Los problemas de la estrategia trasladados al caso de Rusia…, y más allá
Este documento es copia del original que ha sido publicado por el Instituto Español de Estudios Estratégicos en el siguiente enlace.
Este artículo se centra en fundamentar un análisis crítico de la estrategia rusa en la guerra de Ucrania. Una buena guía para entender lo sucedido la ofrece Colin Gray, el Clausewitz del siglo XX (y XXI), que ubica el papel de la estrategia entre la voluntad política manifestada por los líderes de un Estado y la fuerza militar empleable para alcanzar los fines definidos por esas elites políticas.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que la guerra de Ucrania no ha terminado. Las tropas rusas siguen combatiendo en Crimea y en el Donbás, por no hablar de los bombardeos que afectan a algunas de las principales ciudades del país, incluyendo Kiev. Nada está decidido, pese a la recuperación de Jersón por parte ucraniana. Las guerras dan muchas vueltas antes de quebrar la voluntad de combatir de una de las partes, lo que, según Clausewitz, pone fin a las mismas. No en vano, ¿quién podía pensar que Alemania perdería la Segunda Guerra Mundial en verano de 1942, con sus tropas sitiando Stalingrado, por una parte, y a punto de entrar en El Cairo en el frente norteafricano? En cambio, en enero de 1943 todo había cambiado con las derrotas en Stalingrado y El Alamein. Zelenski no da su brazo a torcer, pero Putin tampoco lo hace. La voluntad de vencer de ambos se antoja inalterada. Todo ello mientras Rusia capea el temporal del aluvión de sanciones económicas con bastante solvencia, contando para ello con el apoyo de China, India y Arabia Saudita (sobre todo, pero no solamente), y en Ucrania ya falla absolutamente todo, incluyendo el suministro de electricidad e incluso de agua potable, debido a los bombardeos rusos a los que antes hacía alusión.
Esta introducción, breve pero indispensable, llama a no sacar conclusiones precipitadas
—ni siquiera tras la lectura del resto del artículo—, ya que no sería la primera ocasión en que, tras un repliegue ruso, algunos quieren entender que la guerra ha terminado con la victoria de Ucrania. Algo así sucedió tras el temprano cese de la presión sobre Kiev y sobre Jarkov. Pero, después de esos lances, llegó la ofensiva más contundente, eficaz y letal de Rusia, en junio y hasta principios de julio, que implicó una rápida sucesión de victorias en el Donbás.
Así pues, parece evidente que los objetivos de máximos de Putin no se han alcanzado, ni parece que se vayan a alcanzar. Sus ambiciones iniciales, delatadas en las primeras semanas de guerra, apuntaban directamente a Kiev y a una hipotética caída del Gobierno ucraniano, incluso en un formato de guerra relámpago. Pero esa posibilidad se desvaneció pronto para dar pie a una guerra de desgaste contra las Fuerzas Armadas ucranianas, apoyadas por la OTAN. Esto ha suscitado un empantanamiento de la guerra, cuyo desgaste sufre casi exclusivamente Ucrania, pero que ha generado ingentes pérdidas humanas y en material militar a Rusia, con un impacto apenas perceptible en su población civil, sus infraestructuras, su producción económica. Por consiguiente, la pregunta obligada es…: ¿Qué ha fallado en la estrategia rusa?
No es la única estrategia que ha fallado en esta guerra. También lo ha hecho la ucraniana, puesto que, ni en sus peores pesadillas, Zelenski podía pensar que, en diciembre de 2022, su país estaría devastado. No menos que sus Fuerzas Armadas, aunque respecto a esta última cuestión practique un silencio informativo que a corto plazo ofrece réditos (para no desmoralizar a sus tropas y a la sociedad ucraniana en general), pero que, a la larga, generará una mezcla de estupor e indignación en buena parte de la sociedad ucraniana. Todo ello sin perjuicio de que, por supuesto, se dote con más decibelios la narrativa nacionalista ucraniana, e incluso se aprieten —todavía más— las tuercas del Código Penal para acallar de ese modo toda disidencia interna, incluyendo la de ucranianos que se sienten tales pero que pueden llegar a discutir la política seguida por Zelenski. E incluso ha fallado la estrategia de los EE. UU. y sus aliados, entre los cuales nos contamos. Porque el plan inicial no pasaba por una guerra en Europa contra Rusia, sino por evitarla. Pero la disuasión ofrecida contra Moscú fue del todo insuficiente y las sanciones económicas, que algún efecto tendrán, no sirvieron —y no sirven— al fin al que se orientaban: evitar la guerra, en primera instancia, o empujar a Rusia a la paz, en un segundo momento.
