidad en el mundo árabe-musulmán (con especial incidencia en los conflictos ya en marcha, como es el caso del Sahel). Además de ello, la caída del Ejército afgano deja en manos de los talibán enormes arsenales de armas, ahora disponibles para grupos yihadistas o criminales. Finalmente, Afganistán puede convertirse en una base segura, más o menos discreta, para los grupos yihadistas, lo que incrementará sus capacidades.
Quizá la principal conclusión militar a extraer es que Occidente debe valorar su capacidad real de ejecutar una operación de contrainsurgencia con éxito. Si Arreguín- Toft está en lo cierto (y la historia parece apoyarle), las campañas de contrainsurgencia están fuera del alcance de las tropas occidentales, por restricciones derivadas de la opinión pública y del propio ethos de sus soldados (lo que puede explicar el recurso a «aliados» —proxies— menos «escrupulosos»). Además de eso, el reducido tamaño de los ejércitos occidentales limita enormemente su capacidad de emprender largas operaciones que requieren grandes contingentes de tropas, y su carácter «profesional» excluye operaciones continuadas con un número de bajas percibido como elevado (como pudieron comprobar los norteamericanos con sus dificultades para retener al personal en filas, especialmente en Irak). Esto supone una importante limitación a las opciones políticas de los dirigentes occidentales.
No obstante, la experiencia de Najibullah en Afganistán, pero también la del Ejército de Vietnam del Sur e, incluso, la del Ejército Nacional afgano antes de la retirada de los norteamericanos muestra que, con un apoyo limitado por parte de fuerzas exteriores, incluso un gobierno corrupto e incompetente puede mantenerse cuasi indefinidamente en el poder. Es decir, es posible hacer «tablas» en la partida, y mantenerse esa situación mientras las potencias occidentales estén dispuestas a continuar ese apoyo.
En otro orden de cosas, Estados Unidos (y Occidente en su conjunto) han demostrado ser un aliado poco o nada fiable, lo que supone un cambio fundamental en el sistema internacional. Las garantías de seguridad otorgadas por los norteamericanos tienen hoy mucho menos valor que hace unos días, incluyendo la «disuasión extendida» basada en el arma nuclear. Consecuentemente, es previsible que se desencadene una carrera por la independencia estratégica entre los aliados de los norteamericanos con entornos de seguridad más difíciles. Paralelamente, Estados Unidos ha demostrado ser mucho menos temible de lo que parecía tras su contundente victoria en la guerra del Golfo de 1991, lo que animará a sus rivales a plantear nuevos desafíos. El efecto combinado de ambos desarrollos apunta a un incremento de los procesos de rearme.
Carlos Javier Frías*
Coronel de Artillería DEM Doctor en Paz y Seguridad Internacionales
Bibliografía
1 KEEGAN, John. A History of Warfare. Nueva York, Knopf, 2001.
2 CALVO ALBERO, José Luis. “Afganistán. Reflexiones tras el desastre”, Global-Strategy, 15 de agosto de 2021, en Afganistán. Reflexiones sobre el desastre | Global Strategy - Universidad de Granada (global-strategy.org)
3 CHAYES, Sarah. Thieves of State: Why Corruption Threatens Global Security. Nueva York, W W
4 CLOAKE, John. Templer, Tiger of Malaya: The Life of Field Marshall Sir Gerald Templer. Londres, Harrap 1985, p. 262.
5 The US Army and Marine Corps. Counterinsurgency Field Manual. Chicago. University of Chicago Press, 2007, p. 294
6 MOCKAITIS, Thomas R. Iraq and the Challenge of Counterinsurgency. Londres, Praeger, 2008, pp. 23- 24.
7 CLOAKE, John. Ibid.
8 GALULA, David. Counter-insurgency Warfare: Theory and Practice. Westport, Praeger, 1964 (reimpreso en 2006).
9 MAQUIAVELO, Nicolás. El Príncipe, Cap. VI, párrafo 4.
10 FELBAB-BROWN, Vanda “Aspiration and Ambivalence: Strategies and Realities of Counter-insurgency and State-Building in Afghanistan”. Informe de la Brookings Institution, 2012, p. 82.
11 CHAYES, Sarah. Ibid.
12 FERGUSSON, James. A Million Bullets: The Real Story of the British Army in Afghanistan. Londres,
13 MERCILLE, Julien. Cruel Harvest: US Intervention in the Afghan Drug Trade. Nueva York, Pluto, 2015.
14 ARREGUÍN-TOFT, Ivan. “How the Weak Win Wars. A Theory of Asymmetric Conflict”. International Security, volumen 26, nº 1, 2001, págs. 93-128.
15 Ibid, pág. 101.
16 AKDIM, Youssef Aït. “Maroc: l’autre guerre de 1914”. Jeune Afrique, 13 de noviembre de 2014. En .
17 BENNETT, Hew. The Counter-terror Strategy in the Early Malayan Emergency, June 1948 to December 1949. Journal of Strategic Studies, volumen 32, nº 3, 2009, pp. 432-433.
18 VALENTINO, Benjamin. Final Solutions: Mass Killing and Genocide in the 20th Century. Ithaca, Cornell
19 PORTER, Patrick. Military Orientalism: Eastern War Through Western Eyes. Londres, C. Hurst, 2009.
20 El Gobierno de Najibullah, aliado de la Unión Soviética, resistió hasta 1994, cuando la extinta URSS no pudo seguir sosteniendo financieramente al Ejército Afgano. Hasta ese momento, infligió contundentes derrotas a los «invencibles» muyahidines. BARCENAS MEDINA, Luis. “Las lecciones del oso:transición para Afganistán”. Ejército, nº 847, de octubre de 2011, pp. 6-16.
21 COLL, Steve. Ghost Wars. The secret history he Secret History of the CIA, Afghanistan and Bin Laden.