Paisaje para después de la guerra
“Desengáñese, joven, cada generación necesita su propia guerra”. Me lo decía en París en plenos años setenta el gran pensador francés Raymond Aron, al analizar los primeros brotes de rebeldía juvenil cuando la prosperidad del Estado de Bienestar ya se desarrollaba a toda máquina. Las viejas generaciones de posguerra –casi se solapaban entonces los veteranos de las dos guerras mundiales- tenían suficientemente frescos los recuerdos de aquellas carnicerías como para apreciar el valor incalculable de la reconciliación y de la paz.
Casi nadie hubiera pensado apenas hace unos meses el perfil de la guerra planetaria que se está librando. Quién más, quién menos la habría imaginado en base a la destrucción provocada por un hipotético descontrol nuclear o bien desencadenada a partir de ataques lanzados desde el espacio, y por supuesto mediante el caos destructivo de un asalto incontenible a las infraestructuras estratégicas. Pero, a pesar de los numerosos relatos de anticipación, pocos tomaban en serio la posibilidad de un contagio universal y masivo, capaz de convertir a toda la humanidad en un solo bando frente al enemigo común.
Estamos aún en las primeras batallas de esta auténtica guerra mundial contra un enemigo letal. Los frentes se modifican día a día. El parte de bajas de cada jornada ofrece una imagen aproximada de la contienda. El frente de China, en donde comenzó la guerra, parece estar en vías de conclusión, siquiera sea provisional, mientras los de Europa y América señalan el creciente encarnizamiento de los combates. Se sabe poco de lo que sucede en África y se intuyen medias verdades, cuando no abiertas mentiras, en las cifras que facilitan países de ese continente, Oriente Medio y Asia.
Se van confirmando los pronósticos más pesimistas respecto del derrumbe de la economía global, incluso en aquellos territorios que disfrutaban de una supuestamente inquebrantable prosperidad, y se ensombrecen cada día más los gráficos que describen el progreso incontenible del cierre de empresas y sectores enteros, con su natural secuela del paro de millones de trabajadores.
Como suceso planetario la consecuencia de todo ello será un mundo, una sociedad y una conformación geopolítica distintos, del mismo modo que nada fue igual después de 1918 ni de 1945. Como en los dos episodios anteriores, además de las víctimas desaparecerán costumbres y modos de vida establecidos y presuntamente inamovibles; se habrá acelerado la obsolescencia de numerosas industrias y ocupaciones supuestamente modernizadas, pero demasiado clásicas para afrontar la competencia de otras capaces de fabricar productos mucho más innovadores y distintos a los previamente conocidos, y en fin se caerán con estrépito sistemas y tinglados de enseñanza que pasarán a ser pura arqueología pedagógica.
Como en toda posguerra, la que vivirán los supervivientes de esta conflagración será también muy dura, cobrándose aún víctimas entre los que no estén entre los vencedores. La miseria que padecerán los perdedores abonará los ajustes de cuentas con los que despilfarraron esfuerzos, medios y energías y agravaron por lo tanto el sufrimiento. Y, por descontado, las viejas estructuras políticas serán solo objeto de análisis por los estudiosos del pasado.
Provocado tal vez, y descontrolado, en cualquier caso, el coronavirus habrá facilitado una gigantesca experimentación social planetaria, con el denominador común de la aceptación sumisa en el recorte de libertades a cambio supuestamente de una mayor seguridad. Cambiarán hábitos y convicciones, y los vencedores habrán de dirimir entre ellos la supremacía del más poderoso. Así fue siempre y así será de nuevo, porque la única certeza que nos ofrece la experiencia histórica es que el mundo necesita de un líder máximo y global, una vez comprobado que el multilateralismo solo fue un espejismo, útil en la medida en que hizo creer a muchos que estaban en pie de igualdad con los grandes, lo que sirvió para insuflarles un orgullo que no era sino prestado, pero que les mantenía tranquilos.
Por muchas seguridades que quieran anunciar ahora los gobiernos, sobre todo los europeos y más especialmente los de países económicamente exhaustos como Italia o España, el derrumbe económico y social será gigantesco. Y también aquí la historia nos enseña que la solidaridad y sus beneficios posteriores solo acuden cuando el “ayudador” obtiene un gran beneficio a cambio, sea también económico o en su propia seguridad. ¿O no fue eso lo que alumbró el Plan Marshall, o sin ir más lejos lo que pretende ahora la Unión Europea intentando fomentar el desarrollo de los países africanos que envían al Mediterráneo ingentes cantidades de emigrantes?
Al cabo de toda conflagración, como es este caso, cambiarán a buen seguro las certezas, aunque se adopten otras de inmediato, ya que para el ser humano es imposible vivir sin la esperanza de un mundo mejor, no solo el universal, sino sobre todo el suyo y su entorno. Nos conviene, y le conviene a ella misma, que la Unión Europea termine esta guerra entera y en el bando de los ganadores, aun cuando al cabo haya sufrido graves heridas de guerra.