Siendo todo ello cierto, en este artículo nos centraremos en el análisis crítico de la estrategia rusa, dada su ineficacia. Una buena guía para entender lo sucedido nos la ofrece Colin Gray, a la sazón, en mi opinión, el Clausewitz del siglo XX (y XXI). Gray ubica el papel de la estrategia entre la voluntad política manifestada por los líderes de un Estado —aunque su razonamiento podría valer para otros actores— y la fuerza militar empleable para alcanzar los fines definidos por esas elites políticas. Inicialmente —aunque esto lo matizaremos más adelante—, Gray lo expone mediante una trilogía. Corresponde indicar los fines al liderazgo político (policy); los caminos o modos para alcanzarlos serían la competencia de la estrategia y, por ende, de los estrategas; finalmente, los medios necesarios para andar el camino y de ese modo cubrir los fines, siguiendo la vía de acción marcada por los estrategas, son los que corresponden a los militares. Por lo tanto, el esquema de trabajo, estructurado a través de las correspondientes relaciones de causalidad, es…: ends (políticos) - ways (estratégicos) - means (militares) (Gray, 2015: 31).
Huelga decir (o no) que, siguiendo a Clausewitz, Gray apunta la dificultad de desarrollar la empresa estratégica. Y es que la sombra de la niebla (de la guerra) de la que habló el prusiano es muy alargada, trascendiendo (en la obra de Gray) el terreno de lo táctico y de lo operacional. Así lo expresa nuestro autor de cabecera: «De todas las leyes que a menudo parecen incumbir al estratega, la ley de las consecuencias indeseadas es probablemente la citada más a menudo. Las sorpresas existen, especialmente para el estratega sobreconfiado» (Gray, 2015: 3).
En realidad, esta ley, que algunos definen como doctrina de las consecuencias indeseadas, no llega directamente del ámbito de la estrategia, sino del campo de la teoría política, aunque Gray no lo indique. Su principal valedor a finales del siglo XX es el estadounidense Michael Novak, aunque cabe rastrear sus orígenes en la teoría del common sense desarrollada por la Ilustración británica desde la segunda mitad del siglo XVIII. En todo caso, el sentido de esta doctrina es advertirnos contra el exceso de confianza que algunos científicos sociales depositan en el racionalismo aplicado a la política (y, por ende, a la guerra, que es una actividad política) o, más directamente, contra los hipotéticos méritos del razonamiento abstracto cuando este, en sí mismo necesario, trata de convertirse en ingeniería social. En efecto, a ojos de Novak, «muchos actos bienintencionados provocan consecuencias, no solo distintas de las deseadas sino, literalmente, perjudiciales» (Novak, 1992: 53). Obviamente, aquí no estamos prejuzgando que las intenciones de Putin al invadir Ucrania fuesen moralmente
«bienintenciondas». No. Mi discurso, en este artículo, no es de orden moral, sino de tipo politológico, en su vertiente geopolítica, aunque centrado en la estrategia. Simplemente, con ello ponemos de relieve que Putin tenía una determinada intención y que, según reza esta doctrina, su puesta en práctica, aunque haya planes de por medio, puede conllevar unos resultados no solo no coincidentes con los previstos, sino hasta contraproducentes para esas intenciones (v. gr., contribuir a la construcción de Ucrania como una nación digna de tal nombre). Novak añade que el marxismo ha incurrido frecuentemente en ese tipo de errores, derivados de mover a la acción a partir de planes teóricamente viables, pero que se basaban en demasía en lo que él define como «el futuro como fe» (Novak, 1989: 33-34). Es decir, en la pretensión de dibujar el futuro desde el presente, confiando en las propias capacidades de cálculo. Es interesante porque, siendo cierto que Putin no es marxista, no lo es menos que nunca ha renunciado al pasado bolchevique de la URSS, o incluso que él mismo creció, vital, política y profesionalmente, en esa entelequia.
En todo caso, esto sugiere un plus a las inclinaciones mostradas por Putin al invadir Ucrania. Pero el exceso de confianza depositado en nuestras supuestas habilidades para el cálculo racional aplicado a la política ni es exclusivo del marxismo (aunque en el marxismo sea un clásico), ni lo es de la estrategia rusa en Ucrania.
Por lo pronto, la obra de Clausewitz, en lo que todavía tiene valor (que es mucho), ya apunta en una dirección similar a la que luego desarrolla Gray sin que sea obvio: Clausewitz tuvo que oponerse (y es lo que hizo) a las tesis del por entonces muy reputado Heinrich von Bülow, cuyo enfoque —muy influyente en el Estado Mayor prusiano de la época y también, por cierto, en los sucesivos Estados Mayores rusos (v. gr., Savushkin, 1990: 97-98)— más bien privilegiaba la idea científica de la estrategia y, llegado el caso, de la conducción de las operaciones. Pero Clausewitz se opuso a ese punto de vista al considerarlo demasiado optimista y, por ello, tendente a generar errores de apreciación. Por dicho motivo, algunos de los principales exégetas de Clausewitz enfatizan ese enfrentamiento intelectual: «H. von Bülow quiere alzar la estrategia al nivel de la ciencia […]. Clausewitz refuta la falsa ciencia de Von Bülow» (Aron, 1993: 84). También recogí y argumenté esta tendencia en alguno de mis primeros escritos, años ha…, aludiendo al objetivo de Clausewitz de ir «contra la fe en el racionalismo y las disciplinas derivadas que les hacía concebir la guerra como algo predeterminable en todos sus aspectos, así como orientable a voluntad de los líderes militares a través de maniobras bien consagradas» (Baqués, 2001: 195). Queda, entonces, clara la deriva de Clausewitz y de Gray al respecto, así como sus implicaciones.
En todo caso, el indicado es un primer problema estructural para el estratega. El problema siguiente —que no contradice al primero sino que lo retroalimenta, pero que tiene vida propia— es la conexión entre ends y ways y entre estos y los means del esquema analítico propuesto por Colin Gray. Tampoco es algo ajeno a las preliminares reflexiones de su precursor, Clausewitz. Pero, para entender su impacto en las reflexiones de Gray, acudiremos a otra de sus obras. Porque Gray plantea la necesidad de que el puente entre esos elementos sea firme y transitable. Pero eso ni siempre es cierto, ni es fácil: «Como ya hemos enfatizado, no se da una armonía natural entre quienes fijan los fines políticos (policymaking), la dirección estratégica y el mando en el campo de batalla» (Gray, 2016: 127). Siendo así, uno de los peores inconvenientes para un Estado en pie de guerra (o en preparación de esta) es que ese puente (strategic bridge) entre la «ambición política» y la «acción militar» no cumpla su función, o que la cumpla mal. O, como él mismo suele decir parafraseando alguna película, que se trate de un «puente demasiado lejano» (Gray, 2015: 27). Y aquí no se escapa nadie a ojos de Gray, porque, apostilla, pese a sus diferentes sensibilidades, los políticos y los militares comparten algo, no necesariamente positivo: en ambos casos el autor detecta cierta aversión hacia la teoría, ya que se trata de gente pragmática, acostumbrada a resolver problemas «aquí y ahora», en función de cómo se vayan presentando, con las herramientas de las que se pueda disponer…, que no siempre son las más adecuadas. Pero eso está en las antípodas no ya de una buena estrategia, sino incluso, simplemente, de la estrategia, aun sin adjetivos (Gray, 2015: 61). Entonces, habrá que buscar un equilibrio entre el exceso de fe en la planificación y la tendencia a resolverlo todo con planes de contingencia, o con contingencias sin planes. Así las cosas, siempre según Gray, la pregunta clave es: «¿Qué se debe hacer?»; pero también, siempre…, seguidamente…: «¿Cómo podemos hacerlo?», y, finalmente…, una vez respondido a lo anterior…: «¿Podemos conseguirlo?» (Gray, 2016: 129). Esta sucesión de reflexiones debe ser abordada, además, con el escepticismo derivado de las primeras consideraciones, ya comentadas, acerca de nuestra limitada capacidad para prever la evolución del curso de los acontecimientos.
Si la primera pregunta corresponde al ámbito de la toma de decisiones de la esfera política y la tercera al comandante de las fuerzas desplegadas (o mejor, con previsión, desplegables), la labor del estratega está centrada en el segundo de esos interrogantes. Pero cualquier cortocircuito es fatal, incluso en el mejor de los escenarios (en el sentido de más previsible). Todo ello implica, claro está, que, aunque el liderazgo político tenga legitimidad para trazar los objetivos, lo más leal no es la obediencia ciega, sino, al revés, la exposición de los problemas que se puedan detectar. Antes de que sea demasiado tarde…
Pero los errores estratégicos derivados de la aceptación ciega de unos objetivos políticos desorbitados se han sucedido a lo largo de la historia. Es decir, lo más probable, a tenor de lo visto, es que el objetivo de Putin de hacerse con el control total de Ucrania fuera un objetivo exagerado, incluso para las tropas puestas a disposición del mando. De hecho, a la mayor parte de los analistas le sorprendió la ofensiva de febrero, lanzada en varios frentes a la vez con la aparente y probable pretensión de dominar todo el país o, como mínimo, todo el país al este de Dniéper. Pero es algo de lo que habrían tenido que advertir los expertos rusos antes de consumar ese plan de acción, esto es, esa estrategia equivocada.
Gray propone otros ejemplos, bien conocidos, para comprobar que estamos ante un error recurrente: las ofensivas alemanas de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial, que no habrían fallado por ninguna mala disposición de sus tropas, sino por un exceso de ambición. Algo similar sucedió, añade Gray, con los EE. UU. Y de modo recurrente: en Vietnam, en Irak y en Afganistán (Gray, 2015: 70). En su opinión, un militar como David Petraeus, al que tiene por especialmente competente, no podía hacer milagros (Gray, 2015: 36), dados los objetivos aunados, demasiado ambiciosos, de erradicación del terrorismo, reconstrucción económica e institucional de un Estado fallido —incluyendo la creación de sus propias Fuerzas Armadas a partir de cero—, con los medios puestos a su disposición. De la misma forma, pese a la competencia de la Wehrmacht, sus comandantes no podían alcanzar los fines trazados por Hitler con las fuerzas disponibles.
Subyace a este tipo de problema estratégico otra de las aportaciones de Clausewitz, plenamente coherente con el núcleo duro de su obra y, sin embargo, poco o (casi) nada citada por los expertos. Porque si la guerra es un fenómeno político, como es el caso, y si, consecuentemente, las diversas orillas del strategic bridge deberían estar más y mejor conectadas… La realidad lo desmiente, como si las orillas se alejaran en el punto más crítico: la distancia entre las elites políticas y los mandos militares suele ser demasiado grande. ¿Qué pide Clausewitz a los militares? Que se pongan en la piel del estadista, pero para desarrollar su función (también la de asesoramiento): «Para conducir una guerra, o una de sus campañas, a un buen final, la estrategia y la política se confunden y el comandante supremo es al mismo tiempo un estadista» (Clausewitz, 1999: 223). Pero los estadistas también tienen que poner de su parte para que las dos orillas sobre las que tiene que asentarse el strategic bridge no estén tan lejos la una de la otra. En ese caso, ¿qué pide Clausewitz al estadista? Dicho en términos de nuestros días, que no sea un analfabeto funcional en temas militares. Dicho en sus propias palabras…: «De la misma manera que un hombre que no domina una lengua extranjera no logra a veces expresarse correctamente, los estadistas con frecuencia dictan órdenes que frustran el propósito al que se supone deben servir. Esto ha sucedido repetidas veces, lo que demuestra que un cierto conocimiento de los asuntos militares es vital para quienes están a cargo de la política general» (Clausewitz, 1999: 857).
Pero ¿cuál es el problema de base? A ojos de Gray, tiene dos patas, a saber: la presencia de evaluaciones poco realistas (de las capacidades propias y ajenas), así como la interferencia, muy habitual, de «asunciones falsas» en relación con el otro. Esto es muy interesante porque, a partir de cierto momento, Gray altera su fórmula de la estrategia para añadir otra variable, de modo que la ecuación queda como sigue: ends-ways-means
+ assumptions. Las asunciones (que yo prefiero traducir, por cierto, como «prejuicios») pueden ser falsas. Para comprender eso, tenemos que regresar al nivel político, preestratégico, de toma de decisiones (es decir, de fijación de objetivos). Porque, como bien recoge Gray, este proceso dista de ser «neutral» en un sentido analítico. Por el contrario, es fruto de un ejercicio volitivo, frecuentemente condicionado por cuestiones «domésticas», incluso ideológicas, con todos los sesgos que ello implica (Gray, 2015: 72). Alemania ataca a la URSS convencida (aunque quepa añadir que falsamente convencida) de la superioridad aria frente a los pueblos eslavos (v. gr., Rosenberg, 1992: 17), así como de la ineficacia de las Fuerzas Armadas rusas lastradas por diversos inconvenientes, no siendo el menor de ellos que Stalin hubiera mandado ejecutar a muchos de sus mejores generales en los tristemente célebres procesos de Moscú (esto sí estaba algo más cerca de la realidad, pero esa situación de vacío e ineficacia en el ejercicio del mando no duró toda la guerra). Seguro que no era mucho menos displicente la aproximación de las potencias anglosajonas a sociedades tribales como las que dominaban, sin ir más lejos, en Afganistán; aunque desvestida de connotaciones de corte racista, sí que podía delatar una mal disimulada sensación de falsa superioridad. En general, pues, cabe afirmar que el etnocentrismo, incluso en sus grados más moderados, es un mal consejero para la estrategia.
Pero el mando militar y, desde luego, el estratega deben dar por descontada esa tendencia del líder político de turno. Putin comienza la guerra con un discurso en el que niega hasta la entidad de Ucrania, discurso sincero e interiorizado, pero —como ya sucedió con la imagen que tenía la jerarquía nazi del estado de las Fuerzas Armadas soviéticas de la época—, como poco, una verdad a medias. La presunción de la debilidad del otro nunca es una buena consejera. Puestos a pecar, más vale hacerlo en el sentido contrario. Esos errores de cálculo (estratégico) se pagan después en el campo de batalla. ¿Por qué? Porque sugieren erróneamente que con menos recursos se puede hacer más.
En una de sus expresiones afortunadas, casi neologismos, Gray alude a la necesidad de definir una estrategia atendiendo a los «supercontextos» en los que va a tener que ser aplicada sobre el terreno. Se trata de algo así como una puesta en relación del contexto de cada actor en disputa. Sin asumir y entender lo que se deduzca de ahí, es impensable lanzar ofensiva alguna con esperanzas de éxito, porque va a ser muy complicado diseñar la fuerza (así como la logística que la pueda sostener sobre el terreno). Todo parece indicar que el trabajo realizado por parte de Rusia, en este aspecto, ha sido insuficiente. Que le haya ocurrido antes lo mismo a otras potencias no es consuelo ni excusa suficiente. Por ello, es decir, para combatir este error, Gray reivindica que la estrategia no solamente tenga en cuenta —pues lo hace— la geografía, sino que también incorpore el análisis de las «narrativas» de las partes (Gray, 2015: 87) e incluso, en un sentido más ambicioso si cabe, el análisis de los factores «culturales» (sistema de creencias, de valores, ideas políticas dominantes, etcétera) que pueden entrar en juego, contribuyendo con ello a explicar las convicciones, las predisposiciones y hasta la moral de los contrincantes: «El conocimiento cultural es importante en los asuntos estratégicos y, como consecuencia de esta apreciación, debería ser pergeñado asiduamente» (Gray, 2013: 89). Y añade: «La perspectiva cultural de la estrategia debe ser tan profunda, amplia y contextualizada como debe serlo el estudio de la estrategia en sí misma considerada» (Gray, 2013: 94).
Otro factor capaz de enmascarar la realidad hasta el punto de incentivar malos análisis estratégicos es lo que Gray da en llamar la «enfermedad de la victoria» (victory disease). Es frecuente que el actor que ha salido airoso de los últimos envites tienda a sobrevalorar sus propios méritos. No podemos obviar que, tras no pocas dificultades, la Rusia de Putin logró dominar a la díscola Chechenia, cooptando, asimismo, a las huestes lideradas por los Kadirov. Asimismo, frenó las veleidades georgianas en 2008. ¿Y qué decir de su fulgurante éxito en Crimea y en buena parte del Donbás en 2014? De nuevo, Rusia no es la excepción, sino parte de la norma en relación con lo sucedido. Algo similar puede que ocurra con los EE. UU., tras cantar victoria en la Guerra Fría contra una gran potencia como la URSS y en la subsiguiente guerra del Golfo (1990-1991) —pese al fiasco de Somalia—, cuando decide afrontar procesos de state-building y, para más inri, de construcción de democracias a imagen y semejanza de las occidentales en escenarios asiáticos como los citados.
E incluso si nos retrotraemos algo más en el tiempo, dejando de lado el tema cultural (porque ahora estamos ante un argumento diferente), no podemos obviar que el gran error estratégico de Alemania en la Segunda Guerra Mundial —esto es, la agresión a la URSS— llegó tras una larga serie de victorias militarmente impecables empleando la blitzkrieg contra potencias como Francia (además de Noruega, Bélgica, Holanda y la previa sobre Polonia). Si la variable correspondiente a las «asunciones culturales» tiende a minusvalorar el potencial del adversario, la que ahora hemos considerado —es decir, la «enfermedad o síndrome de la victoria»— tiende a sobrevalorar las propias capacidades. En tal caso, nótese que la combinación de ambas puede ser fatal. En la invasión rusa de Ucrania se ha dado, sin duda, tal combinación, fundamental para entender el error estratégico de Putin al optar por una campaña militar a gran escala y en diversos frentes a la vez, si bien lo comentado acerca de la mala conexión entre los dos lados del strategic bridge es lo que ha condenado dicha estrategia.
Los vistos hasta ahora son pecados capitales de la estrategia, pero no son los únicos.
Gray señala, asimismo, la mala costumbre del estratega consistente en diseñar el propio way tomando al otro (al antagonista) por un actor que se limita a encajar golpes: «Ha sido frecuente para los beligerantes el comportarse como si sus enemigos pudieran ser vistos, en lo esencial, como objetos pasivos» (Gray, 2015: 69). Sin embargo, la realidad es muy diferente: los actores se adaptan a las nuevas circunstancias. Las Fuerzas Armadas ucranianas lo han hecho a través de una adaptación, digamos, endógena para combatir en el tipo de guerra que, en principio, contra Rusia les va peor. Pero también hay otra adaptación, probablemente no imaginada por los estrategas rusos, que es, digamos, exógena, y que se explica por la intervención de la OTAN en favor de Ucrania aportando inteligencia, armas y municiones. Los escenarios más fáciles quizá eran demasiado fáciles: o la OTAN no interviene o lo hace de forma directa, sobre el terreno, lo que conllevaría, de facto, una guerra declarada entre la OTAN y Rusia. Pero esa suerte de vía media generada por la OTAN ha podido desconcertar a los planificadores rusos, aunque ya constituya un elemento que se ha de tener en cuenta en el futuro.
Sea como fuere, la guerra sigue y, lo reconozca o no, Rusia ha variado sus ends y sus ways y está adaptando a marchas forzadas, dentro de sus posibilidades, sus means, una vez asumido que sus assumptions eran, al menos en parte, falsas y, por ende, engañosas. Algo tampoco raro en el arte de la guerra. Sigamos, una vez más, al precursor: «Durante el conflicto los objetivos políticos iniciales pueden modificarse hasta el extremo de cambiar por completo, pues influyen en ellos los acontecimientos y sus probables consecuencias» (Clausewitz, 1999: 199). Puede que Putin, con todos sus defectos, entienda esto antes que Zelenski. De hecho, creo que ya lo ha entendido. En cambio, el líder ucraniano sigue empecinado en comenzar a hablar solamente después de recuperar la totalidad del territorio que integraba Ucrania en 2013, pese a que ahora parece que hasta Biden ha cambiado de estrategia y se muestra más partidario de forzar el diálogo, desde ya, entre ambos líderes políticos. Las probables razones de ello las expuse en otro lugar (Baqués, 2022).
Pero, en el caso de Zelenski, hay dos hechos, recientes ambos, que llaman poderosamente la atención y que, en lo que a mí respecta, parecen preocupantes. Si hace pocos días Zelenski se empecinaba en afirmar que los restos de misiles caídos en suelo polaco eran rusos, incluso después de que la OTAN lo desmintiera, ayer Ucrania lanzó un ataque varios cientos de kilómetros hacia el interior del territorio ruso. ¿Tiene derecho a hacerlo? Sí, claro. No es moralmente reprochable. Está en guerra con Rusia. Pero, siendo así, ¿dónde está lo preocupante? En su estrategia, por supuesto. Pues...¿acaso no estamos hablando de eso en este artículo? Ambas cosas constituyen indicios de que su deseo pasa por aliviar la presión rusa sobre Ucrania generando una escalada en la guerra. Es decir, provocando que la OTAN se vea obligada (tal es la expresión adecuada, pues no tiene deseo alguno al respecto) a atacar directamente a Rusia. Eso se podía lograr, en el primer caso, si la OTAN entendía que Rusia había atacado intencionadamente el territorio de un Estado miembro (Polonia, en ese supuesto). Y, en el segundo, porque Biden ya advirtió a Zelenski que no empleara sus armas para atacar suelo ruso, y Putin, a su vez, advirtió de las serias consecuencias que ello podría acarrear para la OTAN. Pero Zelenski juega con fuego a sabiendas. Está elevando su apuesta, lo cual da a entender, por otro lado, que las cosas no le van tan bien sobre el terreno como nos cuenta en el marco de su estrategia de comunicación. Su estrategia pasa por esa escalada, ya que, para el bien de Ucrania, bien merece la pena una guerra a gran escala…, aunque sea la Tercera Guerra Mundial. Y eso sí es moralmente reprochable. Sin embargo, minusvalora que tanto los EE. UU. como la OTAN como Rusia son actores racionales, capaces de dialogar en plena guerra, algo que también apuntaba Clausewitz en relación con el comportamiento esperable de las partes en liza. Más allá de ello, la conducta de Zelenski debería ser un aviso para navegantes en el seno de la OTAN y, desde luego, para los EE. UU. Hasta ahora al líder ucraniano se le ha ido dando todo lo que ha pedido, y esta ha sido su respuesta… Y eso que todavía no está en la Alianza Atlántica (sic). Una vez, Kant, enfadado con Fichte, dijo aquello de «que Dios me libre de mis amigos, que de mis enemigos ya me libro yo». Lo hizo en su «Declaración en referencia a la Doctrina de la ciencia de Fichte» (1799). Los wikipédicos atribuyen la frase a Voltaire, pero Kant remite a un viejo proverbio italiano, toscano para más señas. A buen entendedor, huelgan los comentarios…
Josep Baqués* Universidad de Barcelona
Bibliografía
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BAQUÉS, Josep (2001). «Guerra, Paz y política en Clausewitz», en Leviatán. Revista de Hechos e Ideas, n.º 85/86, pp. 193-219. (2022). Consideraciones geopolíticas derivadas de la guerra de Ucrania, en https://ipi-ufv.com/consideraciones-geopoliticas-guerra-de-ucrania-josep- baques/
